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DE LOS JUÁREZ A SABATTINI

Autor: Roberto Ferrero – publicado en la revista Izquierda Nacional N° 23 – octubre 1972

LA CRISIS DEL ROQUISMO Y LOS ORÍGENES DEL RADICALISMO DE CÓRDOBA

 

1886-001

     Hasta la apareció del movimiento peronista en 1945, radicales y conservadores  se alternaron en el control político de Córdoba. Por razones muy específicas,  derivadas de la formación histórica de la provincia, los últimos mantuvieron  durante varios años un predicamento que en otros lugares del país habían  perdido definitivamente; el radicalismo, por su parte, tardó un lapso equivalente  en adquirir una fisonomía política popular. Para ello debió cumplir un lento ciclo  de transformación interna, que cuando culminó -hacia la década de los años  treinta- lo presentó como la vanguardia del partido: “El radicalismo del interior  había encontrado -como escribió Jorge Abelardo Ramos- una expresión  nacionalista en la figura de Amadeo Sabattini y sus amigos de Córdoba”. Esa larga  marcha de unos hacia la declinación y de otros hacia el apogeo político se explica  por el profundo cambio económico y social que se comenzó a operar en la provincia bajo los gobiernos juaristas.  Cuando en 1890 el último Juárez se vio obligado a renunciar a la primera magistratura provincial, las bases materiales de esa transformación -diques y sistemas de irrigación, servicios públicos, ferrocarriles, colonización agraria, agricultura capitalista y ganadería moderna- ya habían sido colocadas, aún cuando aparecieran a los ojos de un observador poco avisado como de incierto futuro.

     Es que si bien una de las clases ligadas a ese proceso -la oligarquía vacuna- ya aparecía con los perfiles que le serán propios y que desde antes tenía en Buenos Aires, no sucedía lo mismo en los demás grupos sociales.

     Al producirse la revolución del Parque, en Córdoba se cumplían apenas diez años del comienzo de la colonización que cubriría todo el este y el sur de la provincia; el proceso de formación de la moderna pequeño-burguesía recién comenzaba. Las primeras manufacturas no tenían una antigüedad mayor. Grandes sectores de la aristocracia cordobesa eran tradicionalmente liberales y afectos a la política roquista. La población criolla de la campaña y de la capital, absolutamente mayoritaria -90% del total- con excepción de la parte que estaba sometida a la influencia religiosa apoyaba firmemente al Partido Autonomista Nacional.

     En tales condiciones, cuando en el Noventa surge la Unión Cívica, su principal punto de apoyo en Córdoba serán los sectores católicos de la aristocracia y el clero local, resentidos con la política liberal de Roca y los sucesivos gobernadores Juaristas.

     Es preciso señalar, para explicarse muchas cosas, que el patriciado de Córdoba era algo completamente diferente a la oligarquía. “La oligarquía argentina -ha escrito Jorge Abelardo Ramos- desde la Revolución de Mayo, fue siempre bonaerense. Era la clase social dueña del Puerto y los campos de la provincia que directamente o por sus políticos pretendía gobernar a la Nación sin entregar nada a cambio. ¿Quiénes la formaban? Los estancieros como Anchorena, los políticos como Rivadavia, Rosas o Mitre, los comerciantes como los Lezica, los  abogados como Vélez ese “viejo porteño con acento cordobés”, como diría Figueroa Alcorta. Esa oligarquía tenía sus intereses específicos, se dividía en partidos dentro de su seno, se acuchillaba entre sí, pero se unía frente a las provincias”(1)

      Por el contrario, la aristocracia de Córdoba, como otras del interior -hasta los años de apogeo del roquismo- Había estado formada por familias tradicionales con más blasones que fortuna. Sus integrantes eran abogados, médicos, ingenieros, notarios, profesores de la venerable Universidad de Trejo; magistrados de la justicia local; funcionarios de la administración provincial; respetables comerciantes, estancieros, criollos de la campaña que a veces incursionaban en la política con algunas “senadurías provinciales” de los Departamentos en que se encontraban sus estancias”(2). Solo “algunos miembros (y no muchos) de esta aristocracia doctoral -dice J. C. Agulla- reforzaban su poder (aunque no su prestigio) con cierto control de la vida económica en la medida en que eran propietarios de campos –especialmente en la zona del norte y oeste de la provincia- o de predios urbanos y suburbanos en la capital”(3).

     Siendo como eran sus miembros “los depositarios de toda la ciencia de la época”(4), dueños de una gran tradición cultura, el patriarcado cordobés era una capa políticamente muy activa, en la que siempre habían hallado eco las corrientes ideológicas que disputaron el predominio del país y la provincia: directoriales y artiguistas, federales y unitarios, “rusos” y autonomistas, liberales y católicos, todos encontraron sus dirigentes en esta capa social.

     Ella también, aunque evidentemente en forma más atenuada, sufría el atraso y el estancamiento del interior. La gran corriente liberal de la aristocracia encabezada por Miguel Juárez Celman y Antonia del Viso, que se hace presente en la vida pública al aproximarse la década del Ochenta, fue una tentativa por superar la estrechez de la economía colonial sobrevivida y el sofocamiento impuesto por la dictadura del clericalismo. Representó no sólo las aspiraciones del ala progresista del patriarcado local, sino las necesidades elementales de las masas de Córdoba y de la campaña, y en esa medida encontró consenso popular.

     Su liberalismo no llevaba el mismo signo que el Partido Liberal porteño, luego el partido “Nacionalista” de Mitre. La ideología del mitrismo como tal, admirador del capital extranjero y propiciador de la libertad de comercio irrestricta, no podía existir más que en Buenos Aires, la cuidad-Puerto. En Córdoba no alcanzaría alguna significación sino después que la aristocracia del interior se unificase en una sola entidad con la oligarquía bonaerense; mientras tanto, no era sino un grupo muy reducido comparado con el autonomismo, sin más apoyo serio que las armas de los procónsules que -como Paunero- enviaba Buenos Aires al interior. El liberalismo juarista era un movimiento de ideas empeñado en devolver a la Nación su capital histórica, en secularizar las instituciones del estado y modernizar la estructura de las economías provinciales. Cuenta con la simpatía de la juventud universitaria, “a quienes se agregan muchos jóvenes del comercio y demás gremios de Córdoba” (5).En los departamentos y también en la Capital, contaba además con la adhesión del antiguo federalismo, “que constituía en Córdoba la masa popular del nuevo partido autonomista nacional” (6). Los universitarios, “el núcleo de vanguardia, extremista y ardiente, activo y violento sostiene la enseñanza laica, el matrimonio civil y el divorcio, la separación de la iglesia y el Estado, el patronato real, la cátedra universitaria libre, la inmigración sin trabas, la venta de la tierra fiscal” (7), pero no da cabida en la programa, como se ve, al cruel aforismo del “laissez faire, laissez passer”.

AUTONOMISTAS Y CATÓLICOS

      Las cabezas dirigentes del Partido Autonomista Nacional, formado en 1874 por la unión del alsinismo bonaerense y los grupos provinciales que apoyaban la candidatura de Avellaneda, eran en Córdoba los hermanos Marcos y Miguel Juárez Celman, Antonio del Viso, Gregorio Gavier, Wenceslao Tejerina, Ambrosio Olmos, José Miguel Olmedo y otros.

     Del Viso, elegido gobernador en 1877 gracias a la decidida intervención de Roca, entonces jefe de la frontera del Sur, era un antiguo federa, miembro de la Convención de 1860 y hombre muy llegado a Miguel Juárez Celman. De éste, a su vez dice Terzaga: “Expresión de linaje español y criollo por las dos ramas, Juárez Celman resumía en sí las líneas tradicionales de la política argentina: de herencia unitaria por la rama paterna, y federal por la materna, se había educado bajo la influencia del abuelo Celman, alcalde de Río Cuarto, en quien confluían la tradición del liberalismo español y del federalismo criollo, maduro éste bajo los gobiernos de Bustos y López” (8)

     La llegada al poder de estos hombres -Juárez Celman sería ministro de Gobierno de Del Viso y luego él mismo gobernador por el período 1880-83- y las transformaciones introducidas en la vida social y política de Córdoba, producen un reacomodamiento de las fuerzas que hasta entonces actuaban en la   provincia. El autonomismo lleva iniciativas renovadoras en todos los niveles y en función de ellas toman posición los demás grupos.

     La gestación de la candidatura de Roca y la estrategia de apoyo a la federalización de Buenos Aires, que concluyen felizmente en el 80, les acarrea la oposición de los elementos filomitristas de la provincia , “reducidas por su número, pero importantes por su distinción e influencia”(9); el programa de secularización institucional les hace blancos de odio virulento del clero y de los sectores más conservadores. Así se puede ver juntos en el “poderoso grupo estatista, encarnación de la parálisis de las ideas” como le llamó Ramón J. Cárcano, a mitristas como el coronel Lisandro Olmos, el primer Jerónimo del Barco, Augusto López o Salustiano Zavalía; a viejos federales como San Millán, Guzmán o de Olmos, y a clérigos como Jacinto Ríos, Farloni, Mercado o Yañiz. Sus órganos de expresión, siempre agresivos, son el histórico “Eco de Córdoba” de los hermanos Vélez y “La Prensa Católica”.

     La oposición de los católicos y del clero en general no dejó de hostilizar ni un minuto a los gobiernos juaristas que se sucedieron del ochenta al noventa. Todas sus realizaciones fueron objeto de la ira ultramontana. El rector Manuel Lucero, por haber creado las Facultades de Ciencias Exactas y de Medicina y haber permitido la entrada de mujeres a la Universidad, era llamado “Doctor Lutero”. Se “fustigaba la creación de parques y jardines, el alumbrado público y las disposiciones de higiene urbana”. El Vicario Clara atacaba en una pastoral de 1884 el establecimiento de la Escuela Normal y prohibía a los fieles leer “El interior” -periódico juarista-, “La Carcajada” y “El Sol de Córdoba”, por su “carácter francamente impío y masónico”. Se desprestigiaba la erección del gran dique San Roque, difundiendo rumores disparatados sobre su debilidad y el peligro de invasión de las aguas; el ingeniero Casaffousth y el Doctor Bialet Massé, sus constructores, son reducidos a prisión y enjuiciados bajo el corto gobierno de Manuel D. Pizarro (1892-1893), católico y antirroquista.

 LOS DIRIGENTES DE RADICALISMO CORDOBES

     Sería precisamente de esos sectores reaccionarios de donde saldría la plana mayor del radicalismo cordobés en sus orígenes del Noventa. Leandro N. Alem, el caudillo del ala plebeya de la confabulación de aquel año, fue el encargado de sacar la cara por sus aliados mitristas, formando contacto con los grupos que en las provincias se oponían al gobierno autonomista nacional.

     En Córdoba, el más fuete y activo era el de los católicos. “En todas las provincias -dice Gabriel del Mazo- se constituyeron comités, dando un inusitado carácter nacional al gran movimiento que iba organizándose en la ciudad de Buenos Aires, como que el doctor Alem, aun con anterioridad al mitin del 13 de abril (constitución de la Unión Cívica) había entrado en comunicación con hombres del interior: Delfín Leguizamón, de Salta; Santiago Gallo, de Tucumán; Guillermo Leguizamón, de Catamarca; Mariano Candiotti, Agustín Landó y Lisandro de la Torre, de Rosario; los señores Atalda y Román, de Córdoba…” (10).Poco después, a través de Miguel Becar Varela, tomaría contacto con el Dr. Juan M. Garro.

     ¿Quiénes son estos hombres del primer radicalismo cordobés, del radicalismo pre-irigoyenista, por decir así? Veamos: Heraclio Román había sido en 1884 delegado por la Asociación Católica de Córdoba a la “Primera Asamblea de Católicos Argentinos”, preparada por el orador pío José Manuel Estrada en el curso de sus luchas contra las reformas liberales de Roca. Cuatro de los 13 convencionales enviados por Córdoba a la 1° Convención radical de agosto de 1891 -J. M. Garro, Fernando García Montaño, Ángel Ferreira Cortez y Ángel Pizarro Lastra (estos dos de la Asociación Católica de Río Cuarto)-  habían revestido el mismo carácter que Román siete años atrás. Dos miembros de las Convenciones posteriores, Temístocles Castellanos y José María Ruiz, habían integrado la fórmula de candidatos a Gobernador y Vice proclamada por los católicos después de la caída de Marcos N. Juárez en 1890; el primero se hallaba vinculado a la Orden de los Salesianos, lo mismo que García Montaño. El doctor Garro, integrante de la fórmula presidencial de 1891 que encabezaba Bernardo de Irigoyen, había sido presidente de la Asociación Católica cordobesa, Vice-presidente 2° de la Asamblea del año 84 y hasta hacía seis meses co-propietario con el presbítero Jacinto Ríos del periódico clerical “El Porvenir”. Uno de los directores del diario “La Libertad”, vocero del radicalismo en la provincia, el Dr. Abraham Molina, era a la vez dirigente de la “Unión Católica”. Del resto de los hombres de primera línea, uno era el presbítero Eleodoro Fierro y el otro el Dr. Aníbal Pérez del Viso, miembro también de la “Unión Católica”.

     A ellos se sumaban un grupo de comerciantes de la capital, como Luis Santillán Vélez, uno de los fundadores de la Bolsa de Comercio local, grandes propietarios como Osvaldo Vélez, José María Piquet y Crisólogo Oliva, que diez años después sería el primer presidente de la Sociedad Rural del Córdoba y algunos liberales pro-mitristas, como el Dr. Pedro C. Molina. Co-propietario de “La Libertad”, Molina pertenecía al círculo de los amigos de Alem, al cual estaba unido -ice su biógrafo- “por lazos indiscutibles de afecto y amistas”. “Conocía perfectamente el francés, que traducía y leía con toda corrección, -agregaba el mismo autor- y escribía en él sesudos trabajos que iban a parar a importantes revistas de Europa que requerían sus colaboraciones. Individualista por convicción por carácter, al estilo anglosajón, le preocupaba hasta quitarle el sueño el avance desordenado del socialismo”(11). Su credo económico era el librecambismo a ultranza. Este hombre y sus seguidores serían los encargados de dar el toque de “civilidad” al alzamiento clerical que la Unión Cívica promovió en mayo de 1891 como un eco tardía de la Revolución del Parque.

     Como en Buenos Aires, la nueva agrupación amalgamaba a todos los resentidos por la orientación liberal de los gobiernos juaristas y a los perjudicados por la crisis económica del Noventa que siendo un fenómeno internacional era insensatamente atribuido como responsabilidad personal al presidente Juárez Celman y su círculo. Acertó Alem cuando el 23 de septiembre de 1891, desde los balcones del “Hotel de la Paz”, con voz tonante y gesto grandilocuente definió al movimiento en marcha en Córdoba como “una verdadera cruzada de monjas y laicos”, dispuesta a “reconquistar el santo sepulcro de las libertades argentinas de las manos infieles del unicato”. El tribuno porteño sabía cuál era su público y cómo hablarle. Sin embargo, el componente principal del radicalismo, el que daba homogeneidad al conjunto, no eran los “laicos, “sino los “monjes”, los católicos de la capital, donde las familias piadosas eran numerosas e influyente. Así resulta comprensible que en 1892, al elegirse los candidatos a gobernador y vicegobernador de la provincia, Molina fuera derrotado por el ala clerical “en la convención del partido por la deleznable razón de que se lo consideraba liberal… Resultó electo el Dr. Temístocles Castellanos, hermano del obispo”.(12)

     La campaña permanecía en su mayor parte fiel al Partido Autonomista Nacional. Los radicales sólo consiguieron organizar algunos núcleos partidarios en los centros urbanos más importantes. En Río Cuarto, segunda cuidad de la provincia, se constituyó un pequeño grupo encabezado por Alfredo Nolasco y Emiliano Iruzeta, que se expresaba a través de “El Radical”, semanario aparecido en junio de 1891- Los civiles mitristas, ala acuerdista de la recientemente dividida Unión Cívica, tenían a su frente al Dr. Tomás Soaje y a don Andrés Terzaga, que logró la intendencia riocuartense en las elecciones del año siguiente.

     En Villa María, el centro político del radicalismo surgió bajo la presidencia de Federico Freytes, poderoso terrateniente de la zona y futuro empresario colonizador en Juárez Célman y Tercero Arriba.

LA ABSTENCIÓN TRANSFORMA EL RADICALISMO

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 Después de la revolución que en 1893 dirigió Irigoyen en varias provincias – que en Córdoba fue impedida por Pizarro antes de que estallara- la acción cívica entró en una marcada atonía en todo el país. “Superada la crisis Baring, renació la prosperidad en el país, volvieron a afluir los capitales extranjeros y a expandirse las exportaciones”(13) El radicalismo, disminuido por esta circunstancia exterior irreducible, por las muertes de Alem y Aristóbulo del Valle y por el enfrentamiento entre el sector “hipolista” intransigente y los conciliadores encabezados por Bernardo de Irigoyen, sufrió un proceso de progresiva parálisis y disolución. El único Comité que conservaba un funcionamiento orgánico, el de la provincia de Buenos Aires, inspirado por Hipólito Irigoyen, predicaba la abstención absoluta. Esta línea de conducta, observada estrictamente por sus seguidores, resultarán en cambio insoportable para quienes habían concebido al radicalismo como un simple instrumento electoralista, una base para el asalto de las posiciones. En Buenos Aires, el núcleo de los viejos alemnistas que rodeaban a don Bernardo fue el primero en transigir, proporcionando al “régimen” ministros y gobernadores. En 1902, el flamante Partido Republicano, nombre que habían tomado los mitristas, absorbió en varias provincias a elementos disconformes del radicalismo. Admite Del Mazo que “grandes figuras del Radicalismo, inclusive fundadores del año 1891 y revolucionarios del 1893, por haberse plegado a ese tipo de procedimientos (los del “acuerdismo”), insensiblemente fueron pasando a ser jefes del conservadorismo y hasta destacados cómplices del fraude”.

     La fracción bernardista, verbigracia, fue la que hizo gobernador de Buenos Aires a Marcelino Ugarte en 1902. A tal extremo había llegado el proceso de asimilación del ala oligárquica del radicalismo en el aparato político oficial que Pellegrini, poco antes de morir diría en el Congreso: “…aquel gran Partido Autonomista Nacional a que he tenido el honor de perteneces, no lo veo en ninguna parte. Veo aquí cobijándose bajo ese nombre a ciudadanos que en otras épocas nos hemos visto frente a frente, cuando levantaban la bandera radical intransigente y amenazan incendiar la República” (bis13).

     Dos radicales de gran notoriedad, Damián Torino y Rodríguez Larreta, fueron ministros nacionales de Quintana y su sucesor José Figueroa Alcorta atrajo a su vez, en el mismo carácter, a Iriondo y Eleodoro Lobo. Santillán y Correa fueron gobernadores bajo la misma presidencia y diputados Adolfo Saldías, Mujica y Mariano Demaría. En San Luis, el Dr. Adaro fue elegido primer mandatario de esa provincia con el apoyo de los hombres del régimen. Años después -en 1909- abandonan también el partido los “azules” de Leopoldo Melo, preformación del Radicalismo “antipersonalista” de Buenos Aires.

     El mismo fenómeno de selección se produce en Córdoba.

     En 1902 numerosos radicales habían engrosado la rama local del Partido Republicano mitrista, cuyo presidente honorario era el Dr. Pedro C. Molina, prestigioso jefe del radicalismo. Entre ellos se contaban  Julio Deheza, Agustín Garzón Agulla y algunos jóvenes que, como Elpidio González, se adhirieron “en vista del bello y valiente programa” del partido, pero que renunciaron no bien advirtieron que la fórmula presidencial proclamada -Udaondo-Uriburu- era prototípicamente oligárquica; se reincorporaron al radicalismo y actuaron valientemente en la Revolución de 1905. Los demás en cambio, no volvieron sino cuando el levantamiento de la abstención les dio ocasión de ocupar sin riesgos las funciones públicas. Uno de ellos es el propio Dr. Pedro C. Molina, que reincorporado en 1903, se separa en 1909 rompiendo con Irigoyen en medio de una resonante polémica periodística, para reaparecer como diputado nacional en 1912. Por la misma época, el grupo de amigos de Garro y Manuel Vidal Peña se une a otros católicos para apoyar la gestión de Figueroa Alcorta y preparar la candidatura de Roque Sáenz Peña; el primero sería luego su Ministro de Instrucción Pública y Vidal Peña el vicegobernador del mandatario “figueroaísta” Feliz T. Garzón (1910-1913). Por último Abraham Molina organiza en 1912 el movimiento de los “Radicles Principistas”, antirigoyenistas declarados, cuyo manifiesto firman Guillermo Stuckert, Enrique calvete, Belisario Ríos, Juan M. Albarenque, Honorio Godoy, Alfredo Zabala Ortiz, Aquiles Villalba, Marcelino Peñalosa, Ramón Moreno, José Lezcano, Tomás García Montaño, Gregorio Vélez y Alfredo Brocca. Así, la abstención revolucionaria servía para purgar al radicalismo intransigente de sus elementos oportunistas e inconstantes.

     En compensación, muchos sectores populares y criollos provenientes del autonomismo, o del federalismo a través de aquél, iban llenando los claros que las deserciones dejaban en las filas partidarias. La nómina de quienes desde principios de siglo pasaron a integrar el partido de Irigoyen pone de relieve el cambio que se estaba produciendo en las filas del radicalismo de Córdoba. Eran ahora familias federales enteras las que apoyaban la causa irigoyenista en los departamentos serranos y en los viejos distritos “anejos” a la capital, como los Castellanos, Torres, Funes Garay, Segura, Merlo, Andrada y Recalde, De San Alberto y San Javier, los Quinteros, Soria, Olmos, Molina y Jaime, de Punilla; los Arribilliaga, Gigena, Sárfield y Sánchez Buteler, de Calamuchita; los Moyano, Arguello y Luque, de Río Segundo; los López, Arias y Cevallos, De Tercero Abajo y tantos otros cuyos nombres no han guardado las crónicas(14).

      En la revolución de 1905 participaron Ireneo de Anquín, Pablo Celestino López, Félix Torres Altamira, Román Ávila, Justiniano Torres, Esteban García, Diógenes Hernández, Carlos Lezcano, Leopold Cevallos, Pedro Pedernera, Wenceslao Carranza, Antonio Olmedo, Regino P. Lezcano, Santos C. Moreno, Ignacio Arguello, Lucas Vázquez González, Justo R. Cáceres, Manuel López (H), Carlos Flores Pintos, todos vinculados por sus antecedentes al extinto partido Constitucional o “ruso”, como se llamó al federalismo democrático de Córdoba. De la misma raigambre era uno de los miembros de la Junta Revolucionaria, Elpidio González, luego vicepresidente irigoyenista con Alvear. Su abuelo había sido ministro del gobernador Manuel López “Quebracho” (1838-52) y su padre actuó después de Caseros como aliado del caudillo federal Simón Luengo, para hacerse finalmente radical como su hijo; en ese carácter intervino en las revoluciones radicales de 1893 y 1905. En el sudesde, en Bell Ville, actuó el legendario capitán José María Lara. Antiguo fortinero en el Chaco, bohemio y poeta, irigoyenista que arruinó su brillante carrera militar para servir en las patriadas al radicalismo, el capitán Lara “exhibía con orgullo su libreta cívica, sin un solo voto mientras su partido se mantuvo en la abstención” (15).

     El jefe que comandaba todos estos hombres, el Comandante Daniel Fernández tenía en claro sus orígenes cuando, en vísperas del estallido, los arengó diciéndoles: “¡Soldados: vamos a realizar una cruzada trascendental! Para la argentinidad próxima a morir, que es el reverso de Caseros y Pavón”!

     En Buenos Aires, Hipólito Irigoyen había rechazado el apoyo del Partido autonomista bonaerense, acaudillado por Sáes Peña y Pellegrini, que se había distanciado de Roca en 1901. En Córdoba, por el contrario, su aporte fue decisivo para el breve triunfo de la revolución radical en esta provincia, ya que “la gran mayoría de los oficiales sublevados eran “pellegrinistas”, como lo reconocieron el general Pedro Grosso Soto (entonces teniente primero) y el capitán Ramón Tristany, actores en los sucesos revolucionarios”(16) . Provenían también del autonomismo los hombres del Norte de la provincia recientemente incorporados al partido como los Islas, los Juncos y los Loza, de Río Seco, Tulumba y Sobremonte.

     Don Fabriciano Martínez, que actuó en santa Fe, era hijo del jefe del Club político juarista “La Cadena” de Córdoba, y muchos guapos “cadeneros” del temido barrio el Abrojal, en la capital de la provincia, se harían también radicales con el tiempo (17).

      Digamos, por último, que el célebre José Gabriel Brochero, el “cura gaucho” de las serranías cordobesas, amigo de Juárez Celman desde la infancia y autonomista confeso, se hizo irigoyenista en 1912 y “escribió cartas a sus amigos de Traslasierra, pidiéndoles su voto para los candidatos del radicalismo…”(18)

     En la capital de la provincia, se le incorporaban aquellas capas medias promovidas por el desarrollo del comercio, las profesionales, los oficios y el aparato administrativo que se había operado a partir de la era roquista desbordando los marcos de la cuidad burocrática y académica.

     Al advenimiento de la ley Sáenz Peña el radicalismo de Córdoba se había transformado en un partido popular merced a este trasvasamiento molecular, sin alcanzar empero las dimensiones de otras provincias, porque en ésta las nuevas generaciones liberales y vastas capas criollas de la campaña y de la capital seguían respondiendo a las facciones autonomistas.

 LA CRISIS DEL PARTIDO AUTONOMISTA

     Mientras el radicalismo crecía y se transfiguraba, el partido autonomista de Córdoba entraba en crisis y se dividía en fracciones enconadamente rivales, que sólo volverían a encontrar su unidad en el Partido Demócrata. A él afluirían también otras tendencias conservadoras, pero en lo fundamental este partido proviene del Autonomismo Nacional, cuyo prestigio en la provincia se había fundado no sólo en la política nacional de Ochenta, sino en la obra de progreso y modernización cumplida por los gobiernos juristas. (no sería Juaristas?) “Es el fundador de la Córdoba moderna”, escribiría Ricardo Rojas refiriéndose a Miguel Juárez Celman.

     Por espacio de más de una década, el autonomismo cordobés que él acaudillaba habíase presentado como una entidad política relativamente sólida. Las primeras escisiones aparecerán recién con su ascenso a la presidencia de la República y culminarán bajo la administración de Figueroa Alcorta, un antiguo juarista.

     El desencadenante de la primera crisis serán las aspiraciones hegemónicas de Juárez. Es el presidente y quiere ser simultáneamente el jefe “único” del partido oficial, desplazando de la conducción al general Roca. Como el gobernador de Córdoba, Olmos responde al ex presidente, los juaristas lo destituyen mediante juicio político en 1888, elevando al primer sitial de la provincia a su hermano Marcos Juárez, caudillo de gran popularidad. Desde entonces habrá “juaristas” y “roquistas” en el autonomismo local, aunque el predominio de los primeros será efímero. La crisis halla su solución en el reacomodamiento de fuerzas que significa el desplazamiento de la hegemonía política del juarismo al roquismo: el Noventa contempla la caída de los Juárez y produce -después del breve interregno de Manuel D. Pizarro- el retorno de los seguidores del Conquistador del Desierto, que dominarán en la vida publica de la provincia por largos años. “Córdoba es todavía netamente roquista”, escribiría Ramón J. Cárcano a Roque Sáenz Peña en 1908.

     Pero es precisamente en ese año que comienza a resquebrajarse el control de Roca sobre la provincia mediterránea. José Figueroa Alcorta, que había sido gobernador en 1895-1898, está decidido a imponer como sucesor a Roque Sáenz Peña y destruir las situaciones provinciales que se le oponen. Envía la intervención a Córdoba y obliga a renunciar al Dr. Ortiz y Herrera, mientras sus amigos del Partido Autonomista constituirán la “Unión Provincial” con el aporte de viejos juaristas y de núcleos católicos (Garro, Vidal Peña, Manuel E. Río, Segundo Dutari Rodríguez), calificados por el roquismo de “beatos calzonudos y pasados” en publicaciones de inusitada violencia. Juaquín V. Gonzáles, el talentoso Ministro del Interior de Roca, intenta reorganizar las fuerzas que aún continúan fieles al ex presidente, pero no lo consigue. Parte de su herencia es recogida por el nuevo Partido Constitucional que impulsa desde las alturas el gobernador sáenszpeñista Félix T. Garzón; por el moribundo P.A.N. de Vivanco y Julio a. Roca (h), e incluso por el radicalismo, adonde irán a recalar nuevos adictos, como el Dr. Carlos J Rodríguez.

     Así, cumplido su objetivo histórico, sobrevivido como una máquina electoral dirigida a controlar el poder por el poder mismo, el roquismo se disgrega. Desaparecido el aglutinante de una gran política nacional, afloran sus tendencias centrífugas y las contiendas facciosas por el control de los gobiernos provinciales, las candidaturas y el aparto partidario pasan a primer plano.

     Y sin embargo, esta división del partido que por un cuarto de siglo había imperado en el país era ahora un anacronismo, ya no se justificaba.

     Las diferencias entre Roca y Mitre, obviamente, reconocían bases objetivas bien claras. Uno representaba el interior postergado y s voluntad de abrirse paso a la modernidad y a los grupos capitalistas nacionales que recién nacían. El otro era el auténtico jefe de la oligarquía porteña, miope, egoísta y soberbia. También tenía bases materiales concretas el distanciamiento que separó a roca de Juárez Celman en 1889, desde el momento en que éste como abogado y estanciero, pasó a reflejar la rápida fusión de los intereses del Sur de Córdoba  -a los que se hallaba ligado- con la oligarquía bonaerense, mientras que el primero todavía encarnaba una alternativa mas nacional.

     Esto había sido así, pero desde la década del Noventa lo era cada vez menos: “A partir de 1890 -dice León roca- la clase dirigente argentina tenderá a constituir un bloque cada vez más unificado y los puntos centrales del conflicto no se plantearán en su interior, sino en relación con los crecientes sectores medios”(19). Por ello, las diferencias y reyertas que desde largos años agitaban a roquistas, autonomistas disidentes, autonomistas a secas (pellegrinistas), “independientes” católicos, figueroístas y constitucionalistas no reconocen un fundamento profundo, una diferencia de clases y de intereses sustancial. Todas eran facciones del régimen, “figuraciones y desfiguraciones” como las llamó Irigoyen. Disputaban entre sí, pero no expresaban sino matices de una misma orientación, cuya alternativa no se encontraba dentro sino fuera de ella, en el radicalismo.

 LA FRUSTRACIÓN DE LA EXPERIENCIA ROQUISTA

     El roquismo, cumplida su tarea histórica de darle al país su capital natural y su organización definitiva, perdería su temple nacional. La oligarquía asimilaría rápidamente, ideológica y socialmente a todo el patriciado que constituía la élite dirigente y el apoyo inmediato del partido de Roca. Juárez Celman prestigiaría la funesta doctrina de que “el Estado es mal administrador” y el mismo Roca realizará acuerdos equívocos con Mitre después de su primera presidencia. A su muerte, el roquismo estaba aniquilado como tendencia nacional y sus banderas habían pasado a manos de Hipólito Irigoyen.

     En base a esa frustración operaba una doble causa; la penetración imperialista y la consolidación final de la oligarquía terrateniente, al compás del crecimiento de la economía capitalista agraria, que conocía un asombroso desarrollo bajo los gobiernos roquista.

     La oligarquía terrateniente y vacuna se enriquece sin esfuerzos merced a su control monopólico de las praderas más fértiles del mundo. El aumento de la demanda exterior, la puja de los inmigrantes por acceder a la propiedad agraria y la extensión de los ferrocarriles valorizan enormemente sus tierras y las del patriciado de provincias, hasta entonces marginales. Las viejas familias ganaderas abandonan sus estancias para vivir de sus rentas cuantiosas en la ciudad que van dejando de ser “la gran aldea” que pintara lucio V López, mientras la burguesía comercial de Buenos Aires y de las grandes ciudades provinciales vive sus horas más gloriosas. La expansión del comercio de exportación llena sus arcas y un rápido acercamiento se produce entre todos los sectores directa o indirectamente beneficiados por él. Un afán por las exquisiteces del arte y de la moda europea, por la modernización edilicia, por el boato y la ostentación, invade a la aristocracia porteña, la del interior, más tradicionalista, se adaptará menos fácilmente al europeísmo en boga, pero no dejará de hacerlo. Todo era el resultado de esa prosperidad que no parecía tener fin.

     En el curso de dos décadas se contempla la sustitución de una estructura por otra. Bajo el impacto de este trastocamiento gigante, veloz y repentino, el roquismo se desdibuja. Subyugada por el fenómeno y enriquecida por él, la plana mayor del roquismo, sus intelectuales, sus jefes militares, sus políticos el patriciado de provincias, pierden su orientación nacional. La Argentina industrial de Pellegrini es meramente un proyecto; la realidad estará representada por el torrente de riqueza creado sin cesar por las pampas húmedas. ¿Quién podía pensar en quimeras en momentos semejantes?

     El capital nacional, como cualquier capital, sólo se guía por la mayor tasa de ganancia; no podía, lógicamente, derivar hacia el sector industrial de incierto futuro, sino a las actividades agropecuarias o mercantiles conexas.

     El imperialismo, por su parte, no venía a industrializar, sino a estimulas la satisfacción de sus necesidades internas y a efectuar fáciles ganancias con los empréstitos y las concesiones de servicios.

     En cuanto al Estado, invertirá la renta aduanera tan duramente conquistada en construir la infraestructura del capitalismo agrario en el litoral. Y en llevar el progreso y la modernización a las provincias interiores. Se construirán ferrocarriles, caminos, puentes, puertos en el litoral atlántico y fluvial, muelles en la Patagonia, edificios públicos en todos lados; se balizarán y canalizarán los ríos; se instalarán obras sanitarias y agua corriente en las capitales de provincia; se adoquinarán sus calles; se las proveerá de museos, escuelas normales y hospitales, pero no se crearán desde el “centro del Estado” -como decía Mariano Moreno en su Plan de Operaciones- las bases materiales de un régimen capitalista moderno y autónomo. Se protegerá por unas décadas las industrias de transformación y de artículos de consumo inmediato, pero no se encarará la tarea de levantar una industria nacional de hierro y del carbón. Por el contrario, Roca dirá en su mensaje al congreso de 1899: “Debemos esforzarnos por aumentar en cantidad, calidad y precio aquellos productos que tiene fácil aceptación en el extranjero, y abstenernos de proteger industrias efímeras”(20).  Los anhelos del “Club Industrial” de Hernández, Oroño, Amancio Alcorta, Vicente Fidel López, Estanislao Cevallos, se desvanecerán antes de intentarse siquiera.

     No podía ser de otra manera. El programa de una economía industrial moderna había sido viable hasta el momento en que el imperialismo aparece en la Plata y establece su alianza con la oligarquía sobre la base de la expansión agropecuaria. A partir de ese preciso instante se vuelve quimérico. La producción agraria se eleva, durante la presidencia de Juárez en un 750% en tres años; la masa de ingresos que brinda a gobiernos y particulares posibilita un gigantesco desarrollo de los transportes y los servicios de todo tipo. La economía agraria, cuyos beneficios eran tangibles y abundantes, y no la industrial, aparecía a los ojos del liberalismo roquista como la más conveniente al país. Roca no intenta cambiar el esquema importador-exportador, sino realizar, a través del gasto público, una distribución mas nacional de las riquezas que tan pródigamente engendraba el sistema. Él y su generación no podían adivinar, “porque la prosperidad lo enceguecía todo”, que esa actitud hipotecaba el futuro cambio de una modernización fundada sobre arena.

     Colocada sobre el filo de dos épocas, insuficientes los focos de resistencia nacional en que se apoyaba, la generación del 80 -el alma del roquismo- “se aburguesó rápidamente”, como escribe Ramos, aunque sería más preciso decir que se “oligarquizó” rápidamente. A la vuelta de veinte años, en efecto como también indica Ramos “nadie podía discernir alguna diferencia entre oligarquía y patriciado”. Habiendo perdido su carácter nacional y conservando sólo su liberalismo, nada obstaba a que el roquismo se hiciese conservado fusionándose a los restos del partido mitrista. Por eso, en 1901, en pleno Senado, Miguel Cané adhiere fervorosamente a la idea de un homenaje público a Mitre en su 80 cumpleaños, y Pellegrini defiende la imposición de su nombre a la antigua calle Piedad. Apoteosis del hombre-símbolo de la oligarquía porteña este suceso es simultáneamente la partida de defunción del roquismo histórico. Sin pueblo, se sobreviviría aún por algunos años como una mera máquina de poder.

      Su drama había sido querer fundar una política nacional sobre bases materiales insuficientes justo en el instante en que ellas eran abrumadas y corroídas por una nueva y dinámica estructura que no toleraba -porque no necesitaba- una política de ese orden. El suelo se deslizó literalmente bajo los pies del roquismo y lo precipitó en los brazos de la oligarquía.

 LOS ROQUISTAS SE HACEN OLIGARCAS

     En Córdoba, los roquistas se deslizarán por la misma pendiente que sus adversarios de ayer; se harán abogados de las compañías extranjeras, grandes estancieros, empresarios colonizadores, lo mismo que los antiguos amigos de Juárez, los partidarios de Figueroa, los miembros de las familias católicas que habían enfrentado al juarismo, los escasos admiradores de Mitre y los diferentes políticos independientes.

     Juárez Celman, que en 1876 le escribía a Roca que no quería ser ministro para no “desatender la profesión, pues vivo de ella”, adquiere una estancia en Arrecifes, en una de las zonas más prósperas de Buenos Aires, pero Roca hará su fortuna poblando de ganados la suya en “La Larga”. Adquirirá también en Ascochingas en Córdoba, la estancia “La Paz”, que agrandará comprando otras dos vecinas. Ramón J. Cárcano, aquel hijo de un inmigrante lombardo músico de profesión, se hará estanciero en las cercanías de Villa María y dueño de miles de valiosos animales de raza.  En el Sur, por los alrededores de Rio Cuarto, La Carlota y Bell Ville, los rieles que el Central Argentino, el Gran Sur y el Pacífico comienzan a tender a partir de 1886 y las colonias que en la década siguiente se establecen en la zona, valorizan las tierras que hasta hace poco eran dominios del ranquel. Los precios de los campos aumentan el 750% entre los años 1883 y 1888 y sus propietarios se encuentran millonarios de la noche a la mañana.  En Laboulaye, las tierras que el gobieno remata en 1880 a 31 centavos la hectárea, valen 35 pesos en 1903 y 60 en 1905. Ambrosio Olmos, que en 1861 abandonara Córdoba como simple empleado de comercio para establecerse con negocio de “frutos del país” en Achiras, es ahora el terrateniente más poderoso de la provincia: 300.000 hectáreas al sur del Río Quinto, región ésta en la que los terratenientes cordobeses colindan con las vastas  propiedades adquiridas por los ganaderos bonaerenses: el rochista Vicente Chas, el mitrista Guillermo Uduondo, Dardo Rocha, Carlos Guerrero, Bunge, Echegoyen, y más al Norte con las de Leonardo Pereyra Iraola, Duggan, Cobo, Newton, Victorino de la Plaza, José Evaristo Uriburu, Patricio Linch Pueyrredón, Bernardo de Irigoyen, Ayerza, Santamarina, etc. Los Araya, caudillos autonomistas de Marcos Juárez, tienen gran número de colonias y decenas de arrendatarios, lo mismo que el Dr. Julio Deheza -rector de la Universidad y dirigente católico- y otros miembros de la aristocracia doctoral. Isaías Gil, ex ministro provincial de Juárez Celman, es dueño de la gran estancia “La Isaia”. Alejandro Roca, hermano del general, es un influyente hacendado del Sur -75.000 hectáreas- y el primero en Córdoba en exportar en pie a Europa. Wenceslao Tejerían, presidente del Partido Autonomista Nacional, es el poseedor de “La Ermila” y “santa Catalina” en Río Cuarto y fundador del Club social de Córdoba. El ex gobernador Marcos Juárez, su frustrado sucesor Luis Nevol, José Bianco, Cleto del Campillo, Belisario N. Ortiz, Pablo Rueda, Manuel Espinoza, Delfín Vieyra, Ernesto Casas, Carlos Bouquet, Ferreyra, Acosta, Centeno, son todos grandes estancieros, como lo son los dirigentes católicos Nemesio Gonzales, Pedro Funes Lastra o santiago Díaz. José del Viso, que en 1884 dirigiera con Cárcano el diario juarista “El interior” y presidiera el Club Liberal, es dueño de la “santa Rita” y desde 1896 abogado de la Compañía de Luz y Fuerza, empresa yanqui con sede en Nueva York. En realidad, no hacía una profecía sino una descripción de su propia época el ingeniero Manuel E. Río cuando, tres años más tarde, en un homenaje rendido a Bouquet decía que “un estanciero ilustrado laboriosos y emprendedor representará más, muchísimo más en influencia, consideración y prestigio, que cualquier caudillo de nuestra política doméstica”(21).

      El torrente de prosperidad que brota del sistema agroexportador en construcción inunda también a todas las clases dominantes de Córdoba y lima las antiguas diferencias. Las polémicas que habían separado a los partidos pierden su razón de ser. Los autonomistas abandonan su sentido nacional y conservan sólo un liberalismo puramente anticlerical, las instituciones laicas cuya consagración fue un día revolucionaria, son ahora engranajes del Estado que nadie discute. El transcurso de los años borra los agravios y los católicos -que, en el Norte  sobre todo, tienen intereses bien terrenales. No rehuyen ya la asociación política con los herejes de antaño. Las diferencias en materia religiosa dejan la esfera pública y pasan a ser asuntos “de conciencia”. Ya para 1898, declara Carlos R. Melo, roca había conseguido en Córdoba “atraer al grupo católico conservador que más le había combatido”(22), Nicolás Berrotarán, católico conspicuo, profesor de derecho que en 1884 fuera dejado cesante por su adhesión al Vicario Clara, aceptará en 1901 ser el vice gobernador del roquista José Manuel Alvarez; en 1912, el general Roca, que había sido el principal factor de la ruina de la candidatura presidencial de Cárcano en el Noventa, le visita en la estancia de don Pablo rueda y logra su apoyo para que su hijo sea ungido diputado nacional por Córdoba.

      Es que ahora son todos conservadores.

    La aristocracia cordobesa en el curso de la expansión de la economía agrícola-ganadera se fusiona completamente a la oligarquía porteño-bonaerense. Esa evolución estaba contenida en germen en la naturaleza misma del roquismo cordobés. Históricamente el autonomismo nacional dio un nuevo cauce a las viejas aspiraciones del interior, pero las capas populares que las profesaban no participaron activamente -si se exceptúan las movilizaciones armadas contra Tejedor en el 80- en la elaboración y el sostenimiento de la política del roquismo. Las masas constituían el apoyo pasivo de los sectores dinámicos que asumían de hecho la representación del conjunto. Esos sectores eran los de la incipiente burguesía manufacturera que Bialet Massé expresó mejor que nadie; el gran comercio urbano, en una alta proporción en manos de extranjeros liberales y autonomistas, como Pedro Senestrari; y los hacendados del Sur que -como Olmos, -Alejandro Roca y Tejerían, puntales económicos y políticos del general Roca desde la primera hora- había abandonado el arcaico sistema de la ganadería criolla para sustituirlo por haciendas capitalistas fundadas en el trabajo asalariado, la mestización de los ganados, el uso del alambrado y la construcción de molinos, edificaciones y aguadas artificiales par la producción mercantil. Con mucho, este último sector era el más amplio y poderoso de los tres y su rápida inserción en la economía exportadora dependiente del mercado mundial involucró la del roquismo en el sistema político de la oligarquía bonaerense, sociagerente y hacedora del nuevo orden agropecuario. En el segundo gobierno de Roca, hace ya tiempo que la aristocracia de Córdoba ha dejado de representar el conjunto de los intereses del interior frente a Buenos Aires. Sólo representa los suyos propios, ajenos a los de las clases medias y populares que buscan en el radicalismo un nuevo eje de reagrupamiento.

     En estas circunstancias, las luchas entre los diferentes grupos de la oligarquía cordobesa -ya podemos llamarla así en 1912- son meramente facciosas; no reconocen como fundamento diferencias sociales profundas. Ello explica que al sobrevenir la ley Sáenz Peña, enfrentadas al peligro de un triunfo del radicalismo, todas las facciones se unifiquen en un solo partido.

  Notas:

  1. Jorge A. Ramos, Revolución y Contrarrevolución de la Argentina, T. I., Pág. 308 Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1965.
  2. Juan Carlos Agulla, Eclipse de una aristocracia, Ediciones Libera, Buenos Aires, 1968, Págs. 30 – 31.
  3. Ídem, Pág., 28
  4. Manuel E. Río, Córdoba, su fisonomía su misión. Edit. Universidad de Córdoba, Córdoba, 1967, Pág. 108.
  5. Ramón J. Cárcano, Mis primeros Ochenta años, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1944, Pág. 57.
  6. Carlos R. Melo, Los Partidos políticos Edit. de la Universidad de Córdoba, Córdoba, 1970, Pág. 152.
  7. Ramón J. Cárcano, op. cit., Pág. 57.
  8. Alfredo Terzaga, Geografía de Córdoba, Edit. Assandri, Córdoba, 1963, Pág. 158,159.
  9. Ramón J. Cárcano, op. cit., Pág. 52.
  10. Gabriel del Mazo, El Radicalismo, Editorial Raigal, Buenos Aires, 1952. Pág. 55.
  11. Leopoldo Velazco, Pedro C. Molina, caballero de la democracia, Imprenta Rossi, Argentina, Córdoba, 1947, Pág. 113.
  12. Ídem, Pág. 107.
  13. Luis Alberto Romero, “El Radicalismo”, Editorial Carlos Pérez Editor, Buenos Aires 1969, Pág. 25
  14. Gabriel del Maso, op. Cit. Pág. 91/92.
  15. Citado por Carlos Ibarguren, La Historia que he vivido, Eudeba, Buenos Aires, 1969, Pág. 196.
  16. Ricardo Caballero, Irigoyen. La conspiración civil y militar del 4 de Febrero de 1905, Editorial Raigal, Buenos Aires, 1951, Pág. 45.
  17. José María Maldonado Lara, “La Voz del Interior”, Córdoba, 2 de agosto de 1970.
  18. Ángel A. Vargas, “Hechos y circunstancias de 1905”, La Voz del interior, Córdoba, 5 de febrero de 1966.
  19. Efraín U. Bischoff, Historia de Córdoba”, Géminis Editorial, Tomo II Pág. 131 y 302, Buenos Aires, 1970.
  20. Efraín U. Bischoff, op. Cit., Tomo II, Pág. 246.
  21. León Roca, “El señor Germani, Rivadavia y el significado del roquismo” en Izquierda Nacional n° 2 (segunda época), Buenos Aires, mayo / junio de 1966, Pág. 30.
  22. Citado por José Arce, Cronología de Roca, Publicaciones del Museo Roca, Buenos Aires 1965, Pág. 123.
  23. Manuel E. Río, op, cit., Pág. 39.
  24. Carlos R. Melo, op. Cit., Pág. 280.
  25. “Los Principios”, Córdoba 27 de octubre de 1911, Pág. 2 (“Partido Oficial”).
  26. Miguel Ángel Cárcano, Sáens Peña. La revolución de los comicios, Buenos Aires 1963, Pág. 182.
  27. Ídem, Pág. 182.
  28. Miguel Ángel Cárcano, El estilo de vida argentino, Eudeba, Buenos Aires, 1969, Pág. 80
  29. Ídem, Pág. 81.
  30. Félix Sarría, “Semblanza de Ángel F. Avalos”, Revista de la universidad Nacional de Córdoba, marzo-junio  1965, Pág. 97.
  31. Carlos Moyano Centeno, “Ensayo de Diccionario Histórico Argentino”, R. N° 107 en “La Voz de San Justo”, San Francisco, 1955.