LA CLASE TRABAJADORA, EL GOBIERNO Y LAS ELECCIONES DE 2013
por Néstor Gorojovsky
Este trabajo fue preparado ocho años atrás, con referencia a una coyuntura de elecciones de medio término. El cuadro actual, a un mes de las PASO es, afortunadamente, otro, respecto a las relaciones entre el gobierno y los trabajadores. No obstante, puede resultar muy interesante para entender algunas de las tensiones que tienen lugar dentro del FdT, hoy. Es notable percibir cuánto se equivocó en ese momento el kirchnerismo en relación a quienes más habían puesto el cuerpo (y el cuero) para apoyarlo en 2008. Tambien es notable el papel que cumplió entonces Massa, explotando el suicidio electoral que cometía el kirchnerismo, al romper lanzas con el movimiento obrero y desatender las demandas del sector obrero con mejores salarios, al que juzgaba «privilegiado». Ya en el FdT, curiosamente, Massa se ocupó, esta vez para beneficio del frente, de impulsar modificaciones en el Impuesto a las Ganancias que afectaban el salario; una medida políticamente sustancial para recuperar confianza entre los trabajadores (que nosotros estábamos exigiéndole a un kirchnerismo enceguecido ya en el 2013). Al mismo tiempo, incursionando ya en un análisis de las contradicciones de clase que tienen lugar en el movimiento nacional, el texto nos introduce al estratégico tema de la política obrera en ese marco, si se quiere evitar que el nacionalismo burgués asfixie la iniciativa política de la clase, la decepcione, y bajo esa lógica, termine por favorecer al bloque oligárquico, que necesita escindir el frente nacional, para recuperar el poder y hasta gestar mayorías «contra natura». Los extravíos anteriores a las elecciones del 2013, que facilitaron, entonces, el triunfo de Massa en la provincia de Buenos Aires, le habían «regalado» el apoyo de una fracción del movimiento obrero al Frente Renovador. Peor aún, ese fue el preludio de la debacle fatal en el 2015, con CFK empecinada en alimentar ese distanciamiento de los trabajadores, que se sentían defraudados. Se ignoraban así las advertencias que la realidad y de algunos patriotas, como nosotros. El lector munido del espíritu crítico encontrará en el texto las razones profundas, no casuales, ni psicológicas, sino clasistas, de la incapacidad para prever catástrofes anunciadas.
Buenos Aires, 10 de Agosto de 2021
El programa histórico del peronismo, que el gobierno kirchnerista sostiene en lo fundamental, es la construcción de un capitalismo autocentrado con proyección de unidad latinoamericana. Ésta fue la propuesta con que el Coronel Perón salvó la Revolución del 4 de junio de 1943, éste fue el programa con que la clase trabajadora (y solo ella) mandató al futuro General el 17 de octubre de 1945, y ésta fue la vía por la cual el peronismo intentó, apoyado básicamente en el proletariado y los cuadros nacionales de las Fuerzas Armadas, aglutinar a todo el campo nacional para hacer cumplir las tres banderas que lo caracterizaron desde su nacimiento mismo: la soberanía política, condición de la libertad económica y fundamento de la justicia social.
EL CARÁCTER “ESTATIZADOR” PERO NO “ESTATIZANTE” DEL PERONISMO
El kirchnerismo no se aparta un ápice de ese camino y de esos objetivos. Cambiaron las condiciones y las bases sociales, pero con el sostén de las grandes masas, el kirchnerismo intenta construir una burguesía nacional desde el aparato del estado para lograr el cumplimiento de ese programa fundacional. Sin la audacia nacionalizadora y estatizadora de los primeros diez años del movimiento, la brújula apunta hacia el mismo Norte.
El kirchnerismo, es cierto, intenta en cierto modo sustituir la propuesta de “revolución nacional” por una “reforma nacional”. Esto, para sorpresa de muchos, no lo ha salvado del creciente odio “irracional” promovido por el bloque oligárquico-imperialista (el “estáblishment”) y las burguesías imperialistas. Los buenos modales no lo eximen de la guerra de clases y de esa variante de la guerra de clases que es la penetración imperialista (guerra de clases a través de las fronteras estatales).
Pero el odio tiene su motivo: las diferencias entre ambos momentos del peronismo no son tantas. Para “bien” o para “mal”. El kirchnerismo es, indudablemente, una forma del peronismo, y esto lo hace intolerable para el régimen vigente por más que sus modales sean menos pesados que los del General. La identidad sustancial del kirchnerismo y el peronismo se revela con suma claridad cuando se considera la concepción que se hace del papel del Estado en la economía.
Como cualquier gobierno peronista, el kirchnerismo es “estatizador” debido a la ausencia de una “burguesía nacional” capaz de hacerse cargo de la tarea, pero no “estatizante”: descree de la superioridad general de la administración centralizada del aparato productivo frente a la anarquía inevitable que le imprime el dominio burgués. Anarquía que, en el caso de la Argentina, bajo la dominación conjunta del imperialismo y la oligarquía de base pampeana, llega al extremo de impedir el surgimiento “natural y espontáneo” de una “burguesía nacional”.
Cuando planteamos la ausencia de una “burguesía nacional” nos referimos a la única burguesía cuyo dominio sobre el conjunto de la sociedad está históricamente justificado: la “burguesía industrial”, los “formadores de capital industrial y pioneros del desarrollo industrial” capaces de subordinar o eliminar a las clases rentistas, verdadera “carga para el progreso”, como decía hace tres cuartos de siglo Maurice Dobb.
Es imprescindible diferenciarla de lo que menta el oscuro vocablo “empresariado”, que funde en un solo conjunto a todas las clases superiores (dominantes o no dominantes) y campo de acción predilecto de todas las formas de la reacción. La fusión no es nada inocente sino que más bien es una confusión. Dentro del “empresariado” tomado como un conjunto priman por múltiples motivos los grupos y clases más salvajes, estériles, improductivos y voraces: el capital imperialista y sus gerencias, la oligarquía, la gran burguesía comercial y el sector financiero.
Esa primacía –ejercida a todos los niveles de la vida cotidiana del “empresario”, como bien lo describió Arturo Jauretche en su análisis del “medio pelo”– imprime a todo el “empresariado” una ética no reinversora y una moral de “comprador” (en relación a los países extranjeros) que lo llevan a faltar a la cita cada vez que es invitado.
CONSECUENCIAS DEL “REFORMISMO” PERONISTA, PARA LA I.N. Y PARA LOS TRABAJADORES
A medida que el peronismo despliega su programa en los hechos, la burguesía nacional propiamente dicha falta a la cita, se suma al antiperonismo cada vez más virulento, y otro sector social debe asumir su papel. La propuesta del peronismo es que ese vicario sea el Estado, por las buenas o por las malas. Pero su fe más profunda es en que en algún momento el actual “empresario”, devenido “burgués nacional”, asuma el timón.
Concomitantemente, el peronismo apuesta a que con el correr del tiempo, de no mediar una contrarrevolución y al amparo de políticas “industrialistas”, surja en la Argentina una “burguesía nacional” tal como la que hemos descripto arriba. De allí la insistencia, ante cada complicación del proceso, en librar una “batalla cultural” que le “enseñe” al empresariado aquello que “ignora”.
Es el camino de la reforma, que evita a toda costa la confrontación definitiva con los sectores dominantes. Desde los “congresos de la productividad” hasta los recientes acercamientos con el hoy massista de Mendiguren, hay un trazo grueso en la parábola peronista que marca esa intención. Nótese que esos acercamientos a de Mendiguren y el massismo nos costaron ese empujón al moyanismo que terminó enviando una porción del movimiento obrero a los brazos del enemigo histórico del movimiento nacional.
Para la Izquierda Nacional, esto es ilusorio y –como ya percibimos en al menos tres oportunidades históricas (1955, 1976, 1989)– esa ilusión puede degenerar fácilmente en una defección fatal que deje al peronismo solo ante las fieras. Lo que distingue a la IN de todas las variantes del peronismo surge ya de esta dura experiencia, y no de una apuesta teórica. Es la insistencia en la necesidad de organizarse en forma independiente de la conducción nacional burguesa y en la urgencia de que los trabajadores y el movimiento obrero también comiencen una reflexión sobre este dramático periplo de los últimos setenta años de historia argentina.
UN CUESTIONAMIENTO MORAL
Hace ya largo tiempo que, cada vez que enfrenta cuestionamientos desde el sector asalariado formal, el gobierno nacional tiende a explicarlos como reclamos extemporáneos de los sectores de más altos ingresos de la clase trabajadora. Los reclamos surgen, se expone o se insinúa desde los más altos niveles de la conducción del Estado, de sectores «privilegiados».
El planteo oficial va más allá de la acusación. Por un lado, se apoya en algunos planteos del intelectual kirchnerista Ernesto Laclau para minimizar la centralidad de los trabajadores como sujeto histórico. Por el otro, que es el que vamos a comentar hoy, saca conclusiones “ético-morales” sobre la conducta que corresponde seguir a esos trabajadores ahora que, se supone y se busca justificar con los planteos de Laclau, perdieron la centralidad que tuvieron alguna vez.
A los trabajadores que protestan se les reprocha, abierta o indirectamente, una desubicada insensibilidad social con respecto a los “más sumergidos”. En pocos meses cayeron en ese cepo –y solo damos tres ejemplos– los camioneros, los ferroviarios, y los docentes (es decir, no solo integrantes de gremios que responden a la actual conducción de Hugo Moyano).
Según el reproche oficial, los trabajadores legalmente incorporados al mercado y que disfrutan de mejores remuneraciones deberían ser los primeros en abrazar a los más humildes, mas no lo hacen. Por lo tanto, esos asalariados “insolidarios con los de abajo” se comportan, según el gobierno nacional (que se propone a sí mismo como custodio del bien común), “corporativamente”.
CONSECUENCIAS INDESEADAS
Esto trae consecuencias graves. Desde el punto de vista de los así considerados, sucede que de golpe, hayan apoyado o no al gobierno en los peores momentos, puedan o no apoyarlo en otra crisis, el planteo del gobierno no solo arrumba dirigencias sindicales junto a la Sociedad Rural Argentina, intereses imperialistas, empresarios antinacionales, clases medias fugadoras de divisas, etc., sino también a masas de asalariados enteras.
Todos pasan a ser defensores del “interés corporativo” contra los del conjunto de la Nación. Esta vasta generalización discursiva y (¿quizás?) conceptual iguala con los sectores parasitarios de la vieja Argentina agroexportadora, en nombre de los “excluidos del sistema”, a los asalariados mejor remunerados (como si fuera un pecado tener capacidad de negociación y usarla en beneficio propio).
Pero al actuar de esta manera el gobierno hace exactamente lo que necesita el estáblishment. Le brinda el punto de partida para hacerse con una “base social popular” sobre la cual pueda actuar el sistema de regimentación del ánimo público (que no se reduce al “Grupo Clarín” pero gira en su torno, e incluye también a… la Embajada estadounidense).
El asalariado en cuestión ignoraba que al haberse sabido dar dirigencias capaces de incrementar sus ingresos por encima de la media estaba faltando a un deber de solidaridad con los más desfavorecidos. El malestar difuso que provoca la acusación pasa a formar parte de su experiencia vital. Esa experiencia, filtrada por el tamiz mediático, le “demuestra” que Cristina “divide”, que el gobierno “relata”, que sus defensores “mienten”… Y así es cómo se arma la bomba de tiempo contra un gobierno que no la merece… pero ayuda a montarla.
Trabaja en su propia contra el gobierno, entonces, cada vez que empuja un asalariado (“privilegiado” o no) al campo de acción ideológico de ese sistema. Las acusaciones oficiales terminan generando la incomodidad, el despecho, la sensación de injusticia, el malestar difuso que los dispositivos de la “cadena del desánimo” buscarán luego compactar en nada “difuso” ariete antigubernamental.
El sistema de regimentación ideológica “explicará” esas “experiencias” que no sin razón los asalariados agredidos viven como una injusticia. Así, enfrentará con el gobierno una parte de su base misma de sustentación. Los errores en el arco ajeno se pagan, en el fútbol y en la política, con goles en el propio. Y por eso de que “tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe”, no conviene apostar metafísicamente a que jamás sucederá.
¿OPONER JUSTICIA SOCIAL E INCLUSIÓN SOCIAL?
No nos interesa demasiado desmontar en estos apuntes la falacia implícita en el planteo oficial[1]. Tampoco nos interesa mostrar (lo que también sería sencillo) el carácter profunda y específicamente pequeño burgués (en el más hondo sentido histórico filosófico del giro) del punto de vista que elige el gobierno como propio. No es el nuestro un ejercicio de lógica ni de sociología política.
Sí nos interesa alertar sobre las consecuencias, nefastas para el propio gobierno, de recurrir a semejantes simplificaciones distorsivas en su intento de disciplinar el reclamo de los asalariados mejor pagos, señalar el daño que se provoca a sí mismo al argumentar que ese reclamo daña los intereses de los más humildes, los marginalizados, los ilegalizados y los excluidos. Estamos atravesando un ciclo electoral, y los trabajadores necesitan reflexionar con sumo cuidado las opciones que eligen (así como las estructuras organizativas que se dan a sí mismos).
De todos modos, no será ocioso hacer un par de reflexiones someras sobre estos aspectos más generales de la cuestión. Señalar, por ejemplo, que lo que hace el gobierno nacional cuando reacciona así contra los reclamos es contraponer de hecho dos modos de ampliar y profundizar el mercado interno, que deberían ser complementarios y no antagónicos:
a) la justicia social (que consiste en incrementar la porción del excedente que fluye a los bolsillos de los asalariados con capacidad de resistencia al avance del capital) y
b) la inclusión social (que consiste en incrementar esa porción incorporando a la categoría de asalariados franjas cada vez más significativas de la población total).
¿Acaso no es esa contraposición lo que se le reprocha desde las filas del gobierno nacional a los sectores sindicales que tilda de “corporativos”)? Acaso no se les increpa que, en la defensa del interés de sus representados, se negaron a defender el interés de los excluidos o perdieron de vista la existencia misma de los excluidos[2]?
Ese no es un reproche que pueda hacerse desde el gobierno. El gobierno está para otra cosa. Puede y debe defender al conjunto de los sectores populares contra los sectores del atraso semicolonial. No debe asumir la defensa de una parte de los sectores populares contra la otra. Debe integrar sus reclamos del modo más armónico posible y, en caso de haber discrepancias (derivadas de la debilidad o de circunstancias inmanejables), persuadir a las partes de marchar conjuntamente. Confrontar una fracción del pueblo con la otra es trabajo de los enemigos de la patria, no de un gobierno de origen popular y claro rumbo nacional[3].
Es que asumir la defensa del “bien común” es tarea del gobierno, no de las organizaciones intermedias. Si éstas lo hacen, mejor que mejor. Pero no están obligadas a hacerlo como sí lo está el Estado.
LA DESMOVILIZACION
Contraponer a los asalariados de mejores ingresos con los excluidos o con los asalariados de peores ingresos (entendiendo por “ingresos” todas las formas de remuneración, en efectivo o no) es un grave error del gobierno[4].En este caso, bajo la apariencia de tomar partido por los segundos contra los primeros, se tiende a convertir en categoría metafísica la prohibición de “hacerle huelgas” a un gobierno popular. Esto lleva a asignarle arbitrariamente “carácter destituyente” a cualquier reclamo de los asalariados que exija endurecer –más allá de aquello a lo que el gobierno está dispuesto- la posición oficial hacia la rapiña y la codicia del capital concentrado.
Y lo peor es que en vez de ordenar las filas de los oprimidos, que son los únicos que lo apoyarán en momentos de crisis, esta asignación desintegra su capacidad de organización. El gobierno solo tendría derecho a exigir de las centrales sindicales opositoras que se sumen a la marcha general si bregase permanentemente por la mejora generalizada de las condiciones de existencia de todos los “de abajo”.
Pero no es esto lo que se hace, y esto constituye un error. Este tipo de errores ponen en peligro, cada vez más grave, la propia continuidad del gobierno. Son “errores no forzados” que terminan generando sangrías no deseadas. Sangrías que se pagan en anemia al momento de movilizarse en defensa del gobierno nacional. Porque son las que brindan el terreno fértil para el discurso destituyente y “malhumorante” de la oposición y los grandes medios privados de comunicación.
¿SOBRE QUÉ BASE OBJETIVA OPERA LA “CADENA DEL DESÁNIMO”?
Veamos un poco más de cerca el modo en que sucede eso de lo que -con toda razón- se suele acusar al sistema mediático desde las esferas oficiales: construir un estado de ánimo popular que lleva al desánimo, al rechazo del gobierno que más hizo por los argentinos en casi cuarenta años, y a organizarse en torno a las figuras más peligrosas (“destituyentes”) del arco opositor.
La acusación del gobierno se hace parcial si omite considerar la base material, objetiva, el origen específico del malestar difuso al que luego el sistema de los medios da forma y encauza en contra del gobierno nacional. Sin esa base objetiva, el discurso mediático carecería de impacto.
Pensemos, para simplificar, en la base de sustentación objetiva que tienen los dirigentes sindicales que enfrentan la política impositiva del gobierno, y a los que muy liviana, equivocada y erróneamente se desprecia en muchos círculos cercanos al poder nacional como representantes de capas “privilegiadas” de los trabajadores.
Esa descalificación personal –que no pocas veces se asocia a imputaciones sobre posiciones políticas tomadas en el pasado- omite señalar que esos dirigentes no son irrepresentativos y sus representados respaldan sus decisiones gremiales. El hecho de que sujetos del cariz de Cavalleri integren las filas del “sindicalismo oficialista”, por lo demás, demuestra que la “representatividad” no es una preocupación apremiante dentro de la política del gobierno hacia las organizaciones de los trabajadores, y que tampoco lo es la “pureza de sangre” política.
Si los dirigentes atacados no son irrepresentativos, el ataque se dirige también a sus representados. Más allá de su reciente y notable deriva hacia la autodestrucción política esas conducciones estigmatizadas siguen siendo elegidas por las bases como representantes de su interés sindical (véase el ejemplo reciente en el sindicato de aeronavegantes)
LOS TRABAJADORES NO TIENEN LA CULPA DE SU COMBATIVIDAD
En una mirada sociológica formal, economicista y abstracta, esos estratos tienen mejores ingresos y convenios más beneficiosos que otros. Pero el malhumor social al que el accionar político de esas dirigencias da voz no está en el supuesto «privilegio» de los asalariados a los cuales defienden. Está en que ese “privilegio” es considerado tal, justamente, por un gobierno justicialista.
Ante todo porque ese “privilegio” surge de largas décadas de lucha feroz de los trabajadores; nace de un empecinado no retroceder frente a los embates de las patronales y del núcleo patronal más poderoso; en esos combates los trabajadores enfrentaron a la antinacional, antipopular, antiperonista y antikirchnerista oligarquía argentina y sus asociados internos y externos con mucho más ahínco y tesón que muchos de los que ahora los miran con desprecio, desde sus altas ubicaciones políticas, por “ser insolidarios”.
Ese salario, esa condición laboral, es ante todo mérito de los trabajadores y sus dirigencias. No es, como parece sostener el punto de vista del gobierno nacional, resultado de la benevolencia del superior gobierno de la Nación. La actitud benevolente del Estado kirchnerista durante la etapa de vacas gordas previa al 2008 no fue sino una condición de factibilidad del asunto, pero no su nervio central. Y tampoco se origina en la «conducción» genial de ningún dirigente, equivocación simétrica que produce desbarranques inmensos en muchos de esos dirigentes.
Ninguna de las dos genera “privilegios” por sí misma.
Los derechos de los trabajadores se amplían, en realidad, gracias a la combatividad de los trabajadores. En segundo lugar, gracias a la capacidad de negociación de sus dirigentes. Y en tercer lugar gracias al posicionamiento del Estado en la puja con las patronales.
Acusar a los asalariados de egoísmo social por los derechos de que disfrutan es lo mismo que acusarlos de egoísmo social por la combatividad que despliegan. Y, por lo que decíamos arriba, se los está acusando de egoísmo social también cuando se lo hace indirectamente tomándoselas con sus dirigencias. A veces, como pasó con los docentes, se los llega a increpar directamente.
Lo que corresponde hacer al gobierno no es enojarse con los trabajadores de mejores salarios y condiciones laborales, sino generalizar esos salarios y condiciones laborales al conjunto de la economía. Y si eso no es posible, reconocerlo ante sus bases y explicar las razones.
(Y advertimos desde ya que es por parecidas consideraciones que los trabajadores que aclaman sindicalmente a esos dirigentes ahora aliados en el plano electoral a las peores fuerzas de la política argentina los dejarán desnudos al momento de emitir su voto.)
El problema es, reiteramos, que esas actitudes debilitan el campo propio y engendran el malestar difuso que, luego, aprovecha el sistema mediático para volcar contra el gobierno nacional importantes franjas poblacionales cuyo interés objetivo debería moverlas naturalmente hacia un apoyo irrestricto al mismo.
Miremos en detalle tres casos: el de la extensión del impuesto a las ganancias a crecientes estratos de trabajadores, el de la culpabilización unilateral de los conductores de trenes por los accidentes que ocurren en la línea Sarmiento, y el de la omisión del esfuerzo del Estado y los trabajadores en la reconstrucción del país, para atribuirlo a los empresarios (ejemplificándolo con la presentación de la reactivación del Ingenio La Esperanza por la Dra. Cristina Fernández de Kirchner).
EL PESO CRECIENTE DEL IMPUESTO A LAS GANANCIAS SOBRE LA MASA SALARIAL
Es fácil exponer el tema del impuesto a las ganancias (y otras demandas que le están relacionadas, como el combate a la tercerización): el malestar de los afectados no se produce por codicia sino por la injusta estructura fiscal de la Argentina, que descarga a los estratos integrados y no asalariados del peso impositivo que les correspondería, en justa proporción, sostener.
Esa “codicia” de que se acusa a los asalariados, por otro lado, no sería en todo caso más que una expresión de la voluntad de enriquecerse que la Dra. Fernández de Kirchner, repetida y justificadamente, considera un mérito y no un demérito cuando se trata de los “empresarios” (usamos el término por simplicidad y no porque -arriba expusimos los motivos- nos parezca el más adecuado).
Al trabajador así increpado le “hace ruido” descubrir que el ansia de enriquecimiento –y el desinterés por el bien común- le cuesta el mote implícito (raramente dicho en forma abierta) de “insolidarios” a los trabajadores que protestan por la creciente presencia del impuesto a las ganancias, pero es encomiable en la patronal, porque la patronal no está obligada a ejercer “solidaridad” alguna.
Y el ruido se magnifica cuando se considera cuán regresivo es el sistema impositivo y fiscal argentino. No se trata solo de los ingresos “elevados” de los trabajadores mejor pagos y mejor encuadrados con respecto a los demás, frente a las ganancias reconocidamente extraordinarias del empresariado. Hay más.
Se magnifica porque el IVA (¡al 21%!) y los impuestos a los ingresos personales representan una fracción proporcionalmente gigantesca de la masa impositiva argentina. Se magnifica porque no se avanza con la eficacia debida en la restitución de impuestos a rubros (como la tenencia de la tierra o la especulación financiera) que poco o nada aportan al enriquecimiento colectivo y la prosperidad general del país.
En la discusión sobre “quién tiene que pagar el impuesto a las ganancias y quién no” no están en juego las divisiones internas de los asalariados. Están en juego las fracciones de la torta fiscal que deben aportar asalariados y la que toca a los capitalistas. Y, dentro de estos últimos, la distribución entre los integrantes de la burguesía real (nuevamente, tal como la hemos descripto antes) y los que componen la burguesía comercial, financiera y parasitaria que se apoya en el control de las tierras de la pampa húmeda para convertirse en una oligarquía desvinculada del interés nacional.
No puede sino provocar malestar la constante extensión hacia abajo del impuesto a las ganancias cuando nadie ignora (y menos que nadie los trabajadores) que el empresariado en su conjunto dispone de múltiples mecanismos de elusión o evasión fiscal, que resisten todo control del Estado. Esos mecanismos obligan al Estado a extremar sus recursos para arrancarles una mínima migaja de las ingentes ganancias que (ellos sí) han obtenido a lo largo de la “década ganada”, y no siempre con buen éxito.
LA DESIDIA LABORAL EN LOS FERROCARRILES Y LA IMPUNIDAD EMPRESARIA
Pasemos a la acusación de desidia que se suele arrojar últimamente contra los trabajadores ferroviarios.
Digamos ante todo que el accionar del ministro Randazzo, desde que asumió la cartera como parte de sus obligaciones, es extraordinario y encomiable. Digamos también que no nos sorprendería que varios de los inconvenientes y tragedias que afectan al servicio arraiguen en la oposición a ese accionar por parte de grupos enquistados en el poder interno de las estructuras del transporte urbano de pasajeros. Agreguemos que tampoco calificaríamos de “delirio” alguna consideración que haga intervenir en todo esto grupitos de desestabilizadores vinculados, entre otros muchos candidatos, al Dr. Eduardo Duhalde.
Pero casi no pasa día sin que alguna importante figura del gobierno (y muchas veces la propia Presidenta) resalte los «altos» salarios de los trabajadores del ferrocarril, especialmente después de la seguidilla de accidentes que ya provocaron casi doscientos muertos, especialmente en la línea Sarmiento. Y son salarios altos, efectivamente, en relación a la masa de asalariados sumergidos en la irregularidad o en relación, por supuesto, a la masa de población aún no absorbida por la reactivación del sistema productivo nacional. Son lo suficientemente altos, por cierto, para que se les reclame un apego a las tareas que recientes «cámaras no ocultas» demostraron públicamente que suelen quebrantar. Y eso es inadmisible.
Pero, volvemos a insistir (porque aquí está el núcleo del problema), no son altos en relación a las ganancias del sector empresario, ganancias que el gobierno mismo (reiteramos también) considera públicamente «excepcionales». Y allí hay una contradicción muy grave, que impacta directamente sobre la aceptación popular de las decisiones oficiales.
En su empeño por someter a su férula a los trabajadores rebeldes, el gobierno los acusa de ser responsables de los accidentes, teniendo en cuenta el inmenso esfuerzo que está haciendo el Estado nacional para restaurar el funcionamiento del sistema ferroviario.
Pero la acusación es, en el mejor de los casos, descaminada por parcial. La liquidación del sistema ferroviario fue consecuencia necesaria de su privatización. Puso toda la actividad al servicio prioritario de la obtención de ganancias por los concesionarios. Y no solo de ellos, sino también de la nube de aprovechadores y sanguijuelas que los acompaña para que subcontraten las más diversas actividades[5].
Ahora bien: estos adjuntos socialmente parasitarios no son parasitarios para el empresario. Los tolera y los multiplica porque cumplen una importante función para el privado, la de oscurecer sus cuentas para eludir o evadir impuestos. Son “falsos costos”, que permiten obtener ganancias mucho mayores, básica aunque no exclusivamente por invisibilización fiscal de ingresos.
Es una carga inmensa, de la que jamás hablan los manuales de economía de la ortodoxia y no siempre figuran en los de la heterodoxia. Pero se trata de una carga que solo puede sustentarse comiéndose el capital social puesto en manos del privado. Lo “obliga” a no invertir un centavo en su renovación o mantenimiento. Ni hablar de ampliaciones, por supuesto. (Para colmo, para encubrir la desinversión sustancial se requiere «invertir» millones en operaciones de imagen, un poco al modo de Mauricio Macri en la Capital Federal. Más trabajo para nuevos parásitos y tercerizaciones, etc., etc.)
PRIVATIZACIÓN Y DEGRADACIÓN DE LA ÉTICA LABORAL
Pero la liquidación ferroviaria a manos de los privados no solo afectó al material rodante, las vías y las obras (que son los aspectos que el gobierno nacional se esfuerza ahora por reconstruir, tras largos años de políticas erróneas). También afectó -y esencialmente- el modo en que se asumen las normas reglamentarias de funcionamiento. Y también, por consiguiente, la autoestima de los trabajadores, parte de cuyo orgullo profesional pasó siempre por su capacidad de ofrecer un buen servicio aplicando el reglamento ferroviario. Fieles al principio rector de la optimización de ganancias como medida de su eficiencia, las nuevas gerencias los someten a condiciones cada vez más «flexibles» (es decir, antirreglamentarias y degradantes) de desempeño de sus tareas. No es de extrañar de que los trabajadores ferroviarios también empezaron a “desviarse” del ideal que imperaba en la empresa estatal.
Para seguir prestando el servicio bajo las condiciones de descapitalización hacía falta que el «anticuado» y «restrictivo» reglamento fuera interpretado de un modo cada vez más imaginativo, hasta llegar a su práctica desaparición. Esto, sin embargo, engendró el drama que hoy vivimos: trabajadores instruídos en la ética de la “eficiencia” (es decir, de la reducción de costos) y no en la de la “eficacia” (es decir, de la celeridad, seguridad y confort con el que viajan los pasajeros). Si quedarse dormido o enviar mensajes por el celular no afecta la ganancia de la empresa, ¿qué importa que se pasen descuidadamente señales de prevención y de advertencia?
La ética laboral se resintió del modo en que lo hizo por la omnipresencia parásita del concesionario, y no por la desidia del trabajador. Esto, quizás no lo perciban con tanta claridad ni siquiera los trabajadores. Pero la conciencia dominante es, efectivamente, la de las clases dominantes. Y si a «la empresa» le interesan poco las consideraciones de «eficacia» y solo le interesa la «eficiencia», formará trabajadores que seguirán las mismas pautas. El trabajador, mera rueda en el proceso de acumulación de capital, se termina desinteresando por hacer bien su trabajo desde el punto de vista del pasajero, y lo amolda, es decir amolda su propio ser, a “hacerlo bien” según la necesidad de la patronal.
A partir de la tarea del ministro Randazzo, el Estado reemplaza parcialmente a la patronal. Pero no le ofrece a los trabajadores vías de ascenso a la conducción del sistema. Bajo este régimen, acusarlos de irresponsabilidad por mantener las “normas” laborales engendradas por la privatización es injusto cuando, al mismo tiempo, las gerencias privatistas siguen al comando.
Es como si se acusara de estar gordo al parroquiano de un comedor donde, durante años, lo único que se le sirvieron fueron ñoquis de papa y de postre flan con dulce de leche y crema. Ya eso sería injusto, pero más aún lo sería si cuando cambia el dueño mantiene en su puesto, cobrando fortunas, al jefe de la cocina anterior, y el dueño va y le dice a los parroquianos “Pero qué gordos que están”. Y eso por más que el nuevo dueño esté cambiando hornallas, tuberías, ventilaciones, luces, mesas, mantelería, cubiertos y las instalaciones que el dueño anterior había dejado venir abajo.
También las acusaciones a los trabajadores por los desastres lo único provocan es una sensación de injusticia, abonan la idea de que se los persigue a ellos, pero no a quienes realmente son responsables de la situación: los concesionarios -a los que se sigue manteniendo en el negocio- y a las capas gerenciales formadas al servicio de esos concesionarios y, por lo tanto, a su imagen y semejanza. Y entregan a la máquina oligárquica de moldear conciencias una masa disponible de malestar difuso.
Para tener ferrocarriles eficaces y eficientes como los de la China no alcanza con renovar el material trayendo material rodante chino (esperemos que pronto se firmen acuerdos que permitan transferir tecnología productiva a nuestro país, acuerdos que se podrá cerrar con China más fácilmente que con un país imperialista, al menos por ahora).
Para tener ferrocarriles eficaces, eficientes, y trabajadores tan comprometidos con la tarea como los “viejos ferroviarios” se impone reimplantar la gestión estatal del bien concedido, y si fuera posible el encarcelamiento, por estafa, a los concesionarios que lo destruyeron, dejaron caer, o simplemente entregaron a precio vil a sus amistades (como en el caso de los vagones que adornan como quinchos algunos jardines de club de campo, o incluso alguna cabina de señales convertida en bohemia vivienda de artista en Villa Devoto).
Ése sería el paso que falta para que los trabajadores empiecen a modificar las pautas que esas conducciones les implantaron, como un chip, en su personalidad.
EL NINGUNEO DEL ESTADO Y DE LOS TRABAJADORES EN LA RECUPERACIÓN DE EMPRESAS
Otro caso en el que el privilegio indebido al empresario termina creando malestar es el de Ingenio La Esperanza.
Al reabrir el ingenio, a principios de agosto de este año, la Presidenta resaltó en su discurso el «aporte del capital privado» y destacó el «coraje» de los empresarios que se habían animado a invertir en la empresa. Este discurso se inscribe en la permanente convocatoria a construir un «capitalismo serio» a partir de la creación de una «burguesía nacional» que se juegue por el país.
Apuesta arriesgada, si las hay, pero en todo caso serán los argentinos, ante los resultados de la misma, los que tendrán que decidir si tiene sentido insistir otra vez (y van…) en la creación de una burguesía que ya en la década de 1960, como bien describía el muy burgués Arturo Jauretche, había fracasado no una sino cuatro veces en asumir su papel rector de una Argentina capitalista, industrializada y autocentrada.
Pero el verdadero pelotazo en contra del gobierno nacional y popular está en que el modo en que la presidenta presentó el caso del Ingenio La Esperanza embellece injusta e injustificadamente el papel del empresariado, el rol de la «burguesía nacional» cuyos números deben crecer porque, como dice también la Presidenta y nadie discute, «no es delito ni pecado querer ser rico».
Lo que se discute (lo expresamos arriba y lo reiteramos acá en otro contexto) es otra cosa: lo que se discute es si la defensa del ansia de enriquecerse como elemento motriz del funcionamiento del sistema económico autoriza a presentar a esa burguesía como aquello que no es… ante quienes no solo saben que no lo es sino que además están dispuestos a cualquier sacrificio para sostener al gobierno kirchnerista.
Véase, para ahorrarnos palabras, la descripción que hace del caso un periodista absolutamente jugado por el gobierno nacional: Raúl Delatorre, en Página/12 del 2 de agosto.
Lo que demuestra Delatorre, seguramente sin proponérselo, es que el «audaz» inversor privado, tan elogiado por la Presidenta en su discurso, solo puso dinero después de que el Estado sacara adelante la empresa con el esfuerzo de los trabajadores.
Si alguien supone que los interesados no se dan cuenta de la disonancia entre el discurso y los hechos, se equivoca tanto como los muchas veces honestos (pero ciegos) administradores stalinistas de la URSS de las décadas del 60 y del 70 a que se refiere Hillel Ticktin en la cita de nuestro recuadro. Uno de los motivos del disgusto con el gobierno de vastos sectores de asalariados radica, justamente, en el hecho de que el mismo poder que depende de ellos para subsistir políticamente y cuenta con ellos para poner el hombro en toda circunstancia, al momento de reabrir el Ingenio La Esperanza, omite señalar, en labios de su primera magistrada, que ese Ingenio se reabrió no porque un empresario privado puso la plata, el ingenio y sus capacidades, sino porque los trabajadores y el Estado pusieron en marcha un negocio que luego vino el capital privado a empezar a ordeñar.
Y (quizás convenga también reiterarlo ahora) es el Estado que se financia regresivamente con un IVA del 21% y con un incremento de la cantidad de asalariados que pagan impuestos, mientras que el «empresariado» sigue muy orondo pagándole a los contadores para que lo eximan de los escasos impuestos que abona. Semejantes consideraciones podrían hacerse frente a las descalificaciones de que hizo objeto la Primera Magistrada a los docentes, al iniciarse este año el período legislativo.
PELIGROSAS CLAUDICACIONES Y DEBERES IMPERIOSOS
No se le discute a nadie el derecho a incorporar a los inversores privados al esfuerzo de reconstrucción nacional iniciado gracias a las movilizaciones de diciembre de 2001. Al contrario: se trata de una gran apuesta patriótica. Pero para que realmente cumpla aquello para lo que se la hace es menester evitar asignarle al empresariado un capital moral y espiritual del que carece por completo.
Eso es, en el mejor de los casos, una claudicación. Y las claudicaciones en el plano simbólico, los argentinos lo sabemos demasiado bien, pueden terminar en traiciones en el plano práctico. De ambos lados: del empresariado que, como el paradigmático de Mendiguren, «apoya» al gobierno para terminar pasándose a las filas del Capriles tigrense (Massa), o del gobierno que, tras considerarse y presentarse como el máximo benefactor de los trabajadores, bien puede un día entender que los tiempos no están para eso, que es importante acumular riqueza para invertirla y que, como nadie sabe invertir mejor que el empresariado bajo una sutil orientación desde el gobierno, toca ajustar los cinturones de los asalariados en relación al visible favor al empresariado; para que salve al país, a su cinturón se le agregan agujeritos para disponer de mayor holgura.
Lo peor es que aún esto sería perfectamente aceptable si se lo hiciera con buen manejo político. Lo peor es que los argentinos (y en particular los trabajadores) tenemos suficiente experiencia histórica acumulada como para saber que esas ganancias empresarias, lejos de reinvertirse productivamente en nuestro país, suelen terminar alimentando los múltiples circuitos por los que, de un modo u otro, el capital acumulado a partir de la energía y la creatividad de los de abajo, termina fugándose al extranjero.
Y por lo tanto, para saber que lo mínimo que corresponde hacer a un gobierno nacional, popular y democrático, cuando opta por privilegiar al «empresariado» en un momento de crisis para que invierta en el país, es tratar con deferencia a aquellos que jamás lo van a traicionar, como bien le supo decir Eva Perón a su esposo (“Los trabajadores son los únicos que no te van a traicionar, Juan”)
Mientras no haya plena conciencia de esta contradicción entre los deseos y las realidades, entre el papel de los trabajadores como sostén del modelo y el papel del «empresariado» como principal beneficiario en última instancia del mismo, habrá trabajadores disconformes, con una disconformidad difusa que sabrán aprovechar los grandes grupos mediáticos para canalizarla en contra del gobierno.
Lo que está en juego es la continuidad misma del gobierno. No corresponde entregarle masas de trabajadores a la reacción, sino por el contrario sumar apoyos para encapsular a la antipatria en su mínima expresión. Los errores que se cometen en este plano se cosechan en las elecciones.
Los trabajadores argentinos, pese a todo lo antedicho, saben muy bien que si por algún lado pasa el camino de su mejora cuantitativa y su mejora cualitativa es por apoyar sin vacilaciones al kirchnerismo. La solución no pasa por oponerse al kirchnerismo, que para la inmensa mayoría de los argentinos es como oponerse a uno mismo, incluso cuando no se sea kirchnerista, sino por autoorganizarse para poder apoyarlo mejor y, si es necesario, para incluirlo en un proyecto aún más abarcativo y de bases más sólidas aún. La independencia política de los trabajadores y asalariados nunca se alcanzará sumándolos a las filas de la reacción antinacional, pero eso no la hace menos necesaria (a esa independencia) sino todo lo contrario.
Ese proyecto exige, al mismo tiempo, empezar a plantearse la necesidad de darse formas propias de organización política (no solo gremial) dentro del campo nacional, que, sin prestarse a las maquinaciones del bloque oligárquico-imperialista, le permitan a los trabajadores luchar por un sitio en el poder real que exprese sus necesidades y aspiraciones, que son las de la Patria misma, sin verse forzados a externalizar una interna con otros grupos sociales que, ellos sí, encuentran expeditos los caminos al poder. Y muchas veces terminan imponiéndole a los mejores gobiernos argentinos visiones y opciones que fortalecen al enemigo común.
NOTAS
[1] Dejamos sentado que la hay, y que no pocos de los que hoy sostienen al gobierno la conocen aunque pretexten que “no se le debe regalar argumentos al enemigo” para silenciarse en un ejercicio formal de la lealtad que es, creemos, la más pérfida de las formas de la deslealtad. Se pregunta uno: ¿es que esos buscas, verdaderos vividores de la estructura de gobierno, no leen a los columnistas de fuste de La Nación? ¿Es que no ven que Pagni, Fernández Díaz, y hasta Morales Solá o Grondona huelen la sangre antes de que ellos se den por enterados de que hubo heridos por errores de esa superioridad que se desviven por adular? ¿Puede acaso enceguecer tanto el ejercicio del besamanos cortesano? [2] El discurso oficial presta poca atención a la mayor apertura de CTA hacia los excluidos. En general, las pocas veces que lo hace solo la presenta para contraponerla a la ceguera de la CGT cuando la dirigía el moyanismo. [3] Aclaramos que el “origen nacional” no lo atribuimos al mandato electoral, que en sí mismo –como lo demostró reiteradamente la historia argentina– puede entronizar gobernantes orgánicamente enfrentados con las necesidades e intereses de la nación. El “origen nacional” de un gobierno está determinado por las relaciones de fuerzas políticas y sociales que dominan al momento electoral. En el caso particular del kirchnerismo, esas relaciones están férreamente determinadas por el alzamiento popular del 19 y 20 de diciembre de 2001. El mérito del kirchnerismo radica en haber sabido interpretar (aunque sea parcialmente) el sentido de ese mandato, que ni siquiera estaba completamente claro para quienes lo emitieron. [4] Una pequeña digresión se hace inevitable. Nos parece que esta práctica reproduce, paradójica y por supuesto inconcientemente, la división juanbejustista entre “trabajadores cultos” y “pobrerío inculto”, forma práctica de expresión, a su vez, de la diferenciación entre “política científica” y “política criolla” que era, por su parte, el modo en que se presentaba a este nivel la dicotomía sarmientina y mitrista entre “civilización” y “barbarie”.Esa división era comprensible al menos (y aun así, solo parcialmente) para las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, durante las cuales la “clase trabajadora” más o menos formal era, de un modo notable, clase trabajadora de origen europeo. Pero empezó a diluirse definitiva, objetiva y hasta somáticamente durante la Década Infame, con su remanida “sustitución de importaciones” que mezcló “cabecitas” y “gringos” en un nuevo sujeto social, el “abismo” que se “sublevaría” el 17 de octubre de 1945.
El primer gobierno peronista aceleró y profundizó este proceso, decididamente, a partir de 1945, cuando “sustituyó la sustitución” por la construcción consciente de un aparato productivo orientado hacia la independencia económica.
Ambas vías de desarrollo industrial fusionaron la vieja clase trabajadora, nutrida inicialmente por la inmigración transoceánica, y el pobrerío, mayoritariamente criollo, en una nueva clase trabajadora. Generar una política hacia los trabajadores “excluidos” que (nueva paradoja) paguen en parte los trabajadores “incluidos” y a ellos los contraponga es, en cierto modo, reinstalar esa vieja división a partir de una visión equivocada de los rasgos definitorios de la clase trabajadora argentina. [5] Hemos dedicado a la cuestión ferroviaria mucho espacio, y esta larga nota no es una excepción. Esto no es un capricho ni una nostalgia. Es que los ferrocarriles y su destino son en cierto modo el papel de tornasol técnico-social de las formaciones histórico-económicas de matriz capitalista. Lo que le suceda a los trabajadores ferroviarios es un excelente síntoma de lo que les sucede a todos los trabajadores.
Ello es así no solo por los motivos técnicos que alguna vez señaló Lenin en su trabajo clásico sobre el imperialismo para definir al ferrocarril como un “resumen” del capitalismo autocentrado de su tiempo, sino también por el modo específico en que se inserta la actividad ferroviaria, entendida como “hecho social”, en el seno de cualquier formación económica.
El sistema ferroviario tiene un carácter orgánico e indivisible porque funciona a partir de la más perfecta coordinación de las decisiones, órdenes y reglamentaciones. Tiene que posibilitar el desplazamiento seguro de grandes volúmenes de carga y pasaje por rutas predeterminadas que comparten múltiples móviles a gran velocidad. Esto tiene ya fuertes consecuencias sobre las condiciones mismas de existencia no solo de los ferroviarios sino del conjunto de las clases sociales de un país. Por encima de cierta extensión territorial mínima, la estructura social de un país sin ferrocarriles es infinitamente más atrasada y arcaica que la de un territorio que cuenta con ellos.
Esto es consecuencia, ante todo, de la condición colectiva del trabajador que surge de ese punto de partida “técnico”, de la implantación material en el terreno, y del necesario vínculo del transporte ferroviario con las más diversas ramas de la industria pesada. En ello radica la diferencia con el trabajador de transporte automotor, más “libre” e “individual” pero por lo mismo más “débil” frente a la patronal y menos capacitado por su actividad específica para superar los límites naturales del individualismo burgués o pequeño burgués.
La degradación del servicio prestado por el ferrocarril, como respuesta a un sistema degradante a su vez, no es en realidad una peculiaridad argentina. Dejemos de lado los recientes accidentes ferroviarios de España y (quién diría) Suiza. Dejemos de lado el cósmico incremento de la tasa de mortalidad del viaje en ferrocarril en Gran Bretaña a partir de la privatización de las redes. Dejemos de lado el reciente accidente producido en Canadá por un tren cargado de combustibles al que se le había reducido a una sola persona la dotación de personal. Vayamos más atrás y más lejos.
Decía Hillel Ticktin hace ya cuarenta años (es decir, cuando todavía nadie imaginaba este tipo de desarrollos en el Occidente capitalista) que uno de los rasgos más notables del sistema productivo soviético era la bajísima productividad, y que esa baja productividad solo se explicaba por la imposibilidad de los trabajadores de expresar su odio a la casta burocrática dominante, por la imposibilidad de los trabajadores de sostenerse sin arrebatar del capital de las empresas (del estado, es decir, teóricamente, de ellos mismos) parte de las riquezas que esos mismos trabajadores sentían que se derivaba injustificadamente hacia las capas burocráticas.
Era un fenómeno similar al de la sociedad esclavista, en la que la condición de cosa parlante a que se reducía el productor directo lo llevaba a desquitarse contra las cosas no parlantes maltratándolas de tal modo que hacía imposible todo progreso técnico. En la Unión Soviética, el sometimiento político del ciudadano medio lo llevaba a expresar su descontento en una baja productividad laboral señalada por el desapego a las tareas, el desinterés por un conjunto que el sistema colocaba en manos de una casta privilegiada (que, Ticktin lo demostró ampliamente, se devanaba los sesos para superar este problema sin, por supuesto, discutir su propia condición de casta privilegiada), y en la rapiña, para uso propio y cuando fuera posible, del capital social.
Esto no es, como podría pensarse, una consecuencia del régimen stalinista. Cualquier gerencia burguesa o imperialista recurre a métodos parecidos, en condiciones extremas, para comprar la paz social en el sitio de trabajo.
Era famosa la historia de la Ford Motor Argentina a principios de la década del 70. Los delegados sindicales contaban por entonces que, para aislarlos del clima revolucionario que vivía el país a partir del Cordobazo, se permitía allí (sin decirlo abiertamente) que cualquier trabajador contrabandease piezas a la salida de la planta de Pacheco. «Te podías armar un auto propio con lo que podías sacar, de a poquito, ante la vista gorda de la patronal», exageraban (pero “de a poquito” también) los delegados. Amortiguada así la autoconciencia del trabajador, esperaban una lealtad hacia el interés del capitalista. Ya vendría luego el momento de recuperar las pérdidas. Y vino: a partir del 24 de marzo, en la planta de Pacheco funcionó un helipuerto militar y un centro operativo de la represión procesista.
Similares metodologías se utilizaron en las empresas del Estado que se deseaba privatizar, como por ejemplo en ENTEL, donde las conducciones privatistas empujaron, por el lado de la “vista gorda” empresarial y por la reducción de salarios, a que los empleados se convirtieran en coimeros de los usuarios del servicio. Esa degradación la pagamos luego con la base social que engendró para las campañas de privatización de Menem.
La degradación de la autoconciencia y autoestima de los trabajadores ferroviarios argentinos durante el período privatista siguió un patrón equivalente. Y, por lo que dijimos arriba, creemos que esas degradaciones son las más representativas de lo ocurrido con el conjunto de los trabajadores argentinos.
Buenos Aires, agosto de 2013