SOBRE TABÚES Y FUERZAS ARMADAS
Enrique Lacolla
(nota publicada en Deodoro – junio 2014)
Después de un largo eclipse y en el marco de un mundo cada vez más inquieto, el tema militar vuelve por sus fueros.
Después de la dictadura todo debate serio sobre las Fuerzas Armadas se tornó en tabú. Las atrocidades cometidas durante el Proceso permitieron transformarlas en el chivo expiatorio de los males de una sociedad que no fue del todo inocente de esos crímenes y que prefirió transferir las culpas a los ejecutores de una política previamente determinada en las sedes del establishment y de la estructura internacional del poder.
Este lavado de manos se debió en buena medida al problema identitario que arrastramos como consecuencia de nuestra formación dependiente y del desarrollo torturado que ha tenido nuestra nación desde sus orígenes. Este marco ha ayudado a conformar un tipo de pensamiento que rehúye la realidad y tiende a resolver todo en blanco y negro.
Las Fuerzas Armadas son un resultante de nuestro pasado y no una creación intelectual, y por lo tanto participan de los rasgos que nos caracterizan. Como el país, han solido estar divididas dentro de sí mismas, tal y como lo ha estado el resto de la sociedad, desde la independencia hasta nuestros días. Es decir, entre una concepción soberanista de nuestra existencia y otra que sólo se la representa como prolongación apendicular de un poder externo. Esto es, como cliente de las potencias hegemónicas.
El carácter reaccionario y ferozmente represivo que las Fuerzas Armadas ostentaron durante los años del Proceso, por ejemplo, fue parte de una regresión argentina que tuvo su punto de inflexión en el golpe cívico-militar de 1955, y que remató en el genocidio social cometido por el neoliberalismo en la década de los 90. En las FF. AA. esa faceta brutal fue incentivada por la tutela militar norteamericana a través de la Escuela de las Américas y por una sumisión ideológica al esquema maniqueo de la guerra fría. Y fue asimismo exasperada por el accionar insensato de una guerrilla encandilada por el ejemplo de la revolución cubana y alienada de la comprensión de la compleja realidad social de nuestro país. Que estaba –y está– necesitada de un cambio en profundidad de sus estructuras, pero que no podía ni puede valerse para lograrlo de un aventurerismo abonado por la ingenuidad y la soberbia.
Como se ha solido decir, las Fuerzas Armadas fueron parte importantísima en la fundación de la nación. Pero no en el sentido que gustaban atribuirles Martínez de Hoz o Videla, que las interpretaban como sostenes de un mítico país en el cual la civilización se había impuesto a la barbarie para fundar una república aposentada en la paz de una casta rumiante, que masticaba los beneficios derivados de la explotación de la pampa ubérrima y de la inserción de sus productos en el mercado mundial. No, la importancia de las Fuerzas Armadas argentinas resulta del hecho de haber sido protagonistas contradictorias de una evolución histórica marcada por la ausencia de una clase dirigente digna de este título. Pues nuestra oligarquía, como señalara Jorge Abelardo Ramos, fue capitalista, pero no burguesa. El hueco que dejaba la inexistencia de una clase dirigente provista de interés por el desarrollo del mercado interno –y que con frecuencia apuntó a destruirlo con políticas que fueron de la liquidación militar de las resistencias interiores en el siglo XIX por el mitrismo, hasta la demolición del aparato industrial gestado durante el primer peronismo– hizo que las Fuerzas Armadas se convirtieran a veces en las representantes vicarias de un espíritu burgués ausente en la oligarquía. Esto determinó que en ocasiones trocaran su papel como ejecutoras de las políticas del grupo oligárquico para transformarse en exponentes de un espíritu contrario a él. Su composición social mayoritariamente pequeño burguesa, sus antecedentes en la lucha por la independencia y las guerras civiles, y su contacto directo, a través del servicio militar y del acantonamiento de las unidades en todo el país, con las masas de la Argentina profunda, fueron los componentes de esta contradicción dialéctica. Ni Mosconi, ni Savio, ni Perón, ni el Roca que incorporó a la Patagonia y federalizó a Buenos Aires hubieran sido posibles sin esta dinámica.
Ahora, en un escenario tenso por las reformas del kirchnerismo, rechazadas por el establishment a pesar de su moderada envergadura, se está volviendo a hablar del tema de las Fuerzas Armadas. Pero se lo hace, me temo, desde perspectivas coyunturales y que no terminan de ir al fondo de la cuestión; esto es, cuál es el proyecto estratégico de acuerdo al cual deberían conformarse. La manera de plantear el tema del retorno del servicio militar obligatorio es distintiva de esta distorsión: no podría encontrarse mayor disparate que el servicio militar selectivo propuesto por el senador Mario Ishii y del cual serían susceptibles sólo los jóvenes que no estudian ni trabajan, “para alejarlos de la droga y el delito”. Esta especie de regreso a las levas forzosas y al sistema que se aplicó en la guerra civil norteamericana o en las guerras del imperio napoleónico, cuando el hijo de una familia rica podía comprarse un reemplazo pobre que iría a hacerse matar en lugar de él, es de una imbecilidad suma. Como dijo el general Balza, “el ejército no es un reformatorio”. El servicio militar sólo cobra sentido si se lo encuadra en una política claramente orientada a una hipótesis estratégica. Y en este caso, dicha hipótesis, que emerge de una mirada al mapa, debería pasar por una existencia de unas fuerzas voluntarias altamente profesionalizadas y pobladas con jóvenes con vocación militar, con el eventual complemento de un reclutamiento, limitado a unos pocos meses de instrucción intensiva, de otros jóvenes en edad militar. Todo inserto en una doctrina histórica que interprete nuestro valor como sociedad democrática, educada y socialmente justa, adscripta a un bloque regional que tiene que jugar su propio papel en el mundo.
Ahora bien, esa doctrina involucra, mal que le pese a cierto progresismo, una hipótesis de conflicto. Tenemos un contencioso abierto en el mar Argentino, con la ocupación británica de las Malvinas y la existencia allí de una poderosa base militar (cuyos efectivos sobrepasan a la mitad de la población que dicen custodiar), que irradia su influencia sobre los recursos de la plataforma submarina y controla el acceso a la Antártida. No vivimos en un planeta tranquilo sino en uno donde se dirime un conflicto entre un proyecto unipolar y hegemónico y otro multipolar. La tensión que se origina en él alcanza a América Latina y nos pone en la necesidad de prepararnos para sus posibles desarrollos, derivados de las ambiciones que los países dominantes nutren respecto a nuestras reservas de recursos hídricos, agrícolas y mineros. Ello supone la necesidad de asociarnos con los países de nuestro hinterland, a los que estamos asociados por la historia, el interés y la cultura.
Afrontar estos requerimientos exige disponer de unas Fuerzas Armadas eficientes. En todos los rubros, pero en especial en el naval y el aeronáutico. Argentina dedica una porción mínima de su PBI al gasto militar, muy inferior al de los otros países de América Latina, si atendemos a la extensión de nuestro territorio. El equipamiento de las FF. AA. está obsoleto y tiene que ser renovado. Hacerlo, en el entendimiento de que esas fuerzas se insertarán en una concepción democrática y latinoamericana, es un requisito para la supervivencia. Pues sólo los países capaces de asumir su propia defensa pueden calificarse de soberanos.
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