CINE SIN PROFUNDIDAD DE CAMPO
Crítica de la película «Iluminados por el Fuego».
La Argentina no la tiene fácil a la hora de definir su identidad. Y eso se puede demostrar de muchas maneras, a veces con una película que debería, por su tema, concitar una identificación y una adhesión inmediata y espontánea en torno al reconocimiento en valores comunes. Iluminados por el fuego, por el contrario, suscita una sensación compleja, dividida, incómoda y, para decirlo francamente, indignada, en muchos espectadores; los cuales, sin embargo, no atinan a terminar de explicarse qué es lo que motiva su rabia o su molestia.
Como quien esto escribe forma parte de ese público sumido en el desconcierto, intentará dialogar consigo mismo antes que hacer de crítico; es decir de quien se supone actúa de mediador entre una obra y la platea.
Antes de entrar en materia, conviene salvar los méritos técnicos de la producción de Tristán Bauer, ciertamente apreciable en el manejo de los recursos que hacen a un género poco frecuentado por el cine nacional, como es el bélico. Pero una vez establecido este valor, todo el resto del filme queda en entredicho.
ÓPTICA DISTORSIONADA
La película asume el punto de vista de un soldado raso, pero no se limita a ese enfoque sino que, como hasta cierto punto resulta lógico, a través de él suministra un juicio crítico de la empresa que se cerró con la rendición de Puerto Argentino. Al hacerlo se carga de todos los conceptos y preconceptos que distinguen a la visión de la progresía argentina respecto del acontecer nacional de las últimas décadas.
Esa visión se distingue por una antinomia simplista que viene de lo profundo de nuestra historia y que se resume en la dicotomía mecánica entre la civilización y la barbarie. En la óptica de los epígonos “progres” del unitarismo ilustrado, el rol del gaucho bruto y chorreante de sangre de El Matadero, de Esteban Echeverría, compete hoy a los militares.
Convengamos que el estamento militar, durante los años de la dictadura, hizo (de)méritos más que abundantes para recibir el repudio de la ciudadanía. Pero su presuntuosidad, su torpeza y sobre todo la aberrante sevicia con que muchos de sus elementos procedieron a una represión innecesariamente sobredimensionada contra los elementos que atentaron contra el Estado durante “los años de plomo”, no eran sólo la emanación de su propia esencia, sino también y sobre todo el producto de una ecuación política que tenía a la dependencia cultural del imperialismo como factor determinante.
Este misma distorsión óptica impregnó a los integrantes de las facciones extremistas y permitió que actuaran como agentes provocadores que dinamitaron, desde dentro, a un movimiento nacional contradictorio, que estaba muy lejos de ser perfecto pero que expresaba, mal que bien, las aspiraciones y los límites de los sectores más populares de esta sociedad.
Después del horrible castigo a que fue sometido el país a partir de 1976 y que permitió dar comienzo a su descalabro económico, la dictadura, amenazada por una insurrección social de un signo muy distinto al de los elementos de ultraizquierda que habían copado el escenario años antes, optó por la fuga hacia adelante y trató de lavar sus desatinos previos con un emprendimiento de carácter nacional, cual era la recuperación de Malvinas, muy sentido por el pueblo, pero que en forma irrevocable la introducía en un terreno que implicaba romper con la configuración global en la que estaba inserta.
Que ese arrebato haya estado mal planificado, que haya sido oportunista o quizá inducido por la inteligencia enemiga, que se haya cedido a él sin una clara conciencia de adónde se iba o en la boba creencia que Estados Unidos se pondría de nuestra parte contra Gran Bretaña, no importa a los efectos del resultado, que supuso un salto cualitativo que encerraba potencialidades de desarrollo muy distintas de las que hasta entonces habían predominado.
Cuando algunos o algunas llaman la “plaza de la vergüenza”, al pueblo reunido para ovacionar a Leopoldo Galtieri en el balcón de la Rosada, no ven la singularidad dialéctica de ese momento, ni el carácter contradictorio, matizado y ambiguo que tienen todos los desarrollos históricos.
De la misma manera, cuando Tristán Bauer y su guionista Miguel Bonasso se aproximan al hecho Malvinas con una visión maniquea, que se centra casi con exclusividad en el maltrato y la indefensión de los conscriptos en manos de una oficialidad bestial y corta de entendederas, no sólo cometen una injusticia flagrante con respecto de los muchos oficiales y cuadros que ejercieron de manera responsable, sacrificada y heroica el oficio de soldados, sino que prolongan las líneas de una discordia interna equivocándolas con las de un conflicto internacional.
La Guerra de Malvinas se transforma así, de una guerra patria contra los ingleses, en la prolongación de una guerra civil. O, mejor dicho, de una discordia interna entre dos rencores sectarios, de los cuales sólo uno encuentra ocasión de expresarse en esta película.
Al proceder de esta manera, los autores desperdician la oportunidad de efectuar un esfuerzo de comprensión que ayude a soldar la escisión argentina. En vez de tender un puente, ahondan el foso que separa al pueblo de las Fuerzas Armadas, sin una clara visión, por otra parte, de la función que este punto de vista puede jugar para el ocupante de las islas. Hay un largo plano, hacia el final del filme, cuando Pauls-Esteban vuelve de visita a Malvinas, que sostiene ante el espectador un cartel pintado frente al hotel donde se aloja el protagonista y que reza: “los argentinos serán bienvenidos cuando reconozcan nuestro derecho a la autodeterminación”.
Exista esa leyenda o haya sido escrita ex profeso para el filme, hay el dato de que la película no suministra ninguna respuesta –explícita o implícita– , lo cual puede significar que lo asume, y es inevitable la sospecha de si su inclusión no ha sido exigida por los auspiciantes europeos de la película como recaudo que consienta su circulación por el mercado internacional…
SUICIDAS
La película hace hincapié en el hecho de que el número de ex combatientes que se suicidaron en los 23 años corridos después del conflicto iguala o excede ya al de los soldados del Ejército que cayeron en combate. Es un dato real y doloroso.
Pero, ¿cuál es la causa de esto? ¿Son las secuelas del estrés de la guerra? ¿O es más bien la consecuencia de la traición que la sociedad misma o al menos sus mandantes y exponentes intelectuales más caracterizados cometieron respecto de los muchachos que dieron lo mejor de sí en la batalla?
El filme de Bauer-Bonasso habla de que la junta militar ocultó a los soldados en los cuarteles a su retorno al continente, en vez de hacerlos desfilar con honor. Es cierto, y se trata de uno de los hechos más vergonzosos que haya consumado la dictadura, expresión de su mala conciencia y de su absoluta ineptitud para asumir las consecuencias de sus actos.
Pero ese escamoteo fue seguido de otro aun peor, cual fue la deliberada política de “desmalvinización” puesta en práctica por los gobiernos democráticos que la sucedieron. Se ignoró Malvinas como gesta nacional, se tuvo vergüenza de ella, se hizo burla del sobresalto de orgullo que había supuesto, se desasistió a los ex combatientes, no sólo desde el punto de vista económico y social sino también y sobre todo en lo referido al significado de la batalla que habían sostenido.
Otra película denominó a Malvinas una “historia de traiciones”. Inconscientemente, tal vez, la película de Bauer-Bonasso puede ser otra de esas traiciones, en la medida que se vale de elementos genuinamente heroicos, por muy manchados que hayan estado por la incompetencia o la criminalidad, para introducir un mensaje derrotista, que sólo encuentra el lamento como registro de un arrebato de orgullo nacional al que, sin embargo, no se anima a descalificar del todo. Tal vez porque siente vibrar bajo sus pies la protesta sorda de un país inexpresado, que lo conmueve pese a todo y al que no se anima despreciar; quizá porque, en el fondo, le tiene miedo.
Si la realidad está recorrida por ambivalencias y ambigüedades, Iluminados por el fuego es un ejemplo de éstas. Y desaprovecha la óptima oportunidad que se le ofrecía para abordar su tema con “profundidad de campo”. Una profundidad de campo que en este caso no debía estar en el objetivo de la cámara, sino en la capacidad de reflexión abarcadora de quienes le daban un libreto.
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