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¿HACIA DÓNDE VAMOS? LA ALDEA GLOBAL DESPUÉS DE LA PANDEMIA

por Aurelio Argañaraz

“Como no puede suponerse que la senilidad del sistema vaya a generar de un modo automático, sin resistencia y sin lucha, la superación del capitalismo, es necesaria una comprensión de lo que debe hacerse para retomar ese intento que fracasó en Rusia, pero promete triunfar en el escenario chino…”  ¿Hacia dónde va China? Su transformación y el futuro del orden global, 06 de febrero de 2019, del autor.

Algunas figuras de la intelectualidad “progresista” de los países centrales[1], frente a la pandemia, están  pronosticando el fin del capitalismo. Reiteran, en verdad, lo que ya decían luego de la crisis del 2008, que les recordó la existencia de Carlos Marx, al que habían sepultado al desaparecer la URSS, como si  fuese el autor de esa catástrofe geopolítica. Es una fantasía “el fin de la historia”, concluyeron después del derrumbe bursátil; el reino del capital está en apuros. Al libre mercado de Friedman y sus alumnos  lo mandaron al rincón, a purgar las culpas. Al capitalismo, insalvable, lo cuestionaron no sólo por ser inhumano, sino inviable. Debía enterrárselo y volver a las fuentes del humanismo europeo. Y, si bien los rasgos del nuevo orden no se establecían, los augures decían que iba a ser distinto a lo que fue en su tiempo “el socialismo real” –no era cuestión de apostar a un modelo ya obsoleto, al que sus padres intelectuales tributaban culto, mientras estuvo vigente– pero, fuese como fuese, iban a reinar pautas de solidaridad, mayor igualdad y se abandonaría la fiebre de acumular riqueza empobreciendo a las sociedades. Esta bella quimera, lo hemos dicho en otro lugar, ignora el problema de cuáles son las fuerzas sociales impulsoras del cambio –el actor revolucionario, “la fuerza material” que  hace suyo el programa, para el marxismo–, bajo qué cánones logra unirse la voluntad colectiva y qué cuestiones deben resolverse, en el periodo gestatorio, para triunfar sobre la resistencia que opondrán los núcleos del stablishment ¿O se supone que éste se sumará de buen grado a la sugestión de ceder el poder y los beneficios que protege, iluminados por el verbo de los epígonos de Charles Fourier?

La inconsistencia de esos planteos es abismal. Se menciona a Marx –otorga prestigio– pero con tanta incongruencia que el resultado es vender gato por liebre, sin que el cliente lo advierta. Si no hubiese esa finalidad, si descartamos la estafa ¿cómo explicar el retorno abierto al tipo de formulaciones que fueron tildadas (Engels dixit) de “socialismo utópico” por los creadores del marxismo, siendo que sus obras son conocidas? De pronto, un “nosotros” nacido del convencimiento espontáneo del género humano, nos lleva a Utopía (a una nueva cultura, ni más ni menos); salimos de la barbarie actual…sin los dolores del parto. Los latinoamericanos, afectos a reverenciar “la sabiduría” europea, deberemos comprender que la decadencia del viejo mundo está allí también, en la inconsistencia sin límites de su intelectualidad  “progresista”, cuya endeblez es patética.

No hay dudas de que la catástrofe actual generará cambios, en el mundo y en la Argentina, nuestra patria chica. Tal como lo conocemos, el paradigma neoliberal difícilmente sobrevivirá. Como mínimo, cabe suponer que la pandemia, como ocurrió con la crisis de 1930, impulsará el estatismo, al menos en el área de la salud pública. Será enorme la presión a sacar de allí a los mercaderes de la medicina; una montaña de muertos que eran evitables, acompañada de una catástrofe económica, también global, presionará a favor de políticas que sustraigan la supervivencia social de las manos del libre mercado, cuya lógica ignora el interés colectivo, aun en los términos de la reproducción del sistema. No obstante, la resistencia a cambiar (para “salvar lo principal”), por extraño que nos parezca, será feroz, allí donde existen poderosas fuerzas que crecieron destruyendo el “estado de bienestar”. Una de esas fuerzas, afirmadas en las décadas del mundo unipolar –que se sintió liberado de un enemigo sistémico, tras el derrumbe de la URSS– está constituida por las gigantescas empresas de salud, cuya acción, al vaciar los sistemas sanitarios públicos, crearon las condiciones que hacen fracasar hoy tan dramáticamente la lucha contra el coronavirus.

¡Raro sistema, éste, cabe decir, que tiene seguros para tantos riesgos y carece de red cuando salta en el trapecio, sin la mínima precaución! Ésa es la lógica, sin embargo, del capitalismo “de timba”, que es el dueño del poder actual. La especulación sin freno tolera a Trump, pero parece incapaz de escuchar a Sanders, el moderado, cuyas políticas atenderían más racionalmente a la preservación del sistema, amenazado por la avidez de Wall Street. No olvidemos, por otra parte, que la modalidad vigente sólo acentúa “lo natural” del orden capitalista. Los industriales de Bérgamo, que condenaron a muerte a sus propios obreros para no parar una producción de bienes que quizás no encuentren la demanda hoy, no fueron más cuerdos ni más deshumanizados que sus homólogos norteamericanos del sistema industrial, comercial, financiero… y hospitalario privado.

Antes de fantasear sobre “el día después”, debemos analizar qué ocurrirá durante la pandemia, país por país o, más precisamente, en aquellos Estados cuya situación, al finalizar este ciclo, pesará más en el futuro global. La pertinencia de plantearnos en estos términos el problema es evidente, si se advierte que el covid-19 ha puesto en cuestión el futuro de los países centrales del mundo y que la diferente capacidad de cada uno de ellos para responder a la crisis es desigual y probablemente determinará un cambio en las relaciones de poder entre unos y otros. En segundo lugar, es decisivo considerar cuánto se tardará en superar la pandemia, dada la relación, muy estrecha, entre la duración de la crisis y los daños que ocasionará, en vidas humanas, en destrucción de riqueza y en la aparición de tentativas dirigidas a replantear el rumbo que tienen los asuntos humanos, en nuestro tiempo. En este sentido, es útil evocar el impacto imborrable que sobre el espíritu humano tuvo el desarrollo de la primera guerra, en el doble sentido de terminar con la ilusión de que habíamos superado las tinieblas del medioevo, ingresando a un tiempo de humanización y progreso, mientras se desataba –recreando en cierto modo la fe en el hombre– la revolución, triunfante en el escenario del Imperio Zarista y amenazante, pero al fin fallida, en buena parte de Europa. Es semejante lo que puede decirse de la segunda guerra. Y, más cerca de nuestros días, la conmoción causada por la caída de la URSS, fatal para algunos y festejada por otros.

En principio, mal que les pese a los vendedores de utopías, es preciso decir que carece de sustento plantear la posibilidad de una transformación social progresiva sin un sujeto político apto para impulsarla, algo que supone, a su vez, trazar un programa que anticipe cuál será la formación social que releve al capitalismo. Sin bases programáticas ¿cómo construir una fuerza revolucionaria capaz de llevar el  proyecto a la práctica? Eludir esa tarea y “prometer” un cambio, en los términos que plantea cierto progresismo[2], es adormecer la conciencia pública, obstaculizar la tarea de construir sin demora el arsenal teórico-práctico que hará posible derrocar al capitalismo. Sin empezar por eso,  de un modo consecuente, la barbarie actual puede adoptar otras formas, pero no cederá: en suma, debe superarse el retraso, signado por “la crisis del pensamiento”, en el campo revolucionario. Si esta premisa es acertada, se impone analizar los orígenes y el desarrollo del abandono de la teoría que se calificaba  a sí misma como científica y revolucionaria, para retomar esa herencia intelectual, hoy extraviada. Esa empresa incluye luchar contra las baratijas que venden los postmodernistas “de izquierda” del género de Laclau[3] –una política sin clases sociales, fundada en “el discurso”– por una parte; por otra, proceder a una crítica también implacable contra el “marxismo” contemplativo que floreció en la Europa del Estado de Bienestar, para reasumir el que sostuvieron Lenin y Trotsky[4].

Pero veamos antes qué cabe esperar del despliegue de la pandemia en el mundo central, epicentro de la crisis y asiento, como sabemos, del imperialismo mundial.

La situación de los EEUU

Antes de la crisis del coronavirus, EEUU veía amenazado su poder global por la transformación de China en una potencia ya no limitada a una producción basta, sino que apostaba a ensanchar la barrera del conocimiento científico y tecnológico, mientras consolidaba su papel de “taller mundial”. Despejando su teatralización –por el lado estadounidense, ya que los chinos cultivan “el perfil bajo”–era un peligro cierto, pero ante el cual cabía trazar planes, para conjurarlo, sin que se precipitara una  catástrofe que pusiera contra las cuerdas al país del norte. La crisis del coronavirus alteró las cosas, al acentuar las tendencias que venían advirtiéndose, creando una situación de imprevisible final para la lucha por la hegemonía en el orden global. Si la prolongación de la pandemia supera la estimación frívola de Trump, los daños sufridos por la economía estadounidense pueden llevarla a la extrema debilidad que padecieron los europeos tras las guerras inter-imperialistas del siglo XX. Un estado en el cual, cabe recordarlo, Gran Bretaña y Francia vieron desvanecerse su imperio colonial, Alemania fue dividida y sólo el Plan Marshall –omitamos hablar del activo papel que tuvo Stalin, para cumplir con el pacto negociado en Yalta– aventó el peligro de la revolución social en el sector occidental del viejo continente.

 Es preciso eludir la tentación catastrofista. Pero no podemos, por esa razón, evitar la contemplación de una situación que socava el liderazgo mundial de EEUU. En primer lugar, es durísimo el golpe a la credibilidad del país, modelo emblemático del neoliberalismo. Ese paradigma, que comparte con sus aliados de la vieja Europa, fue desacreditado por la vergonzosa fragilidad de sus sistemas sanitarios y la clara irresponsabilidad del gobierno de Trump en el manejo de la pandemia. El Presidente fue un líder en hacer de la salud un mero negocio, rechazando incluso la débil ampliación de las coberturas médicas impulsada por Obama[5]. La ausencia estatal elevará criminalmente la cantidad de víctimas, como se vio en Italia, España, Francia y Gran Bretaña, que han sufrido las mismas políticas. Es de prever, sin embargo, que la debacle norteamericana adquiera una gravedad mucho mayor. A pocas semanas de iniciada la pandemia, tiene el país ya 27 millones de nuevos desocupados, lanzados a la calle por una legislación que libera el despido. Los cesantes, en consecuencia, se han sumado a los marginales en demanda de comida, generando colas a las que acuden hoy millones de hambrientos. Mientras tanto, el esfuerzo financiero del país se destina a salvar a las corporaciones del quebranto ocasionado por la  virtual desaparición de la demanda en ciertas ramas. En otros casos, una inmensa masa de recursos financieros, cedida a los gurúes de Wall Street, carente de opciones de inversión productiva, impulsa a la Bolsa a obrar como si nada estuviese pasando, con índices cuasi “normales”, evocando a la orquesta impávida del Titanic. A fines de marzo, 37 millones de estadounidenses eran víctimas del hambre, según Stiglitz. Carmen Reinhart, economista y profesora en Harvard, señala por su parte: “El deterioro en el mercado laboral en EEUU que vimos en tres semanas tomó 24 semanas en la recesión de 2008 y 2009”. Un colega suyo, Kenneth Rogoff, declara: “El derrumbe en curso será comparable o superior a cualquier recesión de los últimos 150 años”; “nada podrá evitarlo”. Señala, también, que “sin solución sanitaria es imposible predecir cómo terminará la crisis”; lo que sucede, a su juicio, “se parece a una invasión alienígena: la determinación y creatividad humana triunfarán, pero ¿a qué costo?”. Y agrega: “mientras la situación sanitaria no se resuelva, la situación económica será sombría. Y, una vez superada, el daño a las empresas y mercados de deuda tendrá efecto duradero, porque el nivel de endeudamiento era ya muy alto”[6]. Finalmente, en la última semana de marzo, Goldman Sachs pronosticaba que el PBI de los EEUU se contraerá a una tasa anual del 24% en el trimestre de abril a junio. Nadie cree, en el momento actual, en una rápida salida de la crisis. Y si ésta se prolonga más allá de cierto límite imposible de precisar, es posible pensar en un hundimiento catastrófico de la potencia norteamericana, que sumerja al país, como ocurrió con la URSS, en una situación de descontrol sistémico. Con Europa sumergida en su propio drama, nos preguntamos si el coronavirus –en la hipótesis de que las cosas se desarrollen de esa manera– no nos llevará, contra lo previsto en todos los exámenes previos a la aparición del covid-19, a un abrupto final de época.

Esta presunción no es alocada, creemos; sí lo sería predecir cómo se desarrollarán las cosas. La clave, respecto a lo principal, es que su historia y su sistema de creencias influyen negativamente en EEUU a la hora de enfrentar al “enemigo invisible”. Se trata, sabemos, de un país impregnado por la noción bíblica del “pueblo elegido”, macerado en el mito de su propia superioridad; habituado a pugnar en guerras lejanas y, con la excepción de Vietnam, a ganarlas sin que lastimen sus ciudades y campos; a subir hacia el poder global sin rasguños. Ideológica y políticamente sus ciudadanos son inusualmente primitivos, individualistas al extremo y aunque los últimos años hirieron parcialmente su confianza básica, con la deslocalización industrial y el retroceso industrial, el impacto se limita a incentivar el resentimiento hacia los trabajadores migrantes y hacia los señuelos que la prensa pone frente a sus ojos, para desviar hacia ellos la hostilidad resultante[7]. Trump ha explotado estos sentimientos, para vencer a los globalizadores que preferían a Clinton. Pero el resultado de su éxito fue dar al país un liderazgo en el cual el impulso reemplaza a las ideas claras e incluso a la sensatez[8] –quizás por eso de Dios ciega al que quiere perder–, un fatalismo que se traduce en que la decadencia norteamericana era irreversible y sólo es posible dilatar el fin. Ese estado de descomposición, anterior a la pandemia, puede ser acelerado por esta sorpresa[9] del covid-19, pero la antecede largamente.

La Unión Europea en la cuerda floja

Caulitativamente, si omitimos el caso particular de Alemania, los países europeos no están mejor, sino más débiles[10]. El brexit ya anticipaba el riesgo de un divorcio fatal. Las mezquindades nacionales, en el cuadro de la pandemia y la devastación económica consiguiente, pueden acelerarlo. Se negocia, en estos días, algo que se enuncia como un “nuevo Plan Marshall”, que nos evoca la frase famosa de los franceses, le mort saisit le vif (el muerto agarra al vivo): nadie explica quién pagará la fiesta, dado que no estarán los EEUU. ¿Alemania?: sus decisiones de las últimas décadas –recordar  que Grecia todavía sufre la determinación expoliadora de la banca germana– desalientan la apuesta, que ignora lo fundamental del orden senil, en ambas orillas del Océano Atlántico: la rigidez extrema del capital financiero y su origen, que no es moral; sólo remite a la naturaleza del capitalismo,  más desnuda que nunca en la era del parasitismo y la especulación financiera reinante en los centros del imperialismo mundial. No es previsible que Merkel sea una excepción, hoy, cuando debe afrontar los problemas de su país, que no serán pocos, en el próximo período. La mayoría de los restantes miembros de la Unión Europea, sin considerar a los ex países socialistas, sufren asfixia por la deuda externa, contraída en su mayor parte para transferir al Estado los quebrantos privados que originó la crisis del 2008. Con sus industrias heridas por la competencia china, refugiados en el rol  –el caso de Londres es emblemático en tal sentido– de plataformas operativas para la especulación financiera, privadas de la posibilidad de lograr un renacimiento de la producción industrial, sólo Alemania luce en ese escenario como una economía relativamente sólida.

Al mismo tiempo, la obsolescencia del sistema político es en todos los casos una manifestación de las resistencias sociales a registrar adecuadamente los datos de la realidad. La socialdemocracia luce más corrompida e inútil que nunca, para servir de instrumento de un cambio social. A su izquierda, nuevas formaciones, como Podemos en España, apenas apuestan a matizar con retoques el orden establecido por los neoliberales con la complicidad “socialista”: el capitalismo de timba. Y hasta las formaciones que prometían retomar un rumbo de transformación serio, como Syriza, capitularon ante las finanzas, es decir, demostraron ser válvulas de escape de la rebeldía popular, reflejando, quizás, los límites de su base social de sustentación[11].

En definitiva, ya que la recomposición de las estructuras políticas no sigue mecánicamente los ritmos de la realidad, la catástrofe en Europa no logrará producir a tiempo la renovación que podría salvarla del ingreso a un periodo de convulsiones económicas y sociales sin salida a la vista, muy semejante al reino de la barbarie que Rosa Luxemburgo señalaba como alternativa al triunfo del socialismo, en los primeros años del siglo XX. Si aquel señalamiento traduce actualmente cuáles son las opciones de Europa[12], cabe suponer que aquéllos que piensen en retomar la lucha revolucionaria asumida por el marxismo, que fracasó en la URSS, pero ha logrado hasta hoy triunfar en China, deben prepararse para una larga marcha.

El sujeto de la transformación  

Como una manifestación más de la vacuidad reinante en el pensamiento europeo “de izquierda” han de recordarse las teorizaciones que postulaban la presunta “desaparición del proletariado”, el actor revolucionario de la teoría marxista. Entre otras cosas, este manoseo frívolo de la teoría omitía considerar al menos dos hechos, no menores: en primer término, que la noción de proletariado nada tiene en común con la mirada de un sastre, que identifica al obrero si viste de mameluco. Para Marx, la determinación se relaciona con la necesidad de vender la fuerza de trabajo, no con la prenda que el trabajador usa. En tal caso, si los asalariados, ampliamente mayoritarios en el mundo europeo, son conformistas, habrá que averiguar de qué lugar proviene la renta que le permite al capitalismo de las metrópolis corromper a “su” proletariado con “buenos” salarios. Para Lenin y Trotsky es clara la respuesta: proviene de las colonias y semicolonias; en segundo lugar, que en estas décadas hemos visto el desarrollo del mayor proletariado de la historia universal, formado por 400 millones de chinos. Su representación política, el PCCH, emplea una formación “capitalista de Estado” para crear bases que son indispensables para llegar al socialismo. Ese proletariado y el partido que lo expresa, con deformaciones burocráticas, lleva adelante un programa cuyo final decidirá la lucha de clases a escala internacional, pero es un actor imposible de ignorar en la construcción del futuro.

Pero esta manera de analizar la cuestión, tan alejada de la trivialidad de gente como Laclau, Derrida, Zizek y Cía, requiere, como paso previo, romper la escisión, cuya paternidad fue netamente europea, entre una teorización supuestamente marxista, pero desentendida de la lucha política y el mandato de Marx de transformar el mundo.

Este fenómeno de disociación, entre el desarrollo teórico del marxismo y la lucha revolucionaria, en términos cada vez más acusados, arranca con el triunfo de Stalin en la URSS y se consolida a partir del asesinato de Trotsky[13], en Coyoacán. Después de la segunda guerra, mientras en Europa oriental el Ejército Rojo expandía las fronteras del “socialismo real” con eje ruso, el avance de la revolución, en otros teatros, como Yugoslavia y China –más tarde aparecerán Vietnam y Cuba–, no restauran la unidad entre teoría y práctica. Los líderes de todas las revoluciones triunfantes, Mao, Ho Chi Ming y Fidel, son grandes conductores y revolucionarios prácticos pero, salvo algún texto útil para orientar puntualmente a sus bases, no aportan algo nuevo a la teoría marxista, como ocurría antes con Lenin y los suyos ¿Es necesario recordar el nivel del debate y producción de documentos de los primeros Congresos de la III Internacional? Esa riqueza desapareció con la muerte de Trotsky[14], si atendemos a la elaboración de una teoría pensada para la lucha revolucionaria, respondiendo a la pauta trazada por Marx en la novena tesis sobre Feuerbach.

Esa “crisis del pensamiento” se exterioriza con la caída del “socialismo real”, pero no se origina en ese momento, sino en la imposición del “marxismo leninismo”, eufemismo destinado a escamotear la degradación del pensamiento marxista, que deja de ser un método vivo para adquirir el carácter de una retórica burocrática[15]. Pero no se trata de una desviación acotada, como otras que enfrentó el movimiento obrero en su historia anterior, sino de la “teoría” oficialmente adoptada por el país rector de la Internacional Comunista: Prolijamente depurada por la burocracia soviética, a lo largo de décadas, no hay ni un ápice de leninismo en sus cultores. Sus hallazgos sobresalientes, como cabe suponer, fueron “el socialismo en un solo país” –huevo de todas las criaturas horrendas paridas por el stalinismo– y la “coexistencia pacífica”, que acompañaría la derrota del capitalismo occidental en manos de la URSS, probando la superioridad de “la planificación”[16] sobre el mercado. Sobrevino lo contrario, como es sabido.

La Segunda Guerra Mundial fue un terremoto universal. Como había ocurrido con la primera, inauguró un ciclo de revoluciones coloniales que la Conferencia de Yalta y los pactos posteriores para el reparto del mundo no lograron frenar. En relación a China, la voluntad de Stalin fracasó en el intento de que Mao accediera a un acuerdo funesto con Chiang Kai Shek y la grandiosa revolución se adueñó del país, ensanchando enormemente el campo socialista. Ese triunfo pondría a prueba la hegemonía stalinista, en el corto plazo y, al confluir con otros factores, acabaría por impulsar una diáspora de los partidos comunistas locales respecto a Moscú, algo que, al conjugarse con la deriva de los partidos comunistas europeos y con los cambios experimentados en los dos escenarios en que se dividió Europa, terminó de horadar la hegemonía de Moscú. Esa situación señala un nuevo punto de partida, o una maduración en la debacle del stalinismo, que, asociada a la deriva de los partidos comunistas de la Europa occidental, que goza entretanto del Estado de bienestar, nos introduce de lleno en el proceso de la disociación antes referida, que debemos examinar.

Conviene partir de una obviedad reconocida: hasta el triunfo bolchevique, que desplaza hacia la URSS el centro de irradiación del marxismo revolucionario, su núcleo rector estaba en Europa, con liderazgo alemán. La socialdemocracia, clausurado el ciclo insurreccional posterior a la primera guerra, del cual emergió desacreditada pero resuelta a ratificar su rol de sostén del orden, superó la amenaza de pasar a la historia, aupada por la degeneración del proceso ruso. El triunfo de Stalin la situaba otra vez como defensora de “la democracia”, contra “el totalitarismo rojo”. Los zigzag del buró de la Internacional domesticada, con los extravíos y traiciones del stalinismo en China, en Alemania y en España, que concluyeron con el pacto Molotov-Ribbentrop[17], operaban para legitimar su defensa del “mundo libre”, antes y después de la Segunda Guerra.

Finalizada esta última, sin embargo, el rol de la URSS en la derrota de Hitler y el heroísmo indudable de los comunistas que lo enfrentaron en la Europa ocupada, en el marco de los padecimientos sufridos por sus pueblos, abrieron una oportunidad a la lucha revolucionaria, que los pactos de Stalin con EEUU y Gran Bretaña asfixiaron sin pudor, impulsando abiertamente acuerdos con las respectivas burguesías europeas, con la excepción de Yugoslavia, donde el mariscal Tito desobedeció y venció. El balance de la situación, que no puede excluir la ocupación por la URSS de la Europa del Este, ampliando hasta allí el “socialismo real”, restableció en general el prestigio de Stalin en el viejo mundo, mientras la mayoría de sus seguidores ocupaba el rol de oposición “democrática” al poder burgués, como representante de la izquierda del proletariado eurooccidental, con el centro a cargo de la socialdemocracia y las fuerzas burguesas a la derecha, entrelazados bajo la fórmula de la “coexistencia pacífica”.

Ahora bien, lo que se ha llamado “los treinta años gloriosos”, con la prosperidad inusitada y el “Estado de bienestar”, disiparon en Europa hasta el mínimo impulso de cambio revolucionario, adormeciendo al proletariado hasta tal punto que semejante fenómeno no podía dejar de reflejarse en el orden de las preocupaciones de la intelectualidad “de izquierda”, como una inclinación cada vez más acusada a huir de la realidad y dedicar su energía a la “teoría pura” –los matices entre el Marx joven y el maduro son un ejemplo–, lejos de las necesidades de la militancia revolucionaria[18]. Algo que a su vez no sólo traduce una resistencia a remar sobre un suelo rocoso, lo que sería atendible, sino los hábitos de mirar a Europa como el centro del mundo y a cerrar los ojos ante la explotación de la periferia, que explica la fiesta de los países centrales[19]. La enajenación adquiere un carácter “masivo”; el interés intelectual se hace ajeno al devenir histórico, si su análisis compromete. El proceso de la degeneración del Estado soviético y su proyección sobre la crisis del pensamiento “marxista” es ignorado. Es más saludable “no hablar de esas cosas”, usar el materialismo histórico en el estudio del tránsito del medioevo al mundo burgués y otras cuestiones igualmente inofensivas.

En esas condiciones, el derrumbe de la URSS terminó de disipar todo arresto “marxista”, sin merecer la atención de los que habían consagrado a Stalin como continuador de Marx y Lenin, convencidos, ahora, de que la destrucción por masas pequeño burguesas de las estatuas del jefe de la Revolución Rusa cancelaba definitivamente la perspectiva socialista. Aun aquéllos que no cedían abiertamente al planteo del “fin de la historia” limitaban sus ínfulas a pregonar la lucha por causas minoritarias, que asociaban a la utopía de “profundizar la democracia” sin revolución social.

En el escenario asiático, a su vez, chinos y vietnamitas, sin abandonar la lucha por “su” transición al  socialismo, renunciaban al afán de “exportar la revolución”, se cerraban sobre sí mismos y sustituían la retórica del “marxismo leninismo”, al menos en el plano internacional, por un empirismo centrado en establecer las relaciones convenientes para el interés nacional, de un modo crudo. Esta evolución no puede ser vista como una real pérdida, si lo vemos como admitir la inutilidad del stalinismo como “sistema de ideas”, sino más bien como un “sinceramiento”. No obstante, fue un episodio más en la disociación que analizamos, que ha sido fatal en otros territorios de la lucha por el socialismo, en los cuales el vacío gravita como pérdida de una guía para la acción. Como es de suponer, nuestro punto de vista es que superar el actual momento incluye enterrar los despojos del stalinismo, que abundan aún dispersos en muchos países.

La necesidad de actualizar el pensamiento revolucionario: tradición y renovación

La acumulación de síntomas, los quebrantos del 2008 y la pandemia actual, fenómenos que emergen  en el marco del declive de los países imperialistas y el ascenso de China, marcan la necesidad de diagnosticar a los enfermos, evitando que la barbarie siga propagándose en los EEUU y las naciones europeas, incorporando a sus sociedades a la lucha por superar las amenazas crecientes al destino humano, cuyo presente es horrible en los países periféricos. La historia opera, en las circunstancias que sufrimos, a favor de la convergencia del interés de los pueblos por superar el capitalismo senil y perverso que gobierna la actualidad. En ese marco, se impone la tarea de actualizar el pensamiento revolucionario, cerrando la escisión entre la teoría y la práctica a que nos hemos referido.

Por su alcance universal, mientras muchos de los gobiernos muestran la hilacha disputando recursos necesarios para enfrentarla, la pandemia impulsa al internacionalismo a los hombres, enfrentados a un orden que nos afecta a todos. El Manifiesto Comunista hizo de él un principio rector, traicionado por la socialdemocracia al desatarse la primera guerra europea. Usado por Stalin como taparrabos de su sinuosa diplomacia, obediente en parte a las necesidades de la URSS, pero mucho más a los virajes empíricos de la burocracia termidoriana, en su relación con los centros del poder mundial, fue arrojado al tacho de basura luego de la segunda guerra mundial, mientras se hacía manifiesto el egoísmo nacional vigente entre los trabajadores norteamericanos y europeos, cebados por el goce de la plusvalía colonial. En ese marco, que ha durado décadas, la izquierda metropolitana degeneró en bloque, al compás del aburguesamiento de sus adiposas sociedades.

El internacionalismo, sin embargo, como lo señalaron los primeros Congresos de la III Internacional, sólo puede ser consistente –no ser meramente declarativo– si saca las conclusiones que derivan del predominio global del imperialismo, que divide al mundo en un puñado de naciones explotadoras, por un lado, y una periferia semicolonial explotada por las primeras, que logran asociar a ese saqueo     a “sus” propios obreros, mientras hablan del atraso de las víctimas de su política. Como señalaba Trotsky, los “civilizados”, privándolos de su riqueza, cierran la ruta de los que quieren “civilizarse”. Mientras el proletariado estadounidense y europeo sea incapaz de asumir esta realidad y denunciar la explotación del mundo periférico, estará condenado a padecer la decadencia del sistema central y sus contradicciones crecientes. Es que, tal como lo señalara en 1810 Dionisio Inca Yupanqui, diputado por el Perú ante las Cortes de Cádiz y lo replicó Marx más adelante “un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”[20].

Ahora bien, una cosa es “volver” a los primeros congresos de la III Internacional y a las enseñanzas de Trotsky posteriores a la putrefacción a que la condujo el triunfo de la burocracia soviética, para poder establecer una continuidad con la experiencia histórica del marxismo revolucionario, y otra, diferente, retroceder… hasta Fourier y la utopía de transformar a la sociedad burguesa por medio de la educación y el diseño de falansterios.

Si la expansión del coronavirus se prolonga en el tiempo y los estragos que provoca en la vida social y la economía de los países que forman el núcleo del imperialismo mundial llevan a una destrucción similar a la provocada por las guerras en el universo europeo, es posible que estemos, esta vez sí, frente a “la caída del muro” de Wall Street[21], con lo esto implica: un posible apresuramiento de lo que se insinuaba ya como ascenso de China al liderazgo global. La reconfiguración geopolítica que un cambio semejante puede ocasionar sería mayor; con ella ingresaríamos a una nueva época, difícil de imaginar con alguna concreción. Pero, dada la circunstancia de que China se estructura sobre bases económico-sociales que, usando lógicas de mercado que le permiten desarrollar la productividad del trabajo y producir bienes de calidad creciente, en base a las cuales se apuesta a “alcanzar y superar al capitalismo”, lo hace construyendo un capitalismo de Estado –mientras el PCCH se apoya en esta base para sostener el control efectivo de la economía y la dirigir al país– con la finalidad de crear las bases materiales de una sociedad socialista[22]; razón por la cual comercia con el resto del mundo sin el afán de apoderarse del trabajo ajeno, aunque no actúe como un país filántropo [23] .

De todos modos, ni la mejor de las hipótesis incluye la expectativa de que los pueblos se rediman del desquicio actual –las contradicciones del capitalismo, en su estadio senil– por la acción salvífica de uno o más actores globales, que sustituyan el protagonismo de cada comunidad. Las contradicciones sociales de cada país deben ser resueltas por cada pueblo, liderado por las fuerzas estructuralmente  capacitadas para representar más fielmente el interés general.

En la periferia –donde los latinoamericanos estamos– la debilidad de los centros del poder mundial, como ocurrió cuando los absorbía un esfuerzo bélico, facilitará la batalla por liberarnos de la asfixia de las finanzas internacionales y conquistar la independencia, necesaria para priorizar el desarrollo de nuestros países, con la perspectiva de integrarnos a la economía global sin perder autonomía y destinando nuestras rentas a la expansión productiva y a una redistribución progresiva del ingreso y la riqueza nacional. Esta perspectiva, no es ocioso decirlo, depende en alto grado de lo que hagamos en la lucha contra el covid-19, limitando el daño en vidas humanas y evitando que los parásitos de la elite latinoamerica provoquen muertes que son evitables, para salvaguardar sus intereses, que son mezquinos.

Córdoba, 30 de abril de 2020

[1] Ver algunos textos en “La sopa de Wuhan”, entre otras manifestaciones del “fin del capitalismo”. También lo que por ahora sabemos de la campaña de Zizek, que combina la promesa de “un comunismo reinventado” con el ataque a China, en el mismo momento en que la prensa imperialista agrede al país como parte de la lucha de EEUU, que ve peligrar su hegemonía global https://www.cnnchile.com/cultura/libro-slavoj-zizek-coronavirus-pandemia_20200325/

[2] Sin incurrir en la tontería de que “una nueva sociedad” puede nacer de una toma de conciencia espontánea “de la humanidad”, hay quiénes se limitan a señalar la necesidad de movilizarse para lograrlo, explicando que lo contrario sería esperar que “el virus” se encargue de enterrar al capitalismo. Omiten decir, en este caso, que “la movilización”, sin teoría revolucionaria, como enseñó Lenin, no puede sostener una acción revolucionaria

[3] Ernesto Laclau fue el autor de excelentes trabajos, mientras se identificaba con el marxismo, entre los cuales  se destaca “Feudalismo y capitalismo en América Latina”. Nuestra critica se refiere al ciclo postmodernista de su producción. http://www.formacionpoliticapyp.com/2019/10/feudalismo-y-capitalismo-en-america-latina-1/

[4] Las sectas “trotskistas”, que originalmente cumplieron el rol de salvaguardar una tradición, son también una expresión de anquilosamiento y estrechez, por completo ajenos al Trotsky vivo. Someramente, vemos más adelante el tema de la relación (dialéctica) entre “ortodoxia” y “renovación”. En este momento, nos limitamos a señalar que Lenin fue “heterodoxo”, sin dejar por eso de ser fiel a Marx.

[5] Desde la gestión de Ronald Reagan los neoliberales impusieron el dogma de que “el gobierno no es la solución a nuestros problemas, el gobierno es el problema”. Una estafa, para reducir el Estado, ya que “el gobierno” no hace otra cosa que favorecer al stablishment, desmantelando lo público. En el 2018 y el 2019 recortó partidas al Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, así como despidió a la embajada médica en China, que le hubiese podido trasmitir al país rápida información sobre el desarrollo del covid-19. Trump pretende transferir a China su propia irresponsabilidad, en tal sentido, sin registrar que aun cuando el flagelo ya victimizaba a EEUU, él se empeñó en caracterizar al covid-19 como “una gripe” más.

[6] Sobre las opiniones de Carmen Reinhart, ver Clarín, 04/04/20; latercera.com 04/03/20; con Kenneth Rogoff,  reportaje en www.project-syndicate.org, 13/04/2020; pronóstico de Goldman Sachs El Economista 20/03/20.

[7] Sin alterar del todo esta situación, la confianza pública en el sistema de partidos ha decaído severamente. Sólo puede profundizarse, además, cuando se conozca la información de que diversos organismos alertaban desde el 2008 al poder norteamericano sobre el peligro de una pandemia de estas características. Remitimos, sobre el tema, al trabajo de Ignacio Ramonet “La pandemia y el sistema-mundo”, La Jornada, Méjico, 2020.

[8] Rick Bright, ex director de la Autoridad de Desarrollo e Investigación Biomédica Avanzada (BARDA, por sus iniciales en inglés) denunció que fue despedido por oponerse al intento de impulsar la hidroxicloroquina como fármaco contra el coronavirus, después de que Trump promoviera su uso desde el estrado de la sala de prensa de la Casa Blanca. Infobae, 23.04.2020.

[9] Algo más, sobre las alertas: la comunidad científica y los organismos de inteligencia advirtieron a Trump, que no  atendió a nadie. El dato puede usarse ahora para hacer del presidente “un chivo expiatorio”. Sin embargo,                una mirada más honesta indica que el stablishment, no sólo Trump, no permitió un cambio de paradigma en el sistema sanitario que lesionara a los monopolios que consideran a la salud como su coto de caza. En Europa, sin Trump, el sistema sanitario público fue igualmente destruido en Gran Bretaña, Francia, España e Italia, los cuatro países más dañados.

[10] Esta afirmación, aunque pueda parecer así, no contradice nuestro aserto sobre la mayor gravedad que reviste la crisis en EEUU. Atendíamos, en esa valoración, al papel estadounidense en el escenario internacional. En esta oportunidad tomamos en cuenta la menor potencia de los países europeos y la fragilidad del orden que los une.

[11] Si apreciamos como correctas las informaciones disponibles en América Latina, sus bases convalidaron la capitulación, prefiriendo permanecer en el marco del euro y la Unión Europea, que iba a echar a los griegos de aquélla si persistían en desafiar las exigencias de los usureros.  La pequeño burguesía progresista, técnica y profesional de Syriza no quería salir de la Unión Europea para huir físicamente del país. El propio Varufakis, quien era partidario de negociar “a cara de perro” pero no romper con la UE , fue de hecho víctima de las decisiones de Tsipras y se volvió de Londres. Los partidos decididos a romper, por su parte, carecían de peso en la conciencia popular, y al hacerse evidente que los europeos transformarían al país en un caos después de expulsarlo terminaron apoyando la claudicación.

[12] En el trabajo citado, Ignacio Ramonet subraya la mezquindad de los países “del norte europeo” ante la agonía de los mediterráneos, Italia y España, a los que privaron del auxilio financiero de la Unión, durante la pandemia. Los más afectados, opina correctamente el autor, precisan desesperadamente de un manejo monetario acorde a sus problemas y Alemania, Holanda y los nórdicos, no están dispuestos a sacrificar algo, para mantener la salud de los vínculos comunitarios. Un estallido de la UE es, por consiguiente, una posibilidad cercana.

[13] Trotsky señala que el mayor crimen del stalinismo fue “desarmar ideológicamente” al proletariado. Este juicio adquirió una actualidad dramática en los años de Gorbachov. La desintegración del sistema de ningún modo era deseada por los obreros soviéticos y varios hechos lo prueban. Sin embargo, además de carecer de un partido, lo que equivale a decir una política propia, su confusión era enorme y los incapacitaba parar sortear el dilema entre respaldar a los partidarios de sostener el orden stalinista, por un lado o apostar al triunfo de la tecnocracia pequeño burguesa entusiasmada en recorrer una ruta que a su juicio los llevaría al status de Alemania, no, como advertía Kagarlitsky, al despreciable tercer mundo.

[14] No desconocemos ningún aporte parcial posterior. Intentamos establecer, únicamente, los rasgos generales del proceso que conduce a lo que hoy se designa como “la crisis del pensamiento revolucionario”.

[15] Una manifestación flagrante de ese fenómeno se verifica en Gorbachov, elegido como sabemos legítimamente por el PCUS para conducir el partido y el estado. Basta leer cualquiera de sus trabajos para advertir la ausencia del método de Marx. Él y sus antecesores, incluido Stalin, usan una jerga de raíz marxista, invocan a Lenin y dan otras muestras externas de fidelidad al credo, pero es notorio que cuando analizan algo apelan al empirismo, sin otro recurso metodológico disponible. Igual fenómeno se advierte en los stalinistas que atribuyen la desintegración de la URSS a “la traición de Gorbachov”, retrogradando a la visión superada por Marx de “los grandes hombres” que “hacen la historia” y desentendiéndose de analizar las fuerzas en pugna.

[16] La planificación es superior al mercado a partir de un determinado umbral histórico, dice la teoría. El mercado, no obstante, no puede abolirse por una decisión; debe agotar su función útil, como el Estado. En “La revolución traicionada”, Trotsky señala con total claridad que sólo los anarquistas piensan que la mera voluntad puede resolver suprimirlos, si dispone del poder.

[17] El famoso pacto puede ser visto, con mirada occidental, como un crimen, cuando en tal caso cabe juzgarlo con la óptica que surge del registro de los errores de Stalin y la Internacional que ayudaron al triunfo de Hitler, pero, ante los hechos consumados, como un intento racional de impulsar al nazismo en dirección a Occidente, lo que se reveló salvífico  para la URSS. Por lo demás, la condena de “los demócratas” al aberrante pacto omite plantear que los aliados especulaban en sentido contrario, deseando que Hitler hiciera por ellos la tarea de destruir a su enemigo fundamental, el Estado obrero (degenerado, pero antagónico respecto al capitalismo).

[18] Éste es el sentido de situar la escisión en la muerte de Trotsky, ya que se trata del último gran intelectual marxista que era al mismo tiempo un dirigente revolucionario.

[19] En este sentido, se reproduce en odres nuevos la vieja tendencia de la socialdemocracia a la complicidad con la explotación de la periferia colonial y semicolonial. Las excepciones, dignas del reconocimiento –Sartre, con respecto a los argelinos, fue un caso ejemplar– no se apoyaban en una teoría general y una militancia empeñada en interpelar al proletariado de los centros imperialistas sobre la cuestión colonial.

[20] Es necesario reiterar, en este sentido, el señalamiento de la complicidad con “su” respectiva burguesía en que se incurre al denigrar al régimen chino desde el formalismo “democrático”, idealizando “la democracia” que reina en los centros del imperialismo mundial. Las viejas naciones, que construyeron el orden burgués en siglos pasados, no los alcanzaron con los buenos modales, sino con el uso generoso de la guillotina. El que quiera reflexionar con seriedad sobre esta cuestión, puede consultar el excelente trabajo de Barrington Moore, no casualmente centrado en tratar la historia de las revoluciones en Gran Bretaña y Francia, donde el autor prueba, sin proponérselo explícitamente, la falacia de estos “demócratas”. Nos referimos a “Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia”, Barrington Moore, Ediciones Península, 1976, Barcelona.

[21] Con esta expresión quiso caracterizarse el quebranto provocado por la crisis del 2008 en EEUU, cuyos efectos se mitigaron con el auxilio financiero del Estado norteamericano al precio de hipotecar más el futuro.

[22] Para un desarrollo de esta cuestión puede verse “¿Hacia dónde va China? Su transformación y el futuro del orden global” – http://aurelioarganaraz.com/economia-y-sociedad/hacia-donde-va-china-su-transformacion-y-el-futuro-del-orden-global/

[23] De todos modos, en relación a la pandemia es clara la diferencia  entre las conductas solidarias de China, Cuba y Rusia y las actitudes miserables y mezquinas de EE.UU. y los países imperialistas europeos.

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