El «Sacro Imperio» económico alemán
Por Pierre Rimbert 06/08/2018
Introducción a cargo de Aurelio Argañaraz
A mi juicio, la divulgación del texto de Pierre Rimbert tiene en la Argentina un valor especial. Se añade al más obvio, pero no tanto, de saber que Europa, aunque no quería enfrentarse a Rusia militarmente, en el conflicto de Ucrania está muy lejos de ser una víctima de su adicción al bloque con EEUU, el hermano mayor del imperialismo dominante y su gendarme protector, ante cualquier intento de generar un cambio en la hegemonía global. La palabra “Europa”, en el párrafo anterior, precisemos, se usa para señalar al núcleo atlantista de la UE, liderado en sociedad por Alemania y Francia. Pero aún dentro de ese campo, menos genuflexo hacia el poder norteamericano que los países del área post-soviética, deben advertirse realidades que desnudan contradicciones sociales que eventualmente podrían fracturarlo. O que, aunque no lo destruyan irremediablemente, exhiben la existencia de una oposición de intereses difíciles de conciliar en momentos de crisis.
Empecemos por el asunto del valor particular que este examen tiene en nuestro país.
Sabemos que la Argentina fue una semicolonia del Imperio Británico, cuyas fértiles pampas le permitieron gozar de una prosperidad inusual. Nuestra elite oligárquica, educada en el culto de las instituciones inglesas –las cholulas expresiones del duelo por la reina Isabel II han sido, en estos días, una muestra acabada de que el conflicto en Malvinas no ha disuelto ese vínculo enfermo– y la cultura francesa, que más de una vez era más que nada afición a sus prostitutas, aupada por la cuantía del grupo inmigratorio del viejo mundo que migró a nuestras pampas, pudo crear un placebo de “antiimperialismo”; denunciador de tropelías yanquis en el Caribe y crítico de “la torpeza” norteamericana de nuevos ricos, admiraba la sutil diplomacia inglesa, capaz de invisibilizar el dominio británico y, para esta gente cultora de las formas, eso revestía suma importancia. Cabe aclarar que Albión logró su objetivo, hasta tal punto que al presentar el asunto en su enorme obra, Política Británica en el Río de la Plata, Scalabrini Ortiz decidió titular el primer capítulo “Descubrimiento del tema”. La Argentina ignoraba que la sanguijuela lo desangraba. Este desconocimiento no ha tenido fin.
El imperialismo, de tal modo, fue para los nuestros el imperialismo yanqui, mientras Europa era “el faro de la civilización”. Y no se trata sólo del pasado. Hace pocos años, al publicar un texto sobre el independentismo catalán, hubo entre los compatriotas algunos sorprendidos porque incluí a España entre los centros imperialistas ¡como si la banca ibérica, Repsol y otros buitres del mismo origen radicados en Argentina estuvieran en el país por razones distintas a las que atraen a otras firmas de las “economías avanzadas”. Consecuentemente, si se omite a Hitler y sus secuaces, nunca olvidados por la prensa occidental, la Alemania descripta en el trabajo de Rimbert es desconocida para nuestra gente, propensa a juzgarla como modelo de concordia entre el capital y el trabajo, para ensanchar la nación y el bienestar general, mirada que excluye la noción de que sus empresas extorsionan a sus obreros con emigrar las fábricas a un “patio trasero” del este europeo, inerme tras el derrumbe del “socialismo real”.
El tema de fondo es la lógica del capital
Pero, si se registra ese dato y recuerda, por ejemplo, la extorsión que practicaron las finanzas germanas para obligar a Grecia a someter a su población a un durísimo ajuste, so pena de ser expulsada de la Unión, nos invade más bien la impresión de que la empresa que Hitler impulsó por medio de la guerra encontró, pasada su derrota, militantes muy firmes, que lograron los objetivos del poder económico que impulsó al Führer, del dominio alemán sobre toda Europa. Eso sí, sin disparar un tiro. Desde luego, nadie subestimaría la diferencia entre usar el poder económico para someter a un país y someterlo militarmente, con el horror que la guerra trae aparejado. Pero en ambos casos, el objetivo de fondo, motorizado sin pausa por el capitalismo alemán que, asfixiado por la estrechez de “su” mercado nacional, necesita someter a una periferia, próxima o lejana, es invariable. Los crímenes de Hitler, entendido esto, sirven a la prensa del imperialismo “democrático” –la propaganda oculta el despotismo bárbaro que usa para ahogar las rebeldías en la periferia– para escamotear una verdad que debe ocultarse: la lógica expansiva y los atropellos europeo-norteamericanos derivan, antes que de la maldad de sus elites dominantes, de la naturaleza del capitalismo, un régimen de saqueo que nació y convive con el lodo y la sangre, como señaló Marx.
Baste lo dicho para dar la palabra a Pierre Rimbert, un periodista de Le Monde Diplomatique. Su texto nos anoticia sobre el avance alemán en Europa oriental, que ilumina su participación en el conflicto de Ucrania. Sólo resta aclarar que nuestra impresión es que Alemania hubiese preferido no confrontar con Rusia y someter a Ucrania sin desafiar abiertamente la seguridad del país gobernado por Putin. Esa tendencia es manifiesta en Merkel y podría prevalecer, en Alemania, el caso de que la prolongación del conflicto asfixie más a la economía de la primera potencia industrial de europea. En ese sentido, parece que la posición actual de los germanos responde, a regañadientes, al riesgo implícito en cuestionar la hegemonía de EEUU, gendarme mundial y eje de Occidente. Pero de allí a pensar que su papel en Ucrania es sólo genuflexión ante el poder norteamericano y la Europa atlantista es una víctima de esa adicción, media una distancia que el texto que el analista francés nos ayuda a recorrer.
Aurelio Argañaraz – Córdoba, 21 de octubre de 2022
El «Sacro Imperio» económico alemán
La fractura entre el oeste y el este de la Unión Europea (UE) no se reduce a la oposición entre democracias liberales y gobiernos autoritarios. Refleja una dominación económica de las grandes potencias sobre los países del antiguo bloque del Este, utilizados como reservas de mano de obra de bajo coste. Ya en la década de 1990, muchas empresas alemanas deslocalizaban su producción y la trasladaban a Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría.
Es un bonito cuento, una bonita historia: considerada en 1999 el «hombre enfermo de la zona del euro» (The Economist, 3 de junio de 1999), dicen que Alemania habría sanado milagrosamente gracias a las leyes de precarización del trabajo asalariado (leyes Hartz), que entraron en vigor entre 2003 y 2005. Cuentan que aquellas reformas restablecieron por sí solas la competitividad de las empresas, reanimado las ventas de Mercedes en el extranjero… y convencido a Emmanuel Macron de la necesidad de aplicar la misma receta en Francia. Error fatal.
«Para comprender el éxito de Alemania como exportador mundial», explica el historiador de la economía Stephen Gross, «hay que mirar más allá de sus fronteras. Porque este modelo se basa en una parte decisiva en el desarrollo de redes comerciales con los países de Europa Central y Oriental.» 1/ Y más concretamente en los intercambios económicos desiguales establecidos con Polonia, la República Checa, Hungría y Eslovaquia, un cuarteto bautizado con el nombre de Grupo de Visegrado. Desde hace un cuarto de siglo, la rica Alemania practica con sus vecinos, en efecto, lo que hace EE UU con sus fábricas instaladas en México: la deslocalización de proximidad.
Sólidamente establecidos entre el IIº Reich de Otto von Bismarck y el imperio de los Habsburgo a finales del siglo XIX, los intercambios económicos privilegiados entre Alemania y Centroeuropa no datan de fecha reciente. Limitados durante la guerra fría, se reanudaron en la década de 1970 en forma de cooperaciones industriales, tecnológicas y bancarias, al amparo de la Ostpolitik (1969-1974) emprendida por el canciller socialdemócrata Willy Brandt. La caída del muro de Berlín marcó la hora del banquete de las fieras. Desde comienzos de la década de 1990, las multinacionales alemanas se abalanzaron sobre las empresas estatales privatizadas en un ambiente de apocalipsis industrial. La toma de la empresa de automóviles checa Škoda por parte de Volkswagen en 1991 señaló el rumbo, utilizando de entrada las instalaciones existentes en Chequia como plataformas de subcontratación.
Para ello, la multinacional alemana utilizó un viejo mecanismo de deslocalización tan discreto como desconocido: el tráfico de perfeccionamiento pasivo. Este modo de proceder, codificado en la legislación europea en 1986, autoriza la exportación temporal de un bien intermedio (o de piezas de recambio) a un país no miembro, donde será transformado y acondicionado (perfeccionado) antes de ser reimportado a su país de origen, beneficiándose de una exención parcial o total de los derechos de aduana. 2/ Tras el hundimiento del Bloque del Este, la ampliación de las cuotas de importación procedentes de los países de Centroeuropa ofrecía a la patronal alemana excelentes perspectivas. ¿Subcontratar el cromado de grifos o el pulido de bañeras a obreros checoslovacos altamente cualificados, pero poco reivindicativos? ¿Confiar los tejidos a las ágiles manos de trabajadoras polacas pagadas en złotys y recuperar las chaquetas para venderlas con una marca berlinesa? ¿Hacer que los crustáceos se pelen en el país vecino? Esto es posible desde la década de 1990, como si ya hubieran desaparecido las fronteras de la UE.
Del telón de acero a las maquiladoras
«El tráfico de perfeccionamiento pasivo es la versión europea de la disposición estadounidense que abrió la vía al desarrollo de la maquiladora en la región fronteriza entre México y EE UU», 3/ explica la economista Julie Pellegrin. Más que ningún otro país miembro, Alemania se benefició de esta subcontratación de trabajos de confección, fundamentalmente en el sector textil, así como en la industria electrónica y del automóvil: en 1996, las empresas renanas reimportaron 27 veces más (en valor) productos perfeccionados en Polonia, la República Checa, Hungría o Eslovaquia que las empresas francesas. En el año citado, el tráfico de perfeccionamiento pasivo representó el 13 % de las exportaciones del Grupo de Visegrado a la UE y el 16 % de las importaciones de Alemania procedentes de esta zona. Determinados sectores se metieron de lleno: el 86,1 % de las importaciones alemanas del sector textil y de la confección de Polonia se amparan en este régimen. En menos de un decenio, constata Julie Pellegrin, «las empresas de los países de Europa Central y Oriental se encuentran integradas en cadenas de producción controladas principalmente por compañías alemanas».
Esta integración de países que ayer mismo todavía estaban atados al Este a través del Consejo de Asistencia Económica Mutua (CAEM o Comecon, 1949-1991), dirigido por Moscú, fue tanto más rápida cuanto que la exaltación del consumidor liberado por el acceso a los productos occidentales compensó durante un tiempo el desconsuelo del trabajador sometido a la subcontratación de esos mismos productos. A medida que los acuerdos de libre comercio suprimieron los aranceles aduaneros, en la segunda mitad de la década de 1990, el tráfico de perfeccionamiento pasivo dejó de tener interés frente a la inversión directa extranjera (IDE). Las multinacionales ya no se contentaban con deslocalizar un pequeño segmento de su producción, sino que pasaron a financiar la construcción de fábricas filiales allí donde la mano de obra era más barata.
De 1991 a 1999, los flujos de IDE alemanes hacia los países de Europa Oriental se multiplicaron por 23. 4/ A comienzos de la década de 2000, Alemania acaparaba por sí sola más de un tercio de la IDE realizada en los países del Grupo de Visegrado y extendió su actividad capitalista a Eslovenia, Croacia y Rumania. Las fábricas de la industria auxiliar del automóvil (Bosch, Dräxlmaier, Continental, Benteler), de plasturgia y electrónica surgían como setas. Porque desde Varsovia hasta Budapest, los salarios medios representaban una décima parte de los que se pagaban en Berlín en 1990, y un cuarto 2010. No obstante, los trabajadores se beneficiaron del sólido sistema de formación profesional y técnica vigente en el este. Mucho más cualificados que sus homólogos asiáticos, además se hallan más cerca: si un contenedor que sale de Shanghái tarda cuatro semanas en llegar a Rotterdam, bastan cinco horas para que un camión de gran tonelaje, cargado de piezas mecanizadas en los talleres de Mladá Boleslav, en el nordeste de Praga, empiece a descargarlas en la sede de Volkswagen en Wolfsburgo.
Así, al comienzo del nuevo milenio, Alemania pasó a ser el primer socio comercial de Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría. Estos países representan para Berlín un hinterland de 64 millones de habitantes, convertido en plataforma de producción deslocalizada. Claro que las empresas italianas, francesas y británicas también se aprovechan de este comercio asimétrico, aunque a menor escala. Los Audi y Mercedes tal vez no serían tan habituales en las avenidas de Nueva York y Pekín si su precio no incluyera los bajos salarios de la mano de obra polaca y húngara.
Cuando en 2004 se produjo la ampliación de la UE a los países centroeuropeos, promovida infatigablemente por Alemania, la anexión de la región al espacio industrial renano ya estaba muy avanzada. Se reforzó todavía más a partir de 2009, cuando la industria automovilística alemana intensificó sus deslocalizaciones a los países del Grupo de Visegrado con el fin de restablecer sus beneficios erosionados por la crisis financiera. «Es una paradoja de la historia», señala el investigador Vladimir Handl, «que haya sido precisamente la integración europea -un proyecto encaminado a domar al gigante económico alemán de la posguerra fría- la que haya llevado a Alemania a desempeñar el papel de hegemon.» 5/
La sombra que proyecta su potencia sobre el mapa del continente dibuja un Sacro Imperio industrial en el que el centro compra el trabajo más o menos cualificado de sus provincias. En el noroeste, los Países Bajos (principal plataforma logística de la industria renana), Bélgica y Dinamarca tienen en su gran vecina a su principal socia comercial, si bien sus industrias de alto valor añadido y sus Estados desarrollados les garantizan una autonomía relativa. Del mismo modo que Austria, en el sur, que también está integrada en las cadenas productivas y los intereses alemanes, aunque posea sus propios buques insignia, especialmente en los servicios y los seguros. Pero en el este, en situación subalterna, por no decir colonial, las industrias polaca, checa, eslovaca, húngara, rumana e incluso búlgara dependen de su primer y principal cliente: Berlín.
Sin esta China a su puerta, los industriales y dirigentes alemanes habrían tenido enormes dificultades para someter a la clase trabajadora al yugo de las leyes Hartz. Puesto que se acepta más fácilmente ser sustituido en su puesto por el checo vecino que por un lejano vietnamita, las deslocalizaciones cercanas tienen un poderoso efecto disciplinario, descrito por un equipo de economistas nada sospechosos de izquierdismo: «Las nuevas posibilidades de deslocalizar la producción al extranjero sin perder la proximidad modificaron la relación de fuerzas entre trabajadores y patronos alemanes. Sindicatos y/o comités de empresa se vieron obligados a aceptar derogaciones de los convenios sectoriales, lo que a menudo comportó una reducción de los salarios de los trabajadores.» Los representantes de estos últimos «tomaron conciencia de que tenían que hacer concesiones». 6/ Resultado: la oposición a las leyes de flexibilización del empleo fue inconsistente. Y los salarios cayeron en picado. El director del Instituto Alemán de Investigación Económica, Marcel Fratzscher, constató en 2017 que «para las personas de baja cualificación, la tarifa por hora pasó de 12 a 9 euros desde finales de la década de 1990» (Financial Times, 12 de junio de 2017).
Una hegemonía contestada
Desde todos los puntos de vista, la creación de un patio trasero económico fue un buen negocio para los industriales alemanes. No en vano, una parte significativa de los fondos europeos destinados a los nuevos países miembros fue a parar, como por arte de magia, a Berlín. «Alemania ha sido de lejos la mayor beneficiaria de las inversiones realizadas en los países del Grupo de Visegrado al amparo de la política de cohesión de la UE», explica el economista polaco Konrad Popławski. «Estos fondos dieron lugar a exportaciones suplementarias a estos países por importe de 30.000 millones de euros en el periodo 2004-2015. El beneficio no solo fue directo -los contratos firmados-, sino también indirecto: una parte importante de los fondos se dedicó a las infraestructuras, lo que facilitó el transporte de mercancías entre Alemania y Europa Central y Oriental. Un factor decisivo para las empresas automovilísticas alemanas, que necesitaban buenas redes de transporte con el fin de construir instalaciones modernas en los países vecinos orientales.» 7/
Para los países del Grupo de Visegrado, el balance es más ambivalente. Por un lado, las inversiones alemanas han renovado la base industrial, comportado una transferencia masiva de tecnología, aumentado la productividad y las remuneraciones y creado numerosos empleos inducidos, algunos de ellos cualificados, hasta el punto de alarmar a la patronal, que ahora teme una penuria de mano de obra. Sin embargo, todo ello condena a la región a una economía de subcontrata y subordinación: la base industrial pertenece al capital europeo occidental, especialmente el alemán.
Esta alienación se puso de manifiesto a finales de junio de 2017, cuando estalló una huelga, por primera vez desde 1992, en la gigantesca fábrica de Volkswagen en Bratislava. 8/ El gobierno eslovaco apoyó la reivindicación de un aumento salarial del 16 %. «¿Por qué una empresa que fabrica uno de las coches más lujosos y de la máxima calidad, con una elevada productividad del trabajo, ha de pagar a sus trabajadores eslovacos la mitad o un tercio del importe que paga a los mismos trabajadores en Europa Occidental?, se preguntó el primer ministro, Robert Fico, un socialdemócrata que gobierna en coalición con nacionalistas. 9/ Un mes antes, su homólogo checo, Bohuslav Sobotka, puso en guardia a los inversores extranjeros con casi las mismas palabras. 10/
Deshacerse del papel de taller de montaje, desarrollar producciones soberanas con destino al gran mercado continental: esta es la vertiente económica del contraproyecto europeo, autoritario y conservador, desarrollado por los dirigentes del Grupo de Visegrado. 11/ En su defecto, por mucho que los salarios locales aumentaran sustancialmente, esta prosperidad relativa no podría más que favorecer la compra… de coches alemanes.
Fuentes: Viento Sur
Notas:
1/ Stephen Gross, «The German economy and East-Central Europe», German Politics and Society, vol. 31, n.º 108, Nueva York, otoño de 2013.
2/ Cf. el dosier coordinado por Wladimir Andreff, «Union européenne: sous-traiter en Europe de l’Est, Revue d’études comparatives Est-Ouest, vol. 32, n.º 2, París, 2001.
3/ Julie Pellegrin, «German production networks in Central/Eastern Europe: between dependency and globalisation» (PDF), Wissenschaftszentrum Berlin für Sozialforschung, 1999, de donde se han sacado las cifras de este apartado.
4/ Fabienne Boudier-Bensebaa y Horst Brezinski, «La sous-traitance de façonnage entre l’Allemagne et les pays est-européens», Revue d’études comparatives Est-Ouest, op. cit.
5/ Vladimir Handl, The Visegrád Four and German hegemony in the euro zone (PDF), http://visegradexperts.eu , 2015.
6/ Christian Dustmann, Bernd Fitzenberger, Uta Schönberg y Alexandra Spitz-Oener, «From sick man of Europe to economic superstar: Germany’s resurgent economy» (PDF), Journal of Economic Perspectives, vol. 28, n.º 1, Nashville (Tennessee), invierno de 2014.
7/ Konrad Popławski, «The role of Central Europe in the German economy. The political consequences» (PDF), Centre d’études orientales, Varsovia, junio de 2016.
8/ Cf. Philippe Descamps, «Victoire ouvrière chez Volkswagen», Le Monde diplomatique, septiembre de 2017.
9/ Citado por Financial Times, Londres, 27/06/2017.
10/ Ladka Mortkowitz Bauerova, «Czech leader vows more pressure on foreign investors over wages», Bloomberg, Nueva York, 18/04/2017.
11/ Cf. «De Varsovie à Washington, un Mai 68 à l’envers», Le Monde diplomatique, enero de 2018
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