Juan Domingo Perón – Presidente 02 – 520px

PROLETARIADO Y BONAPARTISMO

Jorge Abelardo Ramos – Un capítulo fundamental de la 4ª  Ed. de “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina” – 1972

Juan Domingo Perón - Presidente 02 - 520px

    El pasado argentino, en cierto modo, termina aquí. Todo lo que sigue luego es historia contemporánea, la que vivieron el que escribe y su generación y cuyos episodios se enlazan con las últimas dos décadas.

     Para el historiador, la tarea estaría concluida. Nadie puede dudar que el conjunto de problemas que nacen al mismo tiempo que el peronismo posee una actualidad ardiente. Parecería lícito, en consecuencia, detener la historia nacional en el umbral de 1946. Todo el repertorio de conflictos, fuerzas e ideas que brotan en ese año es el mismo que preocupa al argentino de hoy: el rol de los sindicatos, la política del Ejército, la crisis mortal de los viejos partidos, la reevaluación de la historia oficial y de la cultura satélite, la economía dependiente, la unidad latinoamericana.

     Ya es una opinión generalizada que en 1945 agoniza una Argentina que no merecía vivir. Con ese año concluye la larga noche de la Década Infame y el país se precipita hacia los tiempos  modernos. Millones de almas participaron con intensa pasión en la lucha por el Poder, lucha que aún no ha concluido y que vuelve el análisis de la década peronista un asunto de actualidad pura.

     La interrelación entre el pasado y el presente aparece en este caso a plena luz. De ahí que todo método académico carezca de valor para el tema que examinamos. El “período” de la historia estricta se combina tan irresistiblemente en esa confusa frontera donde lo histórico se trasmuta en lo político, que el lector convendrá con nosotros en la necesidad de realizar un esbozo de los últimos veinte años. ¿De qué serviría la historia, de otra manera, si no fuera para comprendernos en ella, sentirla parte de nuestra vida y exigirle que nos provea la clave del porvenir?

     El proceso que se corona con las jornadas de Octubre obedece no sólo a las fuerzas internas de la sociedad argentina que en 1945 se evidencian, sino a un acontecimiento de importancia histórica universal: la crisis mundial del imperialismo.

      Según se ha dicho, los nómades etíopes, tanto como los “gentleman” de Londres, viven en las condiciones de la dominación internacional de imperialismo. Sin embargo, no todos sufren sus efectos del mismo modo. Para unos, el imperialismo garantiza un alto nivel de vida, para otros, significa la abyección, el hambre y el atraso.

     La Argentina del 3 de junio de 1943 era indiscutiblemente una semi-colonia del Imperio británico. El estallido de la segunda guerra mundial no sólo aflojó los lazos tradicionales que la unían a la metrópoli inglesa, sino que se puso en juego en un teatro gigantesco el destino mismo del régimen capitalista y de las grandes potencias. La guerra devoró las últimas energías de Gran Bretaña, la transformó en lugarteniente de los Estados Unidos, arruinó para siempre la preeminencia continental de Francia, quitó a Italia todo ensueño imperial, dividió el territorio alemán, aniquiló al Japón, destronó a las putrefactas monarquías centro-europeas, inició una revolución agraria en los países del Este y presenció el grandioso nacimiento de la tercera revolución china. El año 1945 constituye algo así como el epicentro de este terremoto histórico que cambia la faz del planeta. En ese año las grandes masas de los países coloniales bajaron a la arena.

     Los beligerantes estaban agotados; la sangre, el terror, las movilizaciones, las catástrofes militares, las epidemias, el hambre devastador, habían llevado los sufrimientos de las masas a un extremo intolerable. Para poder sobrevivir, los países atrasados debían luchar contra sus opresores imperialistas, industrializarse, edificar su Estado nacional, levantar nuevos ejércitos, planificar la economía, abatir la barbarie agraria. Todos estás tareas, “burguesas” por su contenido económico y social, debieron ser realizadas bajo la conducción del proletariado, que en los países atrasados es la única clase capaz de arrastrar a todo el resto del pueblo por su peso en la producción, su coherencia social y su arrojo político. Tal fue el caso de China, Yugoeslavia y Vietnam.

     En América Latina, el flagelo de la guerra había sido sustancialmente soslayado. Sometida, sin embargo, al yugo deformante del imperialismo, su economía unilateral estaba íntimamente ligada a las alternativas de las grandes metrópolis. El auge efímero de las materias primas, estimulado por la necesidad de la industria bélica, desapareció tan bruscamente como se iniciara, hundiendo más aún el nivel de vida de las grandes masas latinoamericanas. Si en Asia, África o Medio Oriente nace en 1945 un ciclo de levantamientos nacionales revolucionarios que lucha con las armas en la mano por su autodeterminación, en América Latina y con variada fortuna se plantean fenómenos políticos y sociales similares.

      El aprismo en el Perú coparticipa en el gobierno, aunque sin poder resolver ningún problema esencial del país; Vargas, síntesis de los heterogéneos sectores nacionales del Brasil, cambia su curso político y busca el apoyo popular; Villarroel y Paz Estensoro en Bolivia hacen una tentativa que el imperialismo frustra y caen en 1946; Grau San Martín en Cuba, Gaitán en Colombia, Betancourt en Venezuela, son otros tantos ensayos de nacionalismo pequeño burgués que el imperialismo desnaturaliza, corrompe o aplasta. Es en ese cuadro histórico perfectamente claro que aparece Perón en ese año clave. Tampoco sería un puro azar que este caudillo de la revolución popular argentina, etapa de la revolución latinoamericana, proviniera del Ejército (1).

EJÉRCITO Y CLASE OBRERA

      Al fin y al cabo, el Ejército argentino era la única institución argentina centralizada, ligada al presupuesto estatal y dotada de una sicología esencialmente nacional que permanecía al margen de la colonización imperialista. Ni la Suprema Corte, ni las instituciones tradicionales, ni la Universidad, ni la burguesía industrial, poseían una conciencia de los intereses del país. Aunque falseada por la influencia ideológica reaccionaria del clero y los prejuicios de su formación profesional, la nueva generación militar alimentaba aspiraciones que interpretaban a su modo los intereses generales del país. No había otra fuerza; no existía un partido político (que podía haber sido el radicalismo), para cumplir esa función directiva en la época que se abría. Así fue como el Ejército se transformó en el partido político del 4 de junio y en el aliado de la clase obrera el 17 de Octubre. Estas dos fuerzas decisivas constituyeron la base inmediata del poder peronista en 1946. Ya en esos años – y la leyenda perdurará hasta nuestros días– se intentó presentar a Perón como al demiurgo de todo el proceso. La “oposición democrática”, dirigida por el imperialismo, hizo de este hombre un mago responsable de todo, que mediante el empleo de artes diabólicas, de la falsificación de los padrones y del terror policial, forjó una dictadura omnipotente y un movimiento que habrá de morir con su creador. La monstruosidad de este juicio histórico, tan falso como reaccionario, tan superficial como perverso, se origina en el designio imperialista de oscurecer la historia contemporánea del pueblo argentino. Perón no creó el 17 de Octubre; sería más correcto decir que el 17 de Octubre lo engendró a él.

     El país estaba maduro para emprender el camino de la industrialización y la modernización de su estructura jurídica y política. La clase obrera ya no era extranjera, como a principios del siglo; los “cabecitas negras” provenientes de provincias rodeaban Buenos Aires. El interior había establecido el fin una fusión indestructible con la capital histórica de los argentinos. Buenos Aires había dejado de ser la vieja ciudad improductiva comercial y burocrática del cosmopolitismo especulador. Ya era un centro activo de la industria y el verdadero núcleo de un poder económico nuevo (2). Si el país exigía la renovación de todo su dispositivo político para adecuar el Estado a las necesidades industriales, si la burguesía industrial carecía de partido, si el proletariado tampoco contaba con el suyo, si todos los organismos cívicos restantes estaban de una manera u otra bajo la presión imperialista, el año 1945 asistió a un espectáculo punzante y asombroso: un jefe militar se transforma en cabeza de un movimiento de masas, burgués por su ideología, proletariado y popular por su base de sustentación, nacional por sus objetivos.

LA BURGUESÍA INDUSTRIAL

      Perón aparece como el representante histórico de la burguesía industrial, ya que no como su expresión política, pues esta última, cobarde y caótica, inconsciente y semi-extranjera, le es hostil en su mayor parte. En un país semi-colonial en crecimiento como la Argentina, los sectores sociales pueden dividirse en dos grandes grupos, aquellos que encuentran su fuente de ganancias en el mercado internacional y los que producen para nuestro mercado interno. Entre los primeros se encuentran ante todo los privilegiados ganaderos e invernadores bonaerenses; los exportadores de materias primas; los importadores de artículos industriales de los países imperialistas, mero agentes comerciales de las metrópolis, la burguesía agraria del Litoral que vende sus cereales a Europa (campesinos y chacareros acomodados), los sectores financieros que especulan entre la producción y la comercialización, asociados a sociedades anónimas del exterior. Dicha maraña de intereses encuentra su núcleo dominante en los estancieros de la provincia de Buenos Aires, verdaderos jefes de esta oligarquía cuya carencia de espíritu nacional yace en la base de sus intereses económicos ligados al exterior.

     Esta poderosa fuerza profesa la religión del librecambismo y es la socia menor de las grandes metrópolis. Encuentra su principal expresión política en el Partido Demócrata Nacional bonaerense, en la Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio, en los grandes diarios de “doctrina”. Su ala “popular”, que esconde dificultosamente la política reaccionaria de sus mandantes, se encuentra en el radicalismo unionista, los antiguos “antipersonalistas” o amigos de Alvear, en el Partido Socialista de la Capital Federal y el Partido Demócrata Progresista de Santa Fe. El sistema en su conjunto ha sido constituido a lo largo de cincuenta años por el imperialismo. Ha revelado siempre su gran eficacia y su poder de intimidación psicológica sobre la pequeña burguesía de Buenos Aires, a la que ha movilizado en las grandes crisis; este sistema se mantuvo intacto hasta 1955.

      Es imposible excluir de esta enumeración al sector menos ruidoso, pero igualmente sórdido y más antinacional, si cabe decirlo, de la oligarquía: los monopolistas laneros de la Patagonia anglo-argentina cuyos nombres simbólicos son los Braun Menéndez, Campos Menéndez y Menéndez Behety, que constituyen un capitalismo feudalizado en un territorio de soberanía nominal.

    También existe una “burguesía agraria proteccionista”, de los cultivos industriales, sobre todo en el azúcar del Norte y el vino de Cuyo, que domina el mercado interno y cuya vinculación con el sistema oligárquico es inquebrantable. Les basta la tradicional defensa aduanera para sus productos: entregan al poder oligárquico el resto del país. De esta calaña brotaron los Patrón Costas. Por lo demás, en el mistificado país anterior al peronismo, ni siquiera los industriales de capital nacional y aspiraciones más o menos nacionalistas tenían una organización que realmente respondiera a sus intereses. La Unión Industrial Argentina estuvo durante muchos años presidida por Don Luis Colombo, cuya oficina particular se encontraba por simple casualidad en el mismo edificio que la Embajada británica, y que era un personero de los intereses de Lengs, Roberts y Cía. Pertenecía Colombo a ese géneros de industriales tolerados por la oligarquía librecambista, que habían crecido en la elaboración de productos agrarios y arraigado en el seno del sistema exportador e importador.

     Todas las demás, eran “industrias artificiales”, como decía la Sociedad Rural Argentina, o “seudo-industrias”, como afirmarán más tarde algunos agentes imperialistas. Para considerar a la Unión Industrial representante de la “industria argentina”, bastará señalar que entre sus socios de 1945 figuraba Joaquín S de Anchorena, como perteneciente al gremio de “abogados adheridos” (3). Entre los socios de la Unión Industrial aparecen la Compañía de Petróleo Shell, la Sherwin Wlliams Argentina de Pinturas y Barnices, el monopolio cerealista Dreyfus y Cía., la filial argentina de Squibb and Sons, los neumáticos Dunlop, la holandesa Philips, la Philco, Olivetti, Bunge y Born, la textil Ducilo, la Duperial, la Compañía Italo Argentina de Electricidad, la Coca-Cola y hasta los criollísimos Chiclets Adams (4). Esta Unión Industrial Argentina reflejaba la “independencia” de la burguesía industrial. Su estructura también explica la razón por la cual un movimiento nacional como el peronismo debía expresar los intereses de la burguesía, demasiado comprometida con el imperialismo como para actuar por sí misma. “Una dictadura según el modelo bonapartista, escribía Engels, conforma los principales intereses de la burguesía, aún en oposición a la burguesía misma, pero no le deja ninguna participación en el control de los negocios. Por otra parte, la dictadura se ve obligada en contra de su voluntad a adoptar los intereses materiales de la burguesía”.

EL CAPITAL EXTRANJERO EN LA INDUSTRIA

      En los países semi-coloniales, según puede observarse, las fuerzas entre la burguesía masiva y el capital extranjero, están desproporcionadamente a favor de este último, que cuenta con el apoyo de la prensa,  los partidos políticos, la oligarquía y hasta sectores de la pequeña burguesía privilegiada y enceguecida por la falsificación de la historia y la tradición cultural. En los momentos de crisis, las formas del bonapartismo aparecen como una solución radical de las fuerzas nacionales reprimidas que tienden a expresarse a través del Ejército, la burocracia y la policía para enfrentar a sus poderosos enemigos interiores y exteriores. Para asumir plenamente su papel, el candidato a Bonaparte no puede esgrimir un programa puramente burgués, como el que expondría la Confederación General Económica, por ejemplo. Está imperiosamente obligado a levantar banderas obreras y populares.

     Al satisfacer las aspiraciones de las clases más oprimidas y postergadas, puede lograr con su movilización revolucionaria una base de masas lo suficientemente enérgica como para enfrentar con éxito a los adversarios de la burguesía nacional. Esta misma está aterrorizada y se repliega entre sus adversarios, pero el contenido económico y social del movimiento nacional consiste en perseguir un desenvolvimiento del capitalismo autóctono. Así, el bonapartismo surge de contradicciones irresolubles de la semi-colonia en condiciones propicias para su liberación: convoca a veces a la “revolución social”, pero rara  vez logra llevar hasta el fin la “revolución nacional”.

     Si dependencia de la provisión de maquinarias, materias primas y accesorios de las metrópolis imperialistas, imponía a la burguesía industrial argentina una extrema cautela política. Mientras la oligarquía ganadera, a través de “La Prensa” y “La Nación”, la Universidad y sus profesores de economía, las grandes instituciones de cultura y los partidos lacayos, afirmaban sin contradictores el destino agrario del país, la burguesía industrial no era capaz ni de sostener el diario “Reconquista” en 1940, que defendía la neutralidad y la industrialización, dos consignas básicas del nacionalismo industrial de la época.

      Como por otra parte las inversiones imperialistas en la industria argentina eran muy importantes, por razones ya indicadas anteriormente, nuestra burguesía industrial, que teóricamente debía ser el eje para un desarrollo industrial impetuoso, vivió siempre trabada por antagonismos debilitantes. Aquellas industrias que eran de capital nacional asimismo eran propiedad de extranjeros o hijos de extranjeros (5). La influencia de la ideología imperialista, predominante en el último medio siglo, gravitaba en estos industriales y los impulsaba a adorar de rodillas la técnica imperialista, sus instituciones y sus mitos, cerrándose el camino para una verdadera comprensión de su papel en la Argentina, país al que generalmente subestimaban o no comprendían.

      Antes sus obreros criollos, el industrial extranjero o extranjerizante se identificaba con la clase tradicional e imitaba servilmente del modelo imperialista no sólo los artículos que fabricaba, sino también los modos de pensamientos, los hábitos y los prejuicios antiargentinos de la oligarquía  parasitaria. Enviaba a sus hijos a internados ingleses; su aspiración suprema era transformarse en un caballero y atiborrarse rápidamente de dinero. Indiferente a los problemas del país, rehuyó, a semejanza de la oligarquía ganadera, invertir capitales en empresas de gran vuelo como la industria pesada. La industria de bienes de consumo era su centro. En el mercado tentador de la guerra, sin competencia y con una masa de consumidores en rápida expansión, burlaba al fisco y especulaba con materias primas, como lo hará luego con los permisos de cambio. Agiotista e improvisado, formará en las filas hostiles al peronismo que lo enriquecía, mientras beneficiaba con su publicidad a los órganos oligárquicos que deseaban aniquilarlo. Tal será su miserable destino.

     En los años dorados del régimen la más alta ambición de este género de industriales será deslizarse en Punta del Este entre los círculos del altanero patriciado.

     Después de la caída de Perón, aprenderá refinamientos culinarios o vocablos de timadores (marketing, ejecutivo) en las “revistas de noticias” controladas por el capital extranjero (6). Landrú, nuestro Daumier criollo, ha retratado corrosivamente esas modalidades de la estupidez burguesa.

     Las movilizaciones obreras que Perón canalizó para resistir las pretensiones del imperialismo, intimidaron a la burguesía industrial. Consideró una estafa los altos salarios y detestó las reivindicaciones obreras con la misma intensidad con que el imperialismo y la oligarquía aborrecían a Perón, cabeza visible de todo el proceso. El gobierno peronista la abrumará de reglamentaciones; humillada y zarandeada, la burguesía industrial se hará millonaria a pesar suyo (7).

     Sólo una minoría de industriales, después de muchas vacilaciones, se decidió a apoyar al nuevo régimen. Su representante más caracterizado fue Miguel Miranda, y como no podía ser de otro modo, encarnó ante todo los intereses de la industria liviana. Fue su dirigente más resuelto y capaz, un verdadero “patrón de combate”. Perón le dio poderes para el manejo de la política económica. La gestión de Miranda señaló el completo predominio de la industria liviana en los primeros años del régimen y ahí debe buscarse una de las causas de su colapso final.

MIRANDA Y LA INDUSTRIA LIVIANA

     Los tres años que duró la influencia de Miranda fueron precisamente los más florecientes de la economía argentina; existía un tesoro de divisas provenientes de las exportaciones argentinas durante la guerra, que no habían sido pagadas por el imperialismo. Miranda dirigió la economía: en primer término, defendió los intereses de su clase, que era por supuesto más progresista que los dueños de vacas, pero a la cual poco le interesaba el establecimiento de la industria pesada.

     La debilidad de Perón consistió en otorgarle a Miranda tanto poder indiscriminado, pues el trienio 1946-49 fue justamente la gran oportunidad para echar las bases de la industria pesada argentina, por la crisis desesperante que sacudía a Europa; fábricas enteras, plantas completas de siderurgia, automóviles y toda clase de maquinarias estaban dispuestas a emigrar del viejo Mundo. La burguesía industrial europea vivía aterrorizada y desorganizada por la guerra y el espectro comunista. Ese fue el momento, pero Miranda, y Perón con él, lo dejaron pasar. El “dictador económico”, como lo llamaba Perón, inundó el mercado argentino de “jeeps” usados y del sobrante  de la guerra yanqui, chatarra inservible que se pudrió en los depósitos del IAPI. No se vea en este grave error un pecado individual. En último análisis el país salía del estado pastoril y la revolución llevaba en su primera oleada a un jefe militar como conductor político y a un hombre de la industria liviana a dirigir la economía.

     Miranda comprendía demasiado bien que la industria pesada no podía levantarse de la noche a la mañana. Exigía grandes capitales y elementos que sólo podían adquirirse en el exterior. Estados Unidos ejercía sobre la Argentina un bloqueo inflexible y una guerra económica sistemática. Para la industria liviana era un acto de literatura gratuita volcar el peso del país en los altos hornos. Prefería adquirir en el exterior las maquinarias y las herramientas para fabricar botones, tejidos o lápices, es decir, llegar a un acuerdo con el imperialismo a costa del desarrollo costoso, difícil y lleno de obstáculos del otro camino. Por esa razón Miranda se trabó en una áspera lucha con el Ejército. El conflicto político entablado entre el diario nacionalista “Tribuna” y el ala mirandísta no reflejaba sino el choque de dos concepciones diferentes: la industria liviana y la industria pesada, esta última presentada por la tendencia más esclarecida de las fuerzas armadas (8).

      El insuficiente desarrollo nacional, deformado por el imperialismo durante un siglo, había impedido obtener capitales nacionales para construir la siderurgia. La elaboración de aceros en cantidad y calidad suficientes es indispensable para alimentar a la industria constructora de máquinas; esta última proporciona a las industrias ligeras la maquinaria y los útiles para la producción de artículos de consumo.

EL EJÉRCITO COMO INDUSTRIA PRODUCTIVA DIRECTA

     La industria pesada es la clave de una verdadera soberanía política, y está ligada forzosamente a la explotación de minerales en gran escala. La política minera tradicional de la oligarquía fue impedir la explotación de los yacimientos conocidos por todos los medios. Desde las famosas “reservas”, asignadas a los agentes del imperialismo, que las mantenían sin explotar, hasta los fletes ferroviarios prohibitivos, todo convergió a neutralizar la expansión de una floreciente  industria minera. Para justificar esta situación, el imperialismo y su sistema intelectual nativo elaboraron la leyenda de nuestra indigencia geológica: durante muchas décadas fue un lugar común de nuestros profesores, periodistas y técnicos hablar de la “inexistencia de minerales utilizables en la Argentina”. La política crediticia de los bancos manejados por el imperialismo ahogó además las tentativas de los “pionners” que se negaban a escuchar las voces de desaliento. Aun en nuestros días (1970) el puñado de geólogos que egresa anualmente de nuestras Universidades carece de perspectivas profesionales.

      De la misma manera que la ausencia de una fuerza política propia de la burguesía industrial obligó al Ejército a convertirse el 4 de junio en un partido político en defensa de los intereses nacionales, la inexistencia de capitales disponibles para desarrollar la industria pesada transformó al Estado en banquero de la siderurgia. El “intervensionismo estatal”, que los voceros bien pagados de la oligarquía condenan como una plaga de los “totalitarios” (mientras que, por el contrario, es un rasgo distintivo de todos los Estados modernos), se reveló indispensable.

     Nadie ignoraba que ningún país ha podido industrializarse sin una adecuada protección aduanera y bancaria. Así creció la industria inglesa, que levantó la bandera del librecambio cuando estuvo en condiciones de competir con naciones más débiles. Cuando Alemania se lanzó después de 1870 a disputarle sus propios mercados, respaldada por una industria más joven y eficiente, Inglaterra volvió a su antiguo proteccionismo para defenderse de la rivalidad alemana. Conservó su criterio librecambista para las colonias, adoptando una política proteccionista ante las potencias competidoras. Lo mismo hizo y hace Estados Unidos, cuyos teóricos Hamilton e Ingersoll predicaron para los yanquis, en la misma época en que Federico List lo hacía a los alemanes, la política defensiva del proteccionismo para propulsar la industria nacional.

     Dentro del Estado argentino, el Ejército jugaba el papel principal. La Dirección de Fabricaciones Militares condujo la organización de varias industrias con notable éxito. Esto bastó, sobre todo desde el 4 de junio y el 17 de Octubre, para que la oposición antinacional denunciara la actividad industrial de los militares como una tentativa “prebélica” o síntoma de la agresividad del Ejército. Como esta campaña malévola pretendían ocultar la realidad: el Ejército suplía el raquitismo del capitalismo argentino, levantando altos hornos en el Norte, mientras la Marina iniciaba la explotación de cuencas carboníferas en el Sur. Como nadie ignora hoy, estas fábricas no sólo producían armas, sino que su actividad fundamental estaba dirigida a proporcionar a la industria liviana y mediana los accesorios y materias primas requeridas para su continuidad productiva. En nuestros días estas reflexiones parecen caso juzgado; en 1946 constituían el tema ardiente que moldeaba la oposición “democrática” para aislar al gobierno de Perón de todo apoyo en la clase media, que en una ciudad cosmopolita como Buenos Aires está imbuida de prejuicios “antimilitaristas”.

     La caída de Miranda en 1949 pareció dar más influencia a la tendencia nacionalista del Ejército, que comenzó a preparar sus líneas para la realización del plan del General Savio. La más importante expresión de esta nueva política sería la Siderurgia de San Nicolás.

     Hecho significativo, el obeso y risueño Miranda deja el poder económico cuando el crecimiento industrial se detiene, al mismo tiempo que bajan los valores de las exportaciones argentinas y se disipan las divisas de la postguerra. Con esto venía a demostrarse la fragilidad de todos los planes fundados en un crecimiento económico promovido por las exportaciones agrarias en el cuadro del viejo orden. O el país convertía la pampa ganadera privilegiada en la base de la capitalización industrial mediante la expropiación de la oligarquía, o el programa industrializador peligraba. Por lo demás, esto “planes quinquenales” no tenían sino una analogía terminológica con una verdadera planificación socialista de todos los recursos nacionales. No modificaban de raíz la estructura caduca, sino que la modernizaban hasta los límites compatibles con la subsistencia social de la oligarquía.

LA NACIONALIZACIÓN DE LOS FERROCARRILES

     La expiración de la ley Mitre planteaba ya el destino de los ferrocarriles argentinos. Desde 1930 no pagaban intereses; sus altos costos de mantenimiento, el desarrollo del transporte automotor, la expansión de las redes camineras, habían transformado a la explotación ferroviaria en una inversión antieconómica. Pero no había anulado, en modo alguno, su importancia decisiva para una política de soberanía y de remodelación del país. La decadencia del sistema ferroviario coincide por otra parte con el estancamiento de la producción agrícola argentina, directo resultado de la saturación de los mercados europeos. Ferrocarriles, inmigración y producción agrícola se detienen en 1930, año cardinal de nuestra historia contemporánea. Pero los ferrocarriles de capital británico, en manos imperialistas, constituían una palanca decisiva de la vida económica argentina: a través de su política tarifaria regulaban la prosperidad o la agonía de cualquier región de la república. Magno cliente de la industria metalúrgica británica, el sistema ferroviario en nuestro país era una rica fuente de divisas para el Imperio. Todo el secreto estaba ahí.

     Los accionistas británicos no se quejaban de una inversión que no daba ganancias derivadas de su actividad en el transporte. Se veían muy bien retribuidos con la producción de grandes fábricas de Inglaterra, de las que eran también propietarios, y que abastecían a los ferrocarriles argentinos de todos los accesorios necesarios. Tal era la estipulación de la Ley Mitre. Desde las locomotoras hasta los más insignificantes artículos sanitarios debían ser adquiridos en Gran Bretaña. Si la estrategia de las tarifas ahogaba una industria cualquiera del interior, la obligatoriedad de comprar todo en Inglaterra remataba nuestro carácter pastoril.

     La política económica del peronismo ha sido juzgada desde tres ángulos: por los partidos del sistema oligárquico, como “totalitaria”; por los peronistas, como impoluta y providencial; por la “izquierda cipaya” de todos los matices, y un sector del nacionalismo, como prueba de que Perón reflejaba los intereses británicos. Apologistas y críticos dejan de lado, generalmente, el hecho de que un país semicolonial no puede ejecutar una política tajante y definida, excepto si su proceso revolucionario está dirigido por su proletariado.

Pero éste no era el caso de la Argentina de 1946. En el peronismo se manifestaban varias clases sociales y el representante de todas ellas, en primer lugar de la burguesía, era un jefe militar, que imprimió a todo el proceso revolucionario su propio carácter, sus debilidades tanto como sus aciertos. Lo que queda fuera de toda discusión es el carácter nacional de esta política. Sólo los escépticos roídos por su propia impotencia, que a menudo se disfrazan de “marxistas”, continúan dos décadas después de los grandes acontecimientos, rumiando sus observaciones estériles. Entre los temas favoritos de la malignidad antiperonista estuvo la nacionalización de los ferrocarriles. Un verdadero clamor se elevó desde las tribunas más antinacionales del país contra la nacionalización. El argumento no podía ser más “patriótico”. ¡Perón había pagado generosa y despreocupadamente a los ingleses mucho más de lo que valía ese “hierro viejo”! Desde el punto de vista político, bastará indicar que tales críticas procedían sobre todo de “La Vanguardia”, órgano de la Casa del Pueblo y de “Argentina Libre”, órgano de la Embajada inglesa (9). Más tarde el curioso nacionalista Julio Irazusta resumirá en un libro la indigente teoría de la anglofilia de Perón (10).

EL IMPERIO BRITÁNICO AL TERMINAR LA GUERRA

     La situación de Gran Bretaña al terminar la guerra imperialista era muy grave. Antes del conflicto, los ingleses hacían frente a su balanza comercial desfavorable con los “ingresos invisibles” del exterior o los dividendos de sus inversiones extranjeras. Gozaba, según hemos visto, de un “status” de Estado rentista. Pero la guerra arruinó ese esplendor victoriano y devoró implacablemente gran parte de sus inversiones exteriores. Se calculaba en 1945 que Gran Bretaña estaría obligada a elevar el nivel de sus exportaciones en un 50% en la postguerra para sostenerse en su antiguo nivel. Poco antes de morir, Lord Keynes predicaba el bilateralismo, la depreciación del circulante y el control de cambios para el desdentado león británico. Gran Bretaña había llegado a contraer una deuda externa de 1652 millones de libras esterlinas al terminar la guerra. Un experto norteamericano opinaba que “los balances bloqueados han crecido en tales proporciones y las fuentes de recursos de Gran Bretaña se han reducido tanto que será imposible hacer frente a los requerimientos originales que solicitan la cancelación para 5 años después de la guerra… Nuestros exportadores, por medio de la existencia de tales créditos de esterlinas bloqueadas podrán encontrar efectivamente cerrados mercados prometedores” (11).

     En tales circunstancias, podía inferirse que los fondos bloqueados en el Banco de Inglaterra, fruto de las exportaciones argentinas no pagadas durante la guerra y que ascendían a 140 millones de libras, podrían servir como moneda de pago para los ferrocarriles de propiedad británica en nuestro país. La nacionalización estaba al alcance de la mano y, por lo demás, expiraba pronto la Ley Mitre. Sin embargo y conducidas por Miguel Miranda, personificación de los sectores de la burguesía industrial que influían en ese momento sobre Perón, las negociaciones con la misión inglesa llevaron a firmar el acuerdo Miranda-Eady, por el cual se formaba una empresa mixta anglo-argentina. El acuerdo constituía un golpe maestro del Imperio británico. Era un negocio ruinoso para la Argentina, en el momento más excepcional que le podía brindar la historia. Con ligereza, Perón habló de la “recuperación nacional” y Miranda, como otro Luis Colombo, elogió el aporte inglés al progreso argentino. Sin embargo, cuatro meses más tarde, la sociedad mixta se desvanecía sin dejar rastros y ocupaba su lugar la nacionalización lisa y llana de los ferrocarriles. ¿Qué había ocurrido?

     La clásica relación triangular entre Estados Unidos, la Argentina y Gran Bretaña había vuelto a entrar en crisis, esta vez en beneficio de los intereses nacionales. Pues el Secretario del Tesoro de Estados Unidos, John Zinder, objetó el convenio anglo-argentino, que infringía el acuerdo anterior anglo-yanqui, por el cual se garantizaba la convertibilidad de la libra esterlina. Afectados los Estados Unidos por el tratado Miranda-Eady, que limitaba las compras argentinas a Estados Unidos, amenazaron con dejar sin efecto la ayuda norteamericana a Inglaterra. De este modo, los ingleses, cuya influencia en la Argentina de 1946 no parecía haber disminuido, cedieron antes las exigencias norteamericanas. No tenían más remedio que desprenderse de sus ferrocarriles (12).

      La segunda fase de la nacionalización fue otra victoria inglesa: en lugar de utilizarse la libras bloqueadas para rescatar los ferrocarriles, se decidió emplear dichas libras para pagar las futuras importaciones argentinas; para vender sus ferrocarriles, Inglaterra adelantaba 110 millones de libras esterlinas de sus compras de carne para 1948, más 40 millones de libras que desafectaba de la masa bloqueada. Pero fue un melancólico triunfo. Como dirá secamente el Embajador británico Sir David Kelly: “La situación económica al final de la guerra cambió tan fundamentalmente en detrimento de Gran Bretaña y para los argentinos la tentación de comprar inmediatamente los ferrocarriles fue irresistible. Un año después de mi partida, mediante la operación de trueque, esa gran realización de la habilidad y del capital ingleses que representan los ferrocarriles argentinos fue cambiada por abastecimientos de carne, por un período de 18 meses. Tal fue el resultado final de la falta de imaginación y de la obstinada negativa de hacer frente a la situación cambiante” (13). Con este juicio británico puede formularse el definitivo veredicto sobre la cuestión.

EL NACIONALISMO ECONÓMICO DEL RÉGIMEN

    El estilo colonial de pensamiento había calado tan profundamente en la Argentina, que dábase por supuesto la imposibilidad para el país de hacer una política beneficiosa en cualquier convenio con Inglaterra. El poder imperial había engendrado, aun en muchos patriotas, un sentimiento de subestimación nacional que parcialmente aún subsiste. Si la improvisación de Perón y Miranda en la materia podían justificar serias reservas en la primera fase de la negociación, todo el curso posterior de la política económica peronista demostraría irrefutablemente su carácter genuinamente argentino. La corriente en esta dirección era tan poderosa que aun las vacilaciones, los errores o transacciones defectuosas deben ser englobadas en el sentido progresivo de la política general emprendida en 1945. En cuanto a los detalles, los abandonamos a los microscopistas y roedores de la historia, para que se alimenten. Como observaría Scalabrini Ortiz, la Argentina había “comprado soberanía”.

     La Argentina no sólo adquirió los ferrocarriles con la nacionalización. En la compra se incluían varios puertos, entre ellos dos en Bahía Blanca, las empresas eléctricas de dicha ciudad  y las aguas corrientes, las empresas de Tranvías, las Empresas de Transportes Automotores de Cuyo y a Mar del Plata, Empresas Empacadoras de Frutas de Río Negro, la Empresa de Petróleo Ferrocarrilero con campos petrolíferos y Destilería en Comodoro Rivadavia, los Expresos Villalonga y Furlong, campos, chacras experimentales, varios hoteles, terrenos de un enorme valor “Solamente en terrenos sobrantes podríamos calcular hoy su valor en más de 5.000 millones de pesos”, afirmaba el ingeniero Juan E. Maggi, ex Ministro de Transportes del gobierno de Perón. A lo dicho cabría añadir lo siguiente: al nacionalizarse los ferrocarriles, un empleado encargado de preparar los inventarios en las oficinas del Ferrocarril Pacífico, encontró en una caja de hierro de dichas oficinas un paquete con todas las acciones de la Editorial Haynes, propietaria de revistas, radios, etc., y el diario “El Mundo”. Era la “yapa”. Así se gobernaba la opinión pública antes de 1945 (14).

      Los posteriores críticos del déficit ferroviario incurrirían luego en el error de juzgar a los ferrocarriles con la óptica comercial inglesa, vale decir, de acuerdo a su rentabilidad. Desde el punto de vista de un país atrasado, el ferrocarril debía promover con su tarifa, verdadera aduana interna, una política de desenvolvimiento de aquellas provincias e industrias interiores estranguladas desde la era mitrista. En tiempo de los ingleses, la tarifa ferroviaria burlaba a su modo la protección aduanera: “Tomando un vagón “standard” de 25 toneladas de capacidad y suponiendo un viaje de ida y vuelta sobre una distancia de 11.000 kilómetros, las diferentes mercancías transportadas pueden ser clasificadas en mercaderías protegidas destinadas a la exportación: hacienda $366, maíz $1.177, trigo $1.286, lino $1.564; y otras mercancías, petróleo $1.137, azúcar $2.009, vino $1.263, conservas $ 2.263, talabartería $3.994, tejidos $4.304 y artículos de almacén $33.209”(15).

      Tal era la monstruosa deformación económica del país impuesta por la tarifa ferroviaria. Con ella, el imperio británico subvencionaba, a costa del pasajero o transportista argentino, la alimentación del ciudadano de las Islas, y ahogaba simultáneamente las industrias argentinas del interior.

     La nacionalización de los teléfonos mereció en su momento, como en nuestros días, la crítica “antiimperialista”, de los agentes nativos del imperialismo, lo que revelaba, indirectamente, el carácter nacional de esa y otras medidas semejantes. Que Américo Ghioldi juzgase “agente inglés” o “norteamericano” a Perón, como los stalinistas y ciertos cipayos enmascarados de “trotskystas”, era la demostración más evidente de que el imperialismo, a cuyo servicio se encontraban, no era el principal beneficiario de esa política económica.

      “La Vanguardia” del 10 de setiembre de 1946 titulaba esa edición: “La nacionalización de los teléfonos es un espléndido negocio para la U.T.”. El órgano del Partido Comunista, “Orientación “, del 8 de mayo de 1946, publicaba, a la manera de otros cipayos de izquierda, un fragmento de Lenin para encubrir su actitud antinacional, donde el jefe revolucionario se refiere a la interrelación entre los Bancos y el capital financiero en los países imperialistas, señalando que  “el monopolio del Estado en la sociedad capitalista no es más que un medio de acrecentamiento y consolidación de los millonarios que se hallan a las puertas de la quiebra”. El título del fragmento era: “Sobre nacionalización de los bancos”. Lenin se refería a los países imperialistas. Los stalinistas aplicaban ese juicio a un país semi-colonial utilizando la autoridad de Lenin para atacar la nacionalización del Banco Central.

      Antes de asumir el gobierno el General Perón, Farrell nacionalizaba el Banco Central y ponía a disposición del país el manejo de crédito y el control de todos los depósitos (16). La creación de IAPI, o sea el control estatal de comercio exterior, fue la siguiente medida profundamente revolucionaria, atacada con saña proporcional por intereses antinacionales vinculados al capital imperialista (17).

      La creación de la Flota Aérea del Estado y el desenvolvimiento gigantesco de la Flota Mercante nacional independizó en gran parte al país del secular transporte marítimo inglés, que proporcionaba a Gran Bretaña parte de sus “ingresos invisibles”. Lo mismo puede decirse de la nacionalización de los seguros y reaseguros, que vulneraba directamente la finanza británica y reservaba para el país una de sus suculentas fuentes de ingresos. La construcción de diques y usinas, la construcción del combinado siderúrgico de San Nicolás, el gasoducto de Comodoro Rivadavia, la expropiación del doloso grupo Bemberg, y la creación de un sistema estatal defensivo en los más variados órdenes, marca con su sello esa época.

     Entre 1947 y 1952 la Argentina duplica el tonelaje de su marina mercante; había aumentado su volumen cuatro veces entre 1939 y 1952. Al subir Perón al poder, el país contaba con una flota mercante de 430.000 toneladas. En 1952 llegaba a 1.158.000 toneladas. “En 1952 la flota mercante argentina no sólo era grande, sino que era también una de las más modernas del mundo…. Con barcos nuevos y rápidos, la Argentina casi pudo realizar su propósito de transportar el 50% de su comercio exterior en naves nacionales. Asimismo, se acercó a su meta de hacerse independiente de empresas navieras extranjeras… Antes de la segunda guerra mundial, la Argentina dependía por completo de barcos refrigerados extranjeros y de compañías navieras también extranjeras. Estas compañías determinaban en parte la cantidad de artículos que había de producir el país, ya que la producción tenía que ajustarse al tonelaje que aquéllas accedían a transportar… Su marina mercante contribuyó al desarrollo de los demás países latinoamericanos y les ayudó a conseguir su libertad económica” (18).

     Perón respetó los frigoríficos de capital imperialista y la CADE. En cuanto a los primeros, una política revolucionaria no podía llevarse adelante sin tocar a sus proveedores, es decir, a la ganadería privilegiada de los invernadores, el riñón mismo de la oligarquía argentina. La nacionalización de la tierra de la oligarquía ganadera era el verdadero golpe a la médula de su sobreviviente poder político. Si ésta logró finalmente derribar al régimen peronista, fue precisamente porque Perón había dejado intacta la propiedad territorial oligárquica.

     La expropiación de la oligarquía terrateniente sobrepasaba ya los límites burgueses del movimiento peronista y Perón se detuvo allí. Incendió simbólicamente el Jockey Club en uno de sus frecuentes accesos de furor. Disipado el humo del siniestro, se advirtió que la oligarquía detentaba, más fuerte que nunca, las palancas de su colosal poder agrario. La coexistencia exasperada de la Argentina terrateniente y de la Nueva Argentina industrial durante diez años, puso a prueba duramente el programa nacionalista del peronismo. El dilema se resolvió como en el caso de Irigoyen.

     La prosperidad tocó a su fin con el comienzo de la restauración económica europea y la baja de los precios mundiales de alimentos derivados del Plan Marshall con el “dumping” triguero norteamericano. Los buenos y despreocupados años quedaban atrás. Se advirtió entonces que la industria liviana había dispuesto, como cabía esperar de ella, de gran parte de las divisas necesarias para la industria pesada. Con toda decisión Perón hizo frente a los acontecimientos y afrontó los dos puntos débiles del sistema: el petróleo y la siderurgia. Sólo le faltó el elemento capital, que era el que más despreciaba y que finalmente lo perdió: la ideología política capaz de modelar todo el proceso de las nuevas condiciones de lucha y obtener el apoyo de la pequeña burguesía, a la que había horrorizado con sus métodos y sus violencias.

     Si inclinación profesional de militar a las soluciones tecnocráticas y el desdén de toda su generación por los “políticos”, le resultó fatal cuando al escasear las divisas, lo único que podía sacar al país del atolladero era justamente la política y los políticos, siempre y cuando fueran revolucionarios. Toda su ideología era una síntesis inorgánica de las propensiones totalitarias de su generación, combinada con el “populismo” u “obrerismo” infectado por los grandes acontecimientos de 1945. Los elementos positivos del “democratismo” pequeño burgués no podían encontrar un lugar en este proceso dirigido por un militar de un país semicolonial, pero capitalista, jaqueado por el imperialismo, pero con un poderoso proletariado (19). La obsesiva búsqueda de “lealtad” tendía a impedir la formulación de un programa y el desenvolvimiento ideológico de la clase obrera. Fueron estas limitaciones las que en último análisis lo perdieron.

PERON COMO PERONISTA: SU PARTIDO

     Perón llegó al gobierno en 1946 con el apoyo de tres fuerzas: El Partido Laborista, los Independientes y la Unión Cívica Radical (Junta Renovadora). El laborismo, bajo la presidencia de Gay, fue rápidamente objeto de intrigas y maquinaciones de agentes imperialistas infiltrados en el movimiento obrero. Perón tuvo que destruirlo y esto era en cierto sentido inevitable, puesto que un partido obrero no puede surgir de un simple agrupamiento de dirigentes sindicales de origen amarillo o reformista, sino como producto de una áspera y laboriosa preparación y de una ideología revolucionario. En cuanto al radicalismo de la Junta Renovadora, tampoco logró viabilidad para constituirse en el principal sostén político del nuevo gobierno peronista.

     La debilidad de la corriente radical yrigoyenista incorporada al movimiento nacional de Perón, no era sino el resultado del triunfo obtenido por el imperialismo en las filas de la Unión Cívica Radical tradicional. Los radicales permanecieron, en su mayor parte, durante los acontecimientos de 1945 en adelante, en los cuadros de ese radicalismo oligárquico cuya fisonomía había sido simbolizada por Alvear. Era la clase media que se resistía a ingresar en el campo nacional. Al bloquear un vuelco hacia la posición nacional del radicalismo clásico, el imperialismo impidió que los forjistas y los radicales de la tendencia de Quijano y Antille, arrastraran consigo a las grandes masas radicales. Este hecho determinó que el aporte radical de las corrientes de clase media al movimiento peronista no fuera decisivo; no pudo constituirse por sí una fuerza capaz de contrabalancear la influencia personal de Perón y de exigir el pleno funcionamiento de la democracia revolucionaria.

     En la medida en que la clase obrera no contaba con su propio partido y el Partido Laborista no era sino un agrupamiento circunstancial carente de vértebras, los trabajadores apoyaron directamente a Perón; éste era el resultado de la traición de los socialistas y comunistas en 1945.

     Estos dos hechos nacen de nuestra inmadurez histórica como país: ni la burguesía nacional ni el proletariado había podido darse sus partidos representativos. Sólo existían como tales los partidos de la oligarquía, de la burguesía comercial, de algunos sectores pequeño burgueses influidos por el sistema oligárquico o alguna agencia de la política soviética.

     Conquistado el poder por un Frente Nacional donde intervenían radicales yrigoyenistas, sectores de burguesía industrial, sindicalistas obreros, antiguos socialistas y grupos conservadores, parecía imponerse un gabinete de “coalición”. Un Vicepresidente de pasado yrigoyenista como el Dr. Hortensio J. Quijano y dos ministros de origen socialista, como el Dr. Juan A Bramuglia y Ángel Borlenghi, así lo dejaban suponer. La dictadura militar primero y la acción de las masas populares luego, habían liberado a los sectores nacionales relegados en los viejos partidos. Parecía que un Frente Nacional en el gobierno, presidido por un jefe militar, debía articular un régimen nacional-democrático y atraerse nuevos sectores de la clase media en apoyo de su programa. Sin embargo, las cosas discurrieron de otro modo. La violencia de las luchas precedentes y la profundidad con que el imperialismo había corrompido a los partidos, impidieron que los yrigoyenistas arrastraran consigo, lo mismo que los escasos socialistas, a las viejas estructuras partidarias.

     Poco tiempo le bastó a Perón para comprobar este hecho. Procedió a imponer sus decisiones en el seno del Frente Nacional, impidiendo la consolidación de la estructura partidaria del Laborismo y de la Unión Cívica Radical (Junta Renovadora). Estos partidos recién nacidos no pudieron resistir la presión del Presidente. En el primer año de su gobierno Perón disuelve a los partidos que lo apoyaron y crea el fantasmal Partido Único de la Revolución. La segunda fase será su aniquilación bajo el nombre de Partido Peronista. La resistencia de un núcleo de diputados laboristas a los “úkases” de la Presidencia, encabezados por el dirigente de los frigoríficos Cipriano Reyes, concluirá en una medida típica del absolutismo presidencial: bajo el pretexto de una conspiración, el diputado Reyes irá a dar con sus huesos a la cárcel, donde permanecerá largos años. Así fue cómo el gobierno asumió cada vez más un carácter abiertamente bonapartista.

     Si hemos aludido a las razones históricas que explican esta transformación, también se evidencian en el proceso los rasgos psicológicos de su protagonista,  que juegan un importante papel en su encumbramiento y en su caída. Surge espontáneamente la analogía entre los métodos políticos de Perón e Irigoyen. El militar que ingresa a la política a los 50 años de edad encabezando desde arriba un gran movimiento nacional, difería del estanciero que desde su adolescencia, paso a paso y desde “el llano”, había construido su gran partido, hombre por hombre, sin poder alguno y a lo largo de casi cuarenta años de lucha. El autoritarismo profesional de Perón y su desprecio por los políticos no impedirá que se convierta él mismo en un político avezado. Pero la superioridad de las artes de Irigoyen en relación a los métodos de Perón se pondrán de manifiesto no sólo desde el poder, sino desde abajo, después de su caída.

      La “persuasión” de la que hablará luego tantas veces Perón, no pertenecía sin embargo al arsenal de sus virtudes. Era, en cambio, una de las habilidades supremas de Irigoyen, Desde el punto de vista histórico, bastará indicar que el caudillo radical construyó un partido tan sólido que a treinta años de su muerte, y aún vaciado de su contenido original, continúa en pie, en el gobierno y en la oposición. Toda la política de Perón, en cambio, en relación con su movimiento, consistió en impedir su organización. Las normas “democráticas” eran ignoradas. El partido peronista, cuando cae en 1955, estaba intervenido en todas sus autoridades locales desde hacía una década.

      El bonapartismo (expresión derivada del papel desempeñado por Napoleón I y su sobrino Luis Napoleón en la historia de Francia) es el poder personal que se ejerce “por encima” de las clases en pugna; hace el papel de árbitro entre ellas. Pero en un país semicolonial como la Argentina, la lucha fundamental no se plantea solamente entre las clases sociales del país, sino que asume un doble carácter: el imperialismo extranjero interviene decisivamente en la política interior y tiene a su servicio a partidos políticos nativos y a clases interesadas en la colonización nacional. De esta manera, el bonapartismo (Perón) se elevó por encima de la sociedad y gobernó con ayuda de la policía, el Ejército y la burocracia.

     Una centralización semejante del poder era inevitable en cierto modo. Dada la tremenda fuerza del imperialismo, cuyo comando concentrado reside en el exterior y cuenta con recursos mundiales, con todo un aparato de difusión y con palancas básicas en el propio país revolucionario. De estas ventajas del bonapartismo para combatir al gran enemigo, nacen sus debilidades. Al no contar con partidos nacionales poderosos que lo apoyarán en la realización de un programa antiimperialista y que al mismo tiempo lo controlaran en el marco de una democracia revolucionaria, la persona de Perón se “independizó”, por así decir, de las fuerzas que le dieron origen.

      El no contar con la presencia activa y el control recíproco de grandes partidos argentinos que coparticiparan del poder, la influencia de Perón creció desproporcionadamente, convirtiéndose en el regulador único de toda la situación.

EL ORIGEN HISTORICO DE LA DEMOCRACIA 

     En un país semicolonial, ninguna revolución puede sostenerse sin ejercer ciertas formas de dictadura. Históricamente, el régimen llamado a realizar tareas democráticas –industrialización, liquidación del yugo imperialista, unidad nacional, revolución agraria– es designado como una “dictadura democrática”.

     ¿Qué significa esto? Nada más simple: el viejo Estado, órgano de los intereses oligárquicos, es sustituido por otro, instrumento de la voluntad de la mayoría de la Nación. Para resistir las grandes fuerzas internacionales que se coaligan contra él, el gobierno nacional debe apelar a medidas de represión y de control nacidas precisamente de su debilidad relativa frente al imperialismo: adquisición voluntaria o forzosa de los grandes diarios y radios reaccionarios; control de las actividades contrarrevolucionarias; destrucción del aparato sindical pro-imperialista; vigilancia de los agentes del espionaje extranjero; apropiación de los resortes bancarios y financieros; expropiaciones, etc. Todo esto ya lo han hecho en su tiempo y a su modo las grandes potencias imperialistas que se autotitulan “democráticas”; si no lo hubieran hecho, no serían hoy grandes potencias. Cromwell exigió la sangre de un rey para instaurar la democracia británica. Pero los admiradores nativos de Inglaterra se han olvidado de la “Gran Revolución” inglesa; al elogiar únicamente sus frutos pretenden que fue obra de una cortesía sajona.

      Las contradicciones que desgarran a nuestros “demócratas” en esta esfera no tienen término y no perderemos tiempo en rebatirlos. Gentecillas tales como Américo Ghioldi no ocultan su gozo por la contemplación de las instituciones parlamentarias de Gran Bretaña. Prefieren ignorar que la democracia británica no rige en Kenya o en Chipre, pero que es precisamente el terror inglés en sus colonias y su despiadada explotación los que garantizan a los ciudadanos de Londres el goce de una democracia impoluta. Un país semicolonial que no explota a pueblo alguno está impedido de darse el lujo de una democracia perfecta; un “régimen abierto” desarticula a la semicolonia ante el imperialismo.

      El Estado es, desde su origen una fuente de corrupción y la figura jurídica de la dictadura que una clase social ejerce sobre otra. En nuestro tiempo, y en escala mundial, ha sido definido como el “comité administrativo de la clase burguesa” En la Argentina era prisionero del control oligárquico-imperialista. Las jornadas de Octubre expropiaron el poder político a la oligarquía e imprimieron al Estado una orientación nacional. Pero la estructura agrícola y comercial de la vieja Argentina que Perón no destruyó y la crisis mortal de los partidos populares, fueron los factores decisivos de la transformación de la democracia revolucionaria en dictadura burocrática.

     No nos estamos refiriendo a las medidas adoptadas por el peronismo contra sus adversarios del campo imperialista. Por más duras que fueran estaban legitimadas históricamente; antes bien, queremos indicar que el fracaso del peronismo en la materia consistió en no implantar la democracia en el propio campo de la revolución, en no lanzarse a una ofensiva ideológica, en no plantear en abierto debate los grandes problemas nacionales. Sólo así, y no de otro modo, habría podido desarmar políticamente a la oposición, esclarecer su propia condición como movimiento y conquistarse el apoyo de grandes sectores juveniles de la República.

EL DOBLE CARÁCTER DE LA BUROCRACIA EN LA REVOLUCIÓN POPULAR

     El más tenebroso período de la hegemonía burocrática en la revolución peronista se extiende desde 1949 a 1953, en que la revolución parece detenerse y los corifeos conservadores del régimen al estilo de Visca actúan libremente. Numerosas medidas administrativas procedentes de la cúspide del poder son neutralizadas por la maquinaria burocrática. Tergiversadas o invertidas, mediante una aplicación mecánica de su sentido original, estas medidas obtenían un efecto contrario al buscado. Burócratas insignificantes del tipo de Mendé o de Apold “peronizaban” sectores de la Administración Pública mediante la inscripción obligatoria al Partido Peronista, nutriendo sus padrones de afiliados nominales que eran en realidad no sólo enemigos mortales de este partido, sino de todo el movimiento nacional revolucionario. Este cretinismo político no era sino aparente.

     En realidad, la burocracia funcionaba a): para controlar el conjunto de aparato estatal y servir bien o mal los fines revolucionarios; b) para someter a esclavitud al propio Perón, paralizar el ímpetu del movimiento y ofrecer una plataforma de apoyo a la reacción contrarrevolucionaria. Parte de la Administración Pública era netamente antiperonista, lo mismo que el magisterio, la justicia y la Universidad. Las auténticas medidas revolucionarias de Perón eran obstinadamente saboteadas por el Partido Peronista y por la prensa adicta. Una resistencia sorda, a veces visible, se oponía al desarrollo y amplitud de la revolución Los sectores burgueses (comerciales, industriales o financieros) que se acercaban al peronismo, no veían sino una oportunidad para enriquecerse rápidamente, mientras murmuraban contra él en los hoteles de lujo.

      Esa especie de “nacionalismo pasivo” de la burocracia estatal, civil o militar se fue transformando en el curso del proceso en un abierto factor contrarrevolucionario. La inflación era conjurada por la clase obrera y la pequeña burguesía de las empresas privadas con sistemáticos aumentos de salarios. En la Administración pública, por el contrario, los sueldos permanecían rezagados y en pocos años el antiguo funcionario del Estado, privilegiado en la semicolonia próspera, veía deteriorarse su “status”, mientras advertía estupefacto que la clase obrera mejoraba el suyo. La clásica sirvienta tucumana o santiagueña de la familia pequeño burguesa de las ciudades era absorbida por las fábricas o beneficiada por un Estatuto que helaba de horror por sus exigencias a las amas de casa. Los pequeños rentistas de origen obrero o pequeño burgués se arruinaban por la ley de alquileres, que implicaba una virtual confiscación. El “resentimiento” de que hablaron algunos escritores de la pequeña burguesía después de la caída del régimen, atribuyéndolo a los obreros peronistas, en realidad era el estado espiritual más generalizado en la clase media contra los obreros. La burocracia, por lo demás, dominaba con su red las actividades del comercio, la industria y la producción y aplicaba mecánicamente las directivas del jefe, desatando nuevas oleadas de exasperación.

PERSONALISMO Y NECESIDAD HISTÓRICA

 

      Al elevarse hacia el poder absoluto, envuelto en la prosperidad de la postguerra, Perón demostró sus más grandes virtudes como caudillo y sus más sombríos aspectos como político. Pretendió aplicar a todo el país la pedagogía militar de los “reglamentos” y “adoctrinamientos” bajo la máscara de los planes, “escuelas superiores” y “clases magistrales”, en lugar de promover una clarificación abierta de los problemas fundamentales de un país en lucha por independizarse. Ahogó sin piedad todas las formas independientes de pensamiento político dentro de su movimiento, lo que resultó a la postre más funesto que ahogar la voz de la oposición, que nada podía decir ya al país. El “culto al Jefe” y a Eva Perón encerraba, es importante señalarlo, un doble carácter. Por un lado brotaba de la necesidad de centralización impuesta por las condiciones del mundo moderno, donde los grandes monopolios ejercen una hegemonía completa en el mundo capitalista.

     A los países atrasados que luchan por su liberación no les queda otro camino para compensar su debilidad material frente al gigantesco enemigo que reproducir a su modo idénticas leyes de guerra. La centralización del poder deriva generalmente en el poder personal. El “líder” y la “jefa espiritual de la Nación” reflejaban esa necesidad histórica. Eva Perón, además significaba la irrupción de la mujer en nuestras luchas políticas. Su nombre quedará históricamente asociado a los derechos políticos del sexo postergado y humillado, de las mujeres y trabajadoras más oscuras del país. Depurada su figura de la idealización y la diatriba, Eva Perón es el estandarte de las capas profundas y soterradas del pueblo que comienzan su marcha por primera vez en décadas. Las fórmulas esgrimidas eran elementales, pero eran las requeridas por una primera etapa de politización de sectores muy atrasados. Mientras los asnos letrados juzgaban desdeñosamente las joyas o pieles de Eva Perón o su literatura oratoria con aire de conocedores, mientras otros del mismo jaez se sumergían en la psicología de la multitud o en las frustraciones personales de Evita, se olvidaba que los grandes movimientos populares de los países coloniales poseen analogías evidentes con la Argentina. En la India, Gandhi movilizaba multitudes por medio de imágenes religiosas, de su cabra y su rueca. ¡Son los pueblos de carne y hueso relegados por la historia! ¡La multitud que los literatos ignoran! ¡Los harapientos que nacen a la lucha por el símbolo!

      Los politiquillos de cipayería izquierdista se encogían despectivamente de hombros cuando la Izquierda Nacional discernía en las masas peronistas a las continuadoras modernas de la guerra civil, de las montoneras clásicas y del gauchaje alzado. Buscábamos filiar así la herencia de nuestro proletariado, situándolo en la historia e indagando en su pasado el secreto de sus luchas actuales. Pero estos “izquierdistas” del Puerto tampoco cambiarían de opinión si conocieran el juicio que Preobrayenski formulaba del proletariado ruso: “La vanguardia de nuestra clase obrera es el producto del capitalismo europeo que introduciéndose en un país nuevo ha edificado centenares de empresas formidables, organizadas según los últimos perfeccionamientos de la técnica occidental. Nuestro obrero es el joven bárbaro pleno de fuerza que la civilización capitalista todavía no ha corrompido, que no ha sido aún pervertido por el confort y el bienestar, migajas de la mesa de los explotadores de las colonias, que no se ha dejado atraer todavía por el yugo de la legalidad y del orden burgués. Tiene por ancestros a los campesinos que saqueaban las residencias y las cosechas de los señores, aquellos que se azotaba en las caballerizas de los “pomiechtchiki” y se enviaba como forzados a las minas del Ural y la Siberia. En sus venas corre la sangre de los facciosos que en la época de Stenka Razin y de Pugatchev hacían temblar el trono de los zares mocovitas” (20).

     Perón mismo perdió de vista el hecho de que el inmenso poder que las masas delegaban en su persona no era sino una tenencia provisoria de soberanía popular. Creyó candorosamente que la sustitución de un partido verdadero, unido por mil hilos a las masas, por una oficina burocrática a sus órdenes permitía una relación sin intermediarios entre las masas y el caudillo. Puesto que todos los políticos y jefes del peronismo no debían ser sino lugartenientes y todo lugarteniente era un traidor en potencia, el diálogo entre las masas y el jefe podía ser directo. Este diálogo fue interpretado por Perón, en la cumbre distante del poder, como un monólogo. Cuando realmente fue preciso luchar y lanzar a la batalla a miles de oradores políticos, armados de una ideología consistente, para derrotar a la oposición que alzaba la cabeza en todas partes. Perón se encontró indefenso y más solo que nunca.

      Había cosechado, en el momento más trágico de su carrera, los resultados de su siembra. Su error fundamental no consistió en enmudecer a la oposición antiperonista, en la que había no pocos sectores nacionales, sino ahogar a su propio movimiento, en el que pululaban no pocos contrarrevolucionarios. De este modo, impuso al peronismo la dictadura burocrática de Tessaire y su propia infalibilidad. A la oposición la calificó genéricamente de “antinacional”. Los cambios que introdujo en este dispositivo fueron tardíos y se produjeron cuando ya todo estaba perdido.

      La “ideología” del peronismo, si es posible hablar así, consistía en esencia, en las tres banderas que aludían a las reivindicaciones clásicas de los países semicoloniales y que habían sido, por otra parte, las mismas consignas de San-Yat-Sen, el padre de la primera República China. Pero había que profundizar el significado concreto e histórico de las tres banderas, se imponía asumir la herencia intelectual y política de las generaciones argentinas precedentes que habían vivido y luchado por los mismos fines, se hacía necesario derrotar al imperialismo y a sus partidos miembros en la esfera específica de su influencia tradicional, en la Universidad y en el pensamiento nacional.

      Perón encargó esta tarea a Apold y a un oscuro adulador llamado Raúl Mendé, que “elaboraron” una doctrina, la doctrina “justicialista”. En un discurso pronunciado en Mendoza en un Congreso de Filosofía, Perón rondaba por las nubes aristotélicas. En la prosa de Mendé el justicialismo retrocedía hacia el lenguaje inarticulado. En definitiva, Perón resultó víctima de sus propios recelos y nada menos que la “ideología” demo-cipaya lo venció en toda la línea en las Universidades, bastión de los hijos de clase media.

LA POLÍTICA UNIVERSITARIA DEL PERONISMO

     La Universidad fue el cuartel general de las fuerzas contrarrevolucionarias y la “base de masas” y agitación de la oligarquía, como lo había sido en 1930 y en 1945. Pero quién lanzó a los estudiantes a los brazos del envejecido bando oligárquico, con su profesorado sin caletre de reblandecidos memoristas, fue le mismo Perón. Las medidas que adoptó hacia la Universidad fueron al principio positivas, pero insuficientes por sí mismas para conquistar la adhesión del estudiantado. La supresión de aranceles, supresión de los exámenes de ingreso, campamentos de vacaciones, etc., eran dispuestas al mismo tiempo que se anulaban todas las conquistas de la Reforma de 1918 en relación con la representación estudiantil en los Consejos. La autonomía universitaria era destruida, lo que no constituye una regresión si se la considera aisladamente, puesto que un país en un proceso revolucionario no podría ofrecer una autonomía a las Universidades dominadas por la reacción.

     Pero en este caso, la “reacción” era la misma política universitaria del peronismo, que introducía en las cátedras a los elementos más cavernícolas del período juniano, mezclados con profesores liberales sin partido, cipayos de todos los colores junto a otros profesores que representaban realmente la línea nacional y democrática de la revolución popular. A la imperiosa voluntad gubernamental de establecer su influencia en las aulas el estudiantado universitario respondió con los idiotismos clásicos de la “democracia” y la “dictadura”, que en ese momento, sin embargo, adquirían virtualidad ante el espectáculo de la policía allanando las casas de estudio y deteniendo masivamente a los alumnos. A la FUA cipaya, el gobierno peronista intentó oponer una CGU fascista. Con tales métodos que se derivaban de toda la actitud de Perón hacia los “ideólogos”, la influencia nacionalista oligárquica en la Universidad fue dominante.

     Como despreciaba a los “ideólogos”, fue vencido por ellos en dos formas: Los “ideólogos” reaccionarios lo representaron en la Universidad y los “ideólogos” cipayos lo enfrentaron allí mismo. El hijo universitario del pequeño burgués afectado por la política económica de Perón, encontraba en la Universidad los argumentos necesarios para llevar el odio de sus padres a las calles. De este modo, el carácter históricamente progresivo del peronismo, su esencial nacionalismo popular, era vencido en los centros más importantes de la cultura argentina. A esta derrota concurrían sus amigos potenciales, los estudiantes y sus enemigos reales, los profesores nacionalistas oligárquicos. A la luz de este equívoco, la Reforma Universitaria de 1918 era combatida por el peronismo, que cumplía en muchos aspectos algunos de sus postulados; y aparentaban defenderla sus verdaderos adversarios, los partidos cipayos enemigos de Irigoyen, sirvientes de la oligarquía antirreformista.

     El imperialismo advirtió agudamente la trágica impotencia de Perón. Supo utilizar esta contradicción en su provecho, empleando las formas ideológicas de la “democracia burguesa” tradicional y del socialismo puro, pero imbuyéndolas en un contenido antinacional.

SINDICATOS Y PARTIDOS

     Nacida de los grandes movimientos de masas de 1944-1945, La CGT llegó a organizar, con el peronismo en el gobierno, a varios millones de trabajadores. La imputación de su dependencia hacia Perón parece ridícula, pues el destino de los sindicatos en la época del imperialismo y en un país atrasado no puede ser otro que caer bajo la influencia del régimen político vigente, en tanto dicho régimen garantice a los trabajadores el “mínimo” de derechos compatibles con su vida económica y con el funcionamiento de los sindicatos. Esta propensión de los sindicatos a contraer compromisos con el régimen gobernante no se origina exclusivamente en una  particular degeneración moral de sus jefes, como suponen algunos virtuosos izquierdistas, sino que brota de su naturaleza reformista específica. Los sindicatos nacen de la necesidad de los trabajadores de contar con entidades que luchen y negocien para obtener un mejoramiento del régimen de salarios; es natural que tales entidades no se propongan luchar por la supresión del salario, a lo que los propios trabajadores se opondrían.

     En tal sentido podría decirse que los obreros, al pretender mejorar sus retribuciones, consolidan el sistema capitalista. En realidad, aquellos que siembran ilusiones sobre el papel revolucionario de los sindicatos, incurren en un error tan grave como los que suponen que los sindicatos han cesado de ser útiles a los trabajadores. La fuente de tales errores se encuentra en el hecho de que el sindicato ha sido creado para desempeñar una función y el partido político revolucionario para otra muy diferente (21).

     Organizaciones que agrupan a grandes sectores de trabajadores sin distinción de ideologías, los sindicatos deben vivir siempre bajo las condiciones del Estado burgués, que no admite de ellos una independencia peligrosa. Carentes por su heterogeneidad y por sus fines esencialmente económicos de una ideología revolucionaria, los sindicatos están sometidos a cualquiera de las grandes fuerzas que se disputan el poder de la sociedad moderna: imperialismo, burguesías coloniales (Perón) o poder obrero-campesino (Mao).

     Sindicatos “independientes” no han existido, ni existirán. Cuando una central sindical llega a ser “independiente” de todo interés que no sea específicamente el de los obreros en un país semicolonial, es que la dirigen intrépidos revolucionarios; pero detrás de ellos hay un partido y el poder está próximo. De ahí que la CGT de la época peronista estuviera íntimamente asociada a un gobierno que era, a su modo, un gobierno de frente único antiimperialista en cuyo seno coexistían intereses de clases diferentes bajo la hegemonía social burguesa. Que la burocracia de la CGT, su ausencia de iniciativa propia, su dependencia servil de las demostraciones políticas del régimen, sus ofrendas, etc., constituían un mal, nadie lo duda. Pero el principal perjudicado será Perón, a quien el perfume del incienso cotidiano le impidió advertir que una democratización efectiva de la central obrera hubiera defendido mejor las conquistas revolucionarias que el sistema de obediencia de los jerarcas.

     Lo que debió ser una dictadura democrática, con la más amplia participación de las masas populares en el control y aplicación de las medidas revolucionarias para remodelar el país, se fue transformando en una dictadura burocrática, en cuyo seno su propio jefe fue con frecuencia prisionero. Así pudo observarse la patética impotencia de Perón para elevar al nivel de una justificación teórica el origen y destino de su poderoso movimiento; revolución privada de ideología, no podía sino agonizar, a menos que desde su cumbre se afrontase la tarea de democratizarse a sí misma.

INTELIGENCIA Y CLASE OBRERA

      Una ola de prosperidad envolvió al país durante los diez años del régimen peronista. La CGT bastaba para reajustar los salarios periódicamente y mantener el nivel de vida; los sindicatos de industria eran para los obreros su escuela de lucha; los discursos de Perón y las eventuales movilizaciones, su alimento político. Considerado el asunto objetivamente, la clase obrera no exigió más. Los distintos intentos que el marxismo revolucionario realizó para señalar a los trabajadores la necesidad de un partido obrero independiente que apoyase la revolución popular, resultaron infructuosos.

      En una desesperada tentativa de salvar su régimen, Perón abrió a último momento la posibilidad de dialogar con los escasos elementos de izquierda que apoyaban algunos aspectos de su política. De esta manera nació el Partido Socialista de la Revolución Nacional, aunque trabado por el borucratismo y la dependencia del borlenghismo. Algunos militantes de la Izquierda Nacional intentaron impulsar su acción, pero fue inútil. A pesar de esas limitaciones, dicho núcleo representaba un primer intento de crear una izquierda en el proceso de la Revolución Nacional. Sólo después de la caída de Perón, el PSRN pudo expresarse, asumiendo frente al gobierno oligárquico de Aramburu, la defensa de las conquistas del régimen nacido en 1945. Así editó el semanario “Lucha Obrera”, clausurado por el severo hombre de Derecho y Ministro del Interior de Aramburu, doctor Eduardo Busso, en febrero de 1956. Simultáneamente y por decreto del gobierno usurpador, se disolvía el Partido Peronista y el Partido Socialista de la Revolución Nacional. Posteriormente, algunos de los miembros de su dirección contribuyeron en 1962 a fundar el actual Partido Socialista de la Izquierda Nacional.

     El proletariado seguía su propio camino, que era el de su experiencia en una coalición con los sectores burgueses y burocráticos del peronismo. Para el partido obrero independiente no había sonado su hora.

     El cretinismo intelectual observará con desprecio a las masas “primitivas”, pero una misma clase tiene ideas diferentes en épocas distintas; las suplantará a medida que las necesite. El proletariado no veía la urgencia de ser “independiente” de peronismo, por más que le desagradasen algunas figuras, algunos favoritismos o negociados. Defendían lo esencial del régimen, su progresividad global y la condición obrera dentro de él. El pequeño burgués superficial, atiborrado de libros mal leídos, sólo veía lo secundario. Después acusaría de “primitivismo” al proletariado. Jamás en la historia se ha desenvuelto ningún movimiento que desde sus comienzos sea totalmente claro en sus formulaciones; sólo la experiencia propia, las lecciones de las derrotas, el fracaso de sus jefes, permiten a las masas en estadios sucesivos, realizar un balance íntimo de su orientación y seleccionar las ideas de los caudillos que su lucha requiere. La pretensión de exigir a las masas que inician su vida política con el peronismo una categórica definición y completa coherencia teórica, sólo puede caber en la imaginación de estos intelectuales sin mollera en que ha sido tan pródiga la ciudad-puerto.

     Bajo las divisas del peronismo, enormes masas de hombres y mujeres que sólo diez años atrás vivían en el atraso rural hicieron su ingreso triunfal a la política argentina. La dirección que abrazaron era enteramente correcta; no había ninguna otra capaz de defenderlos mejor –y  los que podían hacerlo no eran aún suficientemente fuertes para ser escuchados–. Sólo  mistificadores seudo-filosóficos como Martínez Estrada o normalistas sin talento como Américo Ghioldi, sostenían que era preciso “educar” al pueblo argentino, únicamente porque les volvió las espaldas en 1945.

     Cuando el peronismo aparece en la vida argentina, toda la inteligencia se había modelado en la tradición oligárquica. Los escritores stalinistas o stalinizantes, si rendían tributo a la Rusia soviética y a sus subproductos culturales, coexistían en la SADE con los literatos de la revista “Sur” y los sacerdotes que servían el culto a las formas más exquisitas, evasivas o bizantinas de la esterilidad europea. Aquellos escritores que no habían pactado con la sociedad oligárquica, se convertían en “emigrados interiores”, lejos de los focos de la fama o en expatriados. La palabra “nacional”, en literatura o en política, había llegado a ser la palabra más sospechosa y alarmante. Cuando en 1954 el autor publicó un ensayo sobre la cuestión, donde juzgaba sin ceremonias el esteticismo glacial de Borges y la estrafalaria prosa de Martínez Estrada, se vio agredido desde tres sectores: la revista ganadera “Sur”, la revista izquierdista-liberal “Contorno” y el periódico stalinista “Nueva expresión”: los tres asumían, bajo variadas formas, la defensa de la clerecía intelectual del régimen oligárquico.

     El trabajo en cuestión era “Crisis y resurrección de la literatura argentina” (22). En la revista “Sur”, Juan José Sebreli defendió a los mandarines predilectos de su Directora, negando la condición de “marxista” del autor. Como se sabe, la revista “Sur” ha sido siempre el vocero del marxismo ortodoxo. Desde la revista “Contorno”, que dirigía Ismael Viñas, Ramón Alcalde hizo lo propio: antiperonista, después Ministro de Educación de Silvertre Begnis en Santa Fe y, finalmente, “marxista”, Alcalde defendía a Martínez Estrada y Borges contra nuestras críticas. Juan Carlos Portantiero, imberbe stalinista, aludía sarcásticamente al autor y a las montoneras “reaccionarias” en “Nueva Expresión”.

     Como estos intelectuales sufren el “mal del siglo”, esto es, merodean la política, recordaré su evolución posterior. Sebreli resbaló de la amistad con Victoria Ocampo al peronismo, desgraciadamente poco tiempo antes de la caída del régimen, lo que lo obligó a un definitivo salto hacia la confortable posición de “intelectual marxista independiente”. En cuanto a Viñas, se hizo gorila, frondizista, cubanista y, finalmente, brindó sus simpatías al Estado de Israel. Portantiero dejó de ser joven, ay, se hizo ultraizquierdista, rompió por tal razón con el stalinismo, pero recobró la razón justo a tiempo para contratarse como “sociólogo” en el Instituto Di Tella, donde reina la ciencia y “todo verdor perece”.

      El intelectual pequeño burgués de la semi-colonia, si deseaba sobrevivir como escritor, no podía transgredir una regla de conducta: el peronismo era detestable. Sábato dijo al autor en aquella época que el peronismo, con su vulgaridad y sus excesos, era incompatible con el “universo platónico” del intelectual. Lo que era sin duda cierto es que un escritor argentino no tenía otra posibilidad de desenvolverse en la red de las editoriales, los diarios “serios”, la crítica respetada, las traducciones a idiomas extranjeros o las becas, si no aceptaba los prerrequisitos básicos del liberalismo oligárquico.

     De lo dicho debe inferirse que si el peronismo fue incapaz de dotar de una ideología a la revolución que rugía bajo sus pies, el divorcio entre las masas populares y la “intelectualidad” fue irremediable. Los intelectuales desempañan en la sociedad moderna un papel más subordinado aún que el proletariado. Si el obrero vende su fuerza del trabajo, pero no su conciencia, la “fuerza de trabajo” que el intelectual dispone para enajenar es precisamente su sistema de ideas.  De ellas debe vivir. Pero todo el sistema de ideas dominantes en la Argentina desde hacía medio siglo era justamente el forjado por la oligarquía proimperialista.

     Cuando llegó el momento decisivo se encontró prisionero de ideas que en modo alguno correspondían a las necesidades nacionales. Esclavo de un “democratismo” carente de médula, apoyó a las fuerzas más reaccionarias contra los nietos de Martín Fierro, que irrumpían en la escena argentina. De acuerdo a la expresión de Pavese, “los que sabían escribir no tenían nada que decir y los que tenían algo que decir, no sabían escribir”. La razón de este desencuentro fatal ha sido varias veces explicada a lo largo de nuestro relato, pero no será inútil insistir en este hecho: la subordinación argentina al imperialismo, engendró una ideología y una estética, una filosofía y una tradición cívica que correspondía perfectamente al tipo de estructura semi-colonial de la Argentina.

      La sobreestimación de lo europeo y la formación de una intelectualidad traductora; la aparición de “medievalistas” como José Luis Romero en un país que vivió entre lanzas emplumadas hasta el siglo XX, la proliferación de la literatura fantástica del género de Borges, y de una literatura preciosa para seudo eruditos; la existencia de un socialismo amarillo cosmopolita o de un comunismo eslavófilo; la doctrina reinante del librecambio erigida como religión de Estado y la idolatría académica de las mieses; la adopción del mito intocable de la Constitución del 53; la ignorancia o el menosprecio de todo lo criollo y su connotación tácita con la idea del atraso y de lo bárbaro; la glorificación de un liberalismo sin sustancia y el desconocimiento del problema imperialista, tales son los rasgos distintivos de una tradición cultural, que a pesar de ser muy breve, ha convertido a la “inteligencia” oficial en una esclava de la “maquinaria de prestigio”. Esa rosca de nulidades que va desde “La Nación a la SADE, la revista “Sur” o las publicaciones literarias del stalinismo.

     Como el dispositivo de la prensa, la radio, la Universidad, las editoriales y los centros de conferencias han estado primordialmente en manos de la oligarquía a lo largo de medio siglo, comprenderemos fácilmente por qué los “intelectuales” estuvieron en cada situación crítica al otro lado de la barricada. Su infatuación estaba en directa relación con su mediocridad y sus aires protectores hacia el pueblo en correspondencia inmediata con su papel de lacayos del imperialismo. Al lector que le interese conocer más a fondo el trágico destino de nuestra “inteligencia” antinacional, le remitimos al ensayo mencionado (23).

LA CRISIS DEL REGIMEN

     El régimen peronista marchaba hacia el abismo. Ya en 1951, con el intento frustrado del General Menéndez y sus nacionalistas trogloditas, y en 1953, durante la crisis económica cuyo signo público fue el escándalo de Juan Duarte, todo el sistema pareció vacilar (24) .

       La crisis del 16 de junio obligó a Perón a realizar un desesperado golpe de timón hacia la izquierda. Pero las cosas habían ido ya demasiado lejos. Perón comprendió que era impostergable proceder a una democratización de su propia base y en primer lugar del putrefacto Partido Peronista. Al mismo tiempo, debió aceptar que la CGT no sólo debía continuar gravitando en los problemas políticos y económicos del país sino que esa participación debía hacerse más amplia, elástica y profunda, puesto que el proletariado constituía la columna vertebral de proceso revolucionario.

     La suplantación de Tessaire por Leloir, fue el primer signo del nuevo curso político. Con Leloir asumía el control del Partido Peronista el equipo de radicales yrigoyenistas que con FORJA habían ingresado al peronismo en 1945(25). No cabía otro camino para dotar al peronismo de una bandera nacionalista democrática acorde con su significación social. Por primera vez, si dejamos a un lado los discursos de Perón, el peronismo pasó a la ofensiva ideológica. Los discursos de Leloir, Cooke y Bustos Fierro, fueron ilustrativos a este respecto, puesto que tendían, sobre todo el de este último, a conectar al peronismo con las precedentes tentativas en la historia argentina y con movimientos similares en América Latina y otras partes del mundo. De esta manera, y a último momento, se evidenciaba que el peronismo no era sino el episodio argentino del vasto ciclo de revoluciones nacionales contemporáneas.

     La presencia de una dirección capaz y experimentada al frente del Partido Peronista, llevó al paroxismo de su furor a las fuerzas antinacionales. La oligarquía comprendió que la farsa del supuesto “entreguismo” quedaba al desnudo. Realizado el viraje se comprobó que era demasiado tarde. Los días del régimen estaban contados y su postrer intento de regeneración, justamente por su acierto no hizo sino apresurar el estallido.

     Sería unilateral afirmar que la desvalorización de los cereales argentinos y el “dumping” yanqui en materia triguera constituyeron el factor fundamental de su caída. Inconvenientes económicos de ese género, que amenazaban el programa de industrialización, no han faltado a ningún gobierno revolucionario. La cuestión religiosa, como el tema del petróleo –la Fe y la Soberanía, según sus exaltados apóstoles– no sirvieron en realidad sino para justificar decorativamente la ofensiva oligárquica. La selección de argumentos en la lucha era puramente accidental y sólo medía la vastedad de los agrupamientos. Sentemos desde ya esta premisa: el 16 de setiembre no se produce como resultado de las fuerzas que lo promovieron, sino que es el fruto de la descomposición general del régimen. El gobierno peronista no combatió porque estaba vencido: el gigantismo burocrático, la soledad y fatiga de su jefe, al aniquilamiento de las fuerzas revolucionarias de su movimiento que podían haber resistido, la ausencia de una ideología, la crisis del Partido Peronista, la parálisis de la CGT, el desconcierto y la desmoralización de grandes sectores de las Fuerzas Armadas, tales fueron las circunstancias que posibilitaron el 16 de Setiembre.

     El régimen burocrático pagaba trágicamente su impotencia: dejaba intacto el fundamento económico de la oligarquía y renunciaba a la movilización revolucionaria de las masas cuando aún era tiempo. La revolución de Octubre fue ahogada por la autosatisfacción de los elementos burgueses de la burocracia. El proletariado no tuvo tiempo de crear una dirección, que no se improvisa, y debió retirarse sin combatir.

     El primer impacto reveló la fragilidad política de un movimiento tan poderoso. Al principio, la creación del IAPI, la congelación de los arrendamientos y el Estatuto del Peón, habían definido la política agraria del régimen, El IAPI opuso al comando unificado de los grandes compradores imperialistas el monopolio de un comprador único, que garantizó buenos precios a los productores argentinos de la ganadería y la agricultura. Lejos de enfrentarse con la oligarquía ganadera, Perón asumió su defensa en la política de precios, pero le quitó el poder político. Discutió con ardor el precio de las carnes y utilizó con habilidad el ascenso de los precios de los cereales. Aprovechó en esa oportunidad las sobreganancias del IAPI para impulsar la industrialización. En tal sentido, todas las protestas y lágrimas de los estancieros y chacareros no fueron sino lágrimas de cocodrilo (24).

     Todos ellos se enriquecieron, si protestaban era por glotonería y por razones políticas. Si la congelación de los arrendamientos perjudicaba a los terratenientes improductivos y llenaba de dinero a los colonos, el Estatuto de Perón, por otra parte, diferenciaba las clases en el campo y enfrentaba al proletariado agrícola, al peón criollo, con la burguesía agraria exportadora, esa misma clase chacarera que a través de los stalinistas, demócratas progresistas y algunos radicales, pide ávidamente una “reforma agraria” en su exclusivo beneficio.

      Pero la caída de los precios agrícolas en el mercado mundial, así como la inversión del fondo de divisas acumulado durante la guerra, que fortaleció al país ante el exterior, plantearon la necesidad de un reajuste. Por eso cayó Miranda y con él terminaba la edad de oro del régimen. El descontento de la clase media, que sufrió la inflación industrializadora y que jamás dio cuartel a Perón, fue utilizado sistemáticamente por el imperialismo; en época de dificultades económicas, con motivo de tal o cual negociado, o con cualquier pretexto.

IGLESIA Y PETROLEO

     El año 1955 se presentó bajo el signo de un conflicto con el clero. En términos económicos, no se veían signos de una crisis que afectase el nivel de vida de la población. Por el contrario, la estructura de los precios se mantenía en sus niveles de un año antes: la Policía Federal vigilaba los precios con inesperada eficacia. La cuestión del petróleo y la de la industria pesada al fin habían sido encaradas seriamente. La planta de San Nicolás progresaba y el contrato con la California estaba en discusión. Este último problema, lo mismo que la cuestión religiosa, sirvió de excusa a las fuerzas opositoras para construir una plataforma común entre todos los elementos nacionalistas del Ejército y los elementos antinacionales de los partidos oligárquicos.

     El contrato petrolero con la California fue calificado de “entreguista”(27). Pero era sino un contrato draconiano, un pacto con el imperialismo, aceptable en la medida en que las circunstancias de insuficiencia energéticas por que atravesaba el país y la propulsión de la industria así lo imponían. De ese compromiso con los Estados Unidos los propios cipayos hicieron una bandera “antiimperialista”. Fingían ignorar que nuestro país no produce petróleo en abundancia, destinado a la exportación, como Venezuela o los países árabes de Medio Oriente sino que, precisamente al revés, necesitaba importar petróleo gastando divisas o producirlo en su suelo para el propio consumo. Si Venezuela no vendiera el petróleo, no podría consumirlo, por su escaso desarrollo industrial. Para la Argentina petróleo significaba desarrollo industrial, no sometimiento.

     El mejor contrato, firmado por el gobierno oligárquico, no hubiera significado ninguna garantía para un país semi-colonial. El peor, suscripto por un poder popular estaría limitado por el control de ese poder. Todo el viejo equipo civil pro-británico de la oligarquía advirtió con temor que la abundancia de petróleo liquidaría nuestra secular dependencia del carbón inglés. Este insumía cerca de U$S 300 millones. El 16 de setiembre reconoce varias causas bien claras, según se ve.

     Aquí se presenta un problema: el del “antiimperialismo” abstracto, que  el imperialismo utiliza generalmente como factor diversionista. Existía en la Argentina un género de antiimperialismo cipayo que tendía a sembrar el terror ideológico entre la pequeña burguesía; estaba destinado a aislar a los gobiernos populares, precisamente cuando éstos necesitaban más apoyo.

     Debe tenerse presente que toda la lucha contra Perón, en los primeros años de su régimen, se realizó en nombre de la “democracia”. Cuando ya estaba agotada la fórmula y en todo el país se advertía el surgimiento inequívoco de una “nacionalización” de las ideas dominantes, el imperialismo y sus hombres se apropiaron de las consignas antiimperialistas más extremas. Se prefirió entonces luchar contra Perón, no en nombre de los propietarios ingleses de los ferrocarriles, sino de la patria misma: lanzaron la acusación de que el nacionalizador de los ferrocarriles “era un agente inglés”.

     Desde ciertos nacionalistas ganaderos, hasta otros “marxistas” “sui generis”, pasando por los “cadistas”, todos coincidieron en que Perón, como antiimperialista, era bastante mediocre. La oposición cipaya acusó a Perón de cipayo. También los comunistas tenían su “antiimperialismo”, que le sirve a la burocracia soviética para negociar con occidente períodos de “coexistencia”. Este “antiyanquismo” profesional no llegaba nunca hasta el extremo de plantear la unidad nacional latinoamericana ni, por supuesto, hasta luchar contra la influencia británica en el país. Era un palo blanco para los “progresistas” ciegos, que son antiimperialistas en Guatemala, para ocultar su dependencia de la oligarquía en la Argentina. Hablar de Sandino, o de Arbenz, clavar banderillas indoloras en los flancos de Estados Unidos, hasta ahí nomás llegaba ese antiimperialismo puramente verbal del cipayaje argentino.

     De la misma manera que el imperialismo toleraba a los estudiantes montevideanos que hablaran de Puerto rico, a condición de que fueran antiargentinos, así es cosa habitual en nuestros días observar que el “antiimperialismo” de muchos pequeños burgueses y otros que presumen de “revolucionarios”, opera a larga distancia; se conmueve por Fidel o por el Vienam, pero jamás por la acción específica de los partidos imperialistas en el propio país. Por esa razón había antiimperialistas que militaban en el Partido Demócrata Progresista o en el Partido Socialista; esto, si no fuera un asunto serio, sería grotesco, y si no inspirara un saludable desprecio, daría náuseas.

     También existe cierta clase de “antiimperialismo” muy intransigente que consiste en rechazar toda clase de negociación con el imperialismo. Quieren salvar los principios a toda costa. Son los mismos que en 1946, cuando la disyuntiva era Perón o Braden, se quedaron con Braden; cuando Perón expropió “La Prensa”, cerraron filas alrededor de Gainza Paz; cuando la CGT tenía diputados en el Parlamento, la acusaron de “organización totalitaria” y cuando Perón negoció con los petroleros yanquis, lo calificaron de “entreguista”. El argumento era lo menos, lo esencial era derribarlo.

     Estos “antiimperialistas” también son “antiinversionistas”; en realidad no persiguen otro propósito que impedir la industrialización. Se niegan a toda transacción con el imperialismo porque rehúsan admitir que el país desarrolla su economía a saltos y a favor de las contradicciones mundiales. Su principismo no es otra cosa que la máscara de su dependencia ideológica del capital extranjero. La cuestión del petróleo sirvió  a las mil maravillas para exaltar el patriotismo de estos varones. Creóse una unión sagrada para considerar que todo aquel que intentara discutir una concesión con los petroleros imperialistas, era un vendepatria, sobre todo si el que discutía era Perón. Así fue como los antiimperialistas aparecieron como cipayos y los cipayos como antiimperialistas.

     La farsa hizo fortuna, y Silenzi de Stagni, desde las cátedras peronistas, coincidió con Codovilla, Repetto, Santamarina, Noble, Santander, Julio Irazusta, Monseñor Lafitte y otros montoneros de la soberanía, en la necesidad de aplastar al demente colonialista. El “antiimperialismo”, que venía convirtiéndose en una palabra sospechosa, se hizo una mala palabra. El petróleo impregnó con su perfume mefítico todo el país. Cada imbécil se improvisó experto en trépanos y se escuchaban con veneración las conferencias de Silenzi di Stagni, socio del Club Pickwik, formado por los ex alumnos de Universidades inglesas.

EL MORALISMO DE LA CLASE MEDIA

     La cuestión totalmente circunstancial del petróleo, fue hipertrofiada por los cipayos para ocultar la discusión de la naturaleza de clase del gobierno peronista, o dicho en otras palabras, su carácter nacional. Cuando se desencadenó la campaña “moralista”, el cuadro fue completo.

     Durante los últimos meses del régimen peronista, toda la República vivió electrizada por descargas de indignación moral; un sentimiento de escándalo por los negociados y un pudor gigantesco por la higiene de las chicas de la UES, dominaron la vida política de la oposición (28). El clero, que tenía el monopolio de la virtud pública y privada, organizó la campaña, característica de todas las ofensivas que el imperialismo desata en América Latina para abatir a los gobiernos populares. Acorralado por una campaña similar, Vargas se quitó la vida en el Palacio Catete. Su principal acusador, Carlos Lacerda, era un bandido de la “prensa libre” de Río, a sueldo del imperialismo, una especie de Santander brasileño. Rodeóse a Perón de una atmósfera similar.

     El objetivo central de la campaña consistía en convulsionar el espíritu de la pequeña burguesía: de los estudiantes que polarizan de inmediato su energía, de los pequeños rentistas con alquileres congelados, de las madres de familia con hijas jóvenes, de los empleados públicos con sueldos fijos, de los comerciantes minoristas amenazados con las listas de precios máximos, de los importadores sin permiso de cambio, de los intelectuales de nervios débiles, en fin, de esa inmensa clase media que servía en Buenos Aires de masa de maniobra para la estrategia imperialista y a la que el proceso inflacionista había deteriorado sus condiciones de vida.

     Esta pequeña burguesía veía con despecho que mientras los “sumergidos” calzaban zapatos y comían en el centro los sábados (¡esos negritos!) ella debía emplear horas extras para mantener su viejo “standard”. En semejante estado de espíritu, se imponía encontrar una explicación profunda y simple, directa y evidente, del mal. La causa era Perón; todo el bien residía en su desaparición.

     La posición intermedia que la pequeña burguesía ocupa en la sociedad moderna, entre la burguesía y el proletariado, otorga a su psicología un carácter igualmente equívoco y vacilante. Es emocional y variable. Aspira al nivel de vida burgués y como no puede generalmente alcanzarlo, se cubre de apariencia; viste como un burgués, y vive como un obrero calificado. Teme mortalmente mortalmente descender un solo escalón de la jerarquía social; ese descenso la mezclará inevitablemente con la clase obrera o la desclasará peligrosamente. Todo su “moralismo” proviene de esa inestabilidad, que la hace odiar las revoluciones y el desorden, la industrialización y la inflación que inevitablemente acompaña a aquélla. Como forma parte de un país cuya tradición es esencialmente comercial y burocrática, aún no ha terminado de adaptarse a los nuevos tiempos. Gana más dinero, en realidad; de un modo u otro mejoró sus condiciones de vida, pero no en las proporciones que su memoria recuerda y que alcanza a la década infame: el peso fuerte, la diferenciación neta con los de abajo, un porvenir estable y gris. Está furiosa y no sabe hacia dónde volcar su furia. La burguesía comercial, ligada al imperialismo, moviliza a la pequeña burguesía contra Perón y reduce la terapéutica de los males que la aquejan a la supresión del gran culpable.

     Como por otra parte algunos sectores –profesionales, empleados públicos, etc.– se caracterizan por un acusado individualismo, este rasgo les restringe la iniciativa en la lucha sindical por mejorar sus sueldos; considera esta acción como denigratorio para su dignidad y rehúsa asimilar su condición a la de los obreros, que saben combatir por sus derechos gremiales. Este hecho la deja atrás en la carrera entre sueldos y precios. El surgimiento del moralismo se hace indispensable para exornar con un barniz ético el desasosiego que la invade.

     El realismo innato de la burguesía o el proletariado, nacido del carácter extremo y tajante de las posiciones que ocupan en la producción, es extraño al “idealismo”, al “irracionalismo” y al “moralismo” de la pequeña burguesía. Esta se transforma así en una víctima propicia de las maniobras imperialistas. Al tipo colectivo de la lucha proletaria, opone la pequeña burguesía su psicología individualista y sus descargas emotivas. Toda la fraseología deliberadamente abstracta de los cipayos, encuentra una excelente consumidora en esta masa flotante.

     La idea de que “algo” estaba corrompido en el gobierno peronista y que ese algo era, por ejemplo, el excesivo control estatal (IAPI o Banco Central), hace presa del pequeño burgués, hábilmente azuzado por la oligarquía ganadera y la burguesía comercial, que esperaban precisamente la supresión de esos controles para retomar las palancas de la economía argentina.

     Por otra parte, los elementos ideológicos incoloros o reaccionarios del peronismo (Mendé, los clericales), la habían rechazado; la clase media de la ciudad puerto es tradicionalmente liberal y laica. Los discursos atrevidos o provocativos de Perón la aterrorizaron. Luego, en su impotencia, combinaría el odio con la ironía. Se reirá de él y de sus burócratas. Los chascarillos sobre Aloé pasarán de la gerencia del frigorífico al pobre viajante de pensión provinciana; bocas distintas modularán las mismas palabras con propósitos diferentes. Y cuando las sombras del 16 de setiembre desciendan sobre el país conmovido, el pequeño burgués correrá a la Plaza de Mayo, a pie, con la misma banderita que agita la oligarquía desde sus autos brillantes.

EL FRENTE CIPAYO-NACIONALISTA

     El conflicto con la iglesia implicó la ruptura con los elementos católicos ligados al Ejército y que constituían el más importante aliado ideológico del peronismo. Las fricciones naturales entre el Estado y la Iglesia, particularmente en un régimen con rasgos tan plebeyos y “realistas” como los del peronismo, fueron agigantadas artificialmente por ambas partes. La iglesia conspiró entre los militares para derribar al ateo, que pisoteaba la Fe y jugaba con la soberanía. Perón respondió con una de sus grandes provocaciones políticas, sin ideas, cayendo en la trampa tendida. Contestó con insultos y medidas prácticas de gran importancia, abolió la exención de impuestos a las propiedades eclesiásticas, instauró el divorcio, preparó la separación de la Iglesia del Estado, reimplantó la enseñanza laica. Lo hizo sin debate, por actos administrativos; suprimió mecánicamente todo diálogo y se restó así el apoyo y la consideración de grandes sectores de la clase media.

     El tema del petróleo acercó a toda la oposición y la fundió a sectores nacionalistas del Ejército. La Iglesia amalgamó a laicos y católicos, imperialistas y antiimperialistas y los ligó en una sola ofensiva. Llegado el momento decisivo, todo el aparto peronista se derrumbó (29).

     El General Lonardi encabezó una coalición nacionalista cipaya que carecía de viabilidad. Después de haber alimentado durante un cuarto de siglo la ilusión de practicar una política militar de soberanía sin pueblo, el nacionalismo católico  se hundió en la esperanza no menos quimérica de hacer una revolución “nacional” con la ayuda del imperialismo. En efecto, el “lonardismo” consistió en una tentativa de estabilización burguesa del peronismo. Su programa implícito consistía en mantener la estructura económica heredada, continuar con la industrialización, buscar un apoyo en los sectores privilegiados y mejor pagados de la clase trabajadora y despojar a ésta de su influencia en la vida nacional, rediciéndola a una actividad puramente sindical y “apolítica”.

     La restauración de los privilegios seculares de la Iglesia y un “nuevo trato” con los partidos oligárquicos, tal era la segunda parte de esa política, que buscaba un compromiso con el imperialismo, a costa de la existencia política del proletariado. Lonardi trajo a Prebisch y Goyeneche publicó las cartas de Nelly Rivas (30). Tal fue el “antiimperialismo” y el “moralismo” de la coalición.

     El único apoyo de Lonardi era el equipo militar nacionalista y el elenco de teóricos del 4 de Junio, encabezados por Mario Amadeo. Era un grupo sin duda insuficiente para resistir el abrazo estrangulador de la oligarquía, representada en el seno del gobierno por el doctor Eduardo Buso, prototipo de estos “civilistas” sudamericanos que el imperialismo educa para todas las intrigas de palacio y de bufete. El 13 de noviembre sepultó una vez más los sueños del nacionalismo y señaló la hora de la restauración oligárquica. Pero como todas las restauraciones de la historia, la de 1955 no pudo volver simplemente al punto de partida, sino reacomodarse y readaptarse al avance adquirido, sin poder destruir por completo la herencia que recibía. Era otro país el que amaneció ese 16 de Setiembre. Los alborozados contrarrevolucionarios ignoraban que la República del 3 de junio de 1943 había desaparecido para siempre.

(1)    Ramos, Historia política del Ejército argentino, ob. Cit., p 64 y ss.

(2)    “El capitalismo importado agudiza los contrastes y excita la resistencia creciente de los pueblos que despiertan a la conciencia  nacional contra los intrusos, resistencia que puede llegar fácilmente a la adopción de medidas perjudiciales para el capital extranjero. Las viejas estructuras sociales se subvierten por completo; se rompe la milenaria vinculación agrícola de las “naciones sin historia” y se las sumerge incluso en el remolino capitalista. El mismo capitalismo les da poco a poco a los subyugándoos los medios y el camino para su liberación. La meta que antes fue la más alta de las naciones europeas, la creación del Estado unitario nacional  como medio de la libertad económica y cultural, la hacen suya aquellas naciones. Este movimiento de independencia amenaza al capital europeo precisamente en sus comarcas de explotación más ricas y de mejor porvenir”. HILFERDING, El capital financiero, ob. Cit., p. 362.

(3)    Guía de Socios de la Unión Industrial Argentina, Buenos Aires, 1945.

(4)    Ibíd.., años 1961.

(5)    Cfr. Dorfman, ob. Cit.

(6)    El capital extranjero controla desde 1955 las principales publicaciones de la Argentina (diarios y revistas) por medio de las agencias de publicidad. Pues el volumen de la publicidad refleja no sólo el mayor peso económico de ese capital en la economía argentina, sino también la política publicitaria del despilfarro característica del imperialismo. Esto facilita la presión de las agencias sobre los medios. Hay casos de ciertas agencias que han vetado nombres de periodistas dignos y empresas “argentinas” que debieron, por esa razón, rehusarles trabajos.

(7)    El Banco Industrial concede créditos en 1946 por valor de pesos 920.159.496 moneda nacional.

(8)    RAMOS, Industria liviana e industria pesada, revista “Octubre”, N°5, p. 10, noviembre de 1977, Buenos Aires.

(9)    “Argentina Libre”, del 19 de setiembre de 1946 y “La Vanguardia”, del 24 de setiembre de 1946.

(10) JULIO IRAZUSTA. Perón y la crisis argentina, Ed.  La Voz del Plata. Buenos Aires, 1956.

(11) E. A. KRAUSS, en The Magazine of Wall Street, 11 de junio de 1945, New York.

(12)CONIL PAZ, ob. Cit., p. 188 y ss. Y ANTONIO CAFIERO, Cinco años después. P. 278 y ss., Buenos Aires, 1961.

(13) KELLY, OB. CIT., P 29. Los directores de los ferrocarriles ingleses vistos por un inglés: “Desgraciadamente, todo el control de los ferrocarriles había estado hasta entonces en Londres en manos de una docena o más de directores ya ancianos, de los cuales la mayoría eran gerentes retirados sin influencias, y que vivían recordando la Argentina de antes de 1914…. Ese control absoluto del sistema ferroviario argentino por parte de los viejos directores londinenses (de los cuales, dicho sea de paso, ni uno solo había visitado el país por largos años) hizo que uno de mis predecesores, Sir Malcom Robertson, escribiera a un amigo suyo en Londres preguntándole si le gustaría que todos los ferrocarriles ingleses fueran propiedad de Buenos Aires y le gustaría <<que todo lo que viera de sus administradores fuera un vistazo ocasional a un tren especial con luengas barbas grises flotando en el viento>>. Esta carta fue leída en voz alta en alguna reunión pública y causó gran indignación entre los directores a los cuales aludía, pero sólo decía la verdad”- Ibíd.

(14) CAFIERO, ob. Cit., p. 65.

(15) EDUARDO A. ASTESANO, Historia de la independencia económica, p. 292, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1949.

(16) “En 1950, por ejemplo, mientras el tipo de cambio al cual debían los exportadores vender las divisas generadas por sus exportaciones era de 5 pesos por dólar, el tipo de cambio de equilibrio entre la oferta y la demanda de divisas debía ser superior a 15 pesos por dólar. Esto reducía obviamente los ingresos del sector agropecuario en el cual se originaba casi el 100% de las exportaciones argentinas. A su vez, las divisas así adquiridas por el Banco Central eran vendidas a los industriales y otros usuarios de materias primas, productos intermedios, combustibles, maquinarias y equipos importados, a un tipo oficial de venta de cambio también sustancialmente inferior al tipo de cambio de equilibrio. Los usuarios de las divisas se beneficiaban, pues, con los ingresos que no recibían los productores agropecuarios y, en la medida en que el abaratamiento de las importaciones de aquellos bienes contribuía a reducir los costos de producción, toda la población se beneficiaba de esta traslación de ingresos. Por otro lado, el agropecuario debía adquirir proporciones crecientes de los bienes que necesitaba para el consumo y la inversión en el mercado interno y, cuando los precios de estas adquisiciones superaban los de los bienes que el sector rural solía adquirir del exterior, también soportaba una pérdida de ingreso por este hecho” FERRER, ob. Cit., p. 197 y ss.

(17) La cosecha de 1954/55 fue comercializada por medio del IAPI en casi un 50% por las cooperativas, en comparación con un 28% de la época anterior al peronismo. En 1954, las cuatro firmas fundamentales del monopolio cerealista –Bunge y Born, Dreyfus, Luis de Ridder, La Plata Cereal- que en los años 1936-1939 exportaban el 82,5 % de las cosechas argentinas, habían reducido su participación a un 39,4 por ciento.

(18) TRICHERT, ob. Cit., p. 311 y ss.

(19)La incapacidad de Perón para atraer a la pequeña burguesía en su conjunto al Frente Nacional, es uno de los resortes decisivos de la crisis.

(20) V. PIERRE BROUE, le parti bolchevique, p 55, Les Editions de Minuit, Paris, 1963 y Tomo I de esta obra, Capítulo “Las masas y las lanzas”.

(21) Al verbalismo “izquierdista” en la materia convendría la lectura de Lenín, Trotsky y Plejauov.

(22) Ed. Indoamérica, Buenos Aires, 1954.

(23) En su 2° Ed. (Ed. Coyoacán, 1961) incluyo el texto de una polémica con Ernesto Sábato, ampliando el mismo asunto.

(24) JUAN DUARTE, Secretario privado del Presidente.

(25) Un análisis de estos episodios fue realizado por la revista “Izquierda”, N°2 aparecida el 15 de setiembre de 1955. En su tapa había un título impreso en grandes caracteres que decía: “Las milicias obreras armadas; baluartes de la revolución popular argentina”. Dicha revista era editada por militantes de Izquierda Nacional. Al día siguiente se producía la sublevación del general Lonardi.

(26) “La preocupación principal de la propiedad rural no es ya el antagonismo con la industria, sino la cuestión obrera. La contención de las reclamaciones de los trabajadores se convierte ahora en su preocupación política más urgente, y por eso aparece, al mismo tiempo, en agudo antagonismo con las aspiraciones de los obreros industriales por mejorar su situación, porque toda mejora dificulta la retención de las fuerzas de trabajo. Así, la hostilidad común contra el movimiento obrero une a estas dos clases poderosas” HILFERDING, ob. Cit., p. 384.

(27) V. EDUARDO RUMBO, Petróleo y vasallaje, Carne de vaca y carnero contra carbón más petróleo, Ed. Hechos e Ideas. Buenos Aires, 1957.

(28) Unión de Estudiantes Secundarios. Auspiciada por el Gobierno, esta entidad movilizó miles de adolescentes de ambos sexos de su sede, en un vasto programa de educación física y distracciones. Perón cedió parte de la residencia presidencial de Olivos a la UES.

(29) El General Lonardi se encontraba rodeado de un puñado de hombres en la Escuela de Artillería de Córdoba. “No controlo sino el suelo que piso” dijo el General Lagos que había volado desde el comando rebelde de Mendoza par entrevistarlo. Lagos, con la prudencia de Fabio el Antiguo, regresó precipitadamente a Cuyo. Lonardi estaba completamente inerme jaqueado por dos ejércitos al mando de los generales Morelos e Iñiguez. En ese preciso momento, Perón se refugia en la embajada del Paraguay y se hunde el gobierno. El sistema era impotente para sobrevivir. Perón encarna esa imposibilidad del peronismo para segur adelante en los causes conocidos. Se trataba de seguir la revolución, no de concluirla, como el Presidente lo había proclamado meses antes, para calmar a la oposición. Pero continuarla implicaba expropiar a la oligarquía y pasar de las palabras a los actos. Lonardi no triunfa militarmente, sino que hereda un poder vacante. Se repetía el caso de Uriburu.

(30) El nuevo gobierno procesó a Perón por corrupción de menores. Juan Carlos Goyeneche era el Secretario de Prensa del general Lonardi. Monárquico en sus años mozos, pertenecía al círculo político-literario de Mario Amadeo. Es refinado burócrata hizo publicar en la prensa supuestas cartas dirigidas por Perón a una menor de edad. Luego, organizó en la residencia presidencial una exposición de pieles, joyas y zapatos que habían pertenecido a Evita.