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AUTOCRITICA O MASOQUISMO

 Enrique Lacolla

publicado en «La Voz del Interior el 07 de octubre de 2007

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Cierta línea analítica de la realidad argentina, esgrimida por comentadores que se duelen de nuestra decadencia, elige para expresar su desazón un tono irónico y acre, o bien resignado y escéptico cuando no ampuloso y dulzón, que redondea –o remacha, mejor dicho– su crítica con la observación de que en fin de cuentas, “la culpa es nuestra”.
Es decir, que la responsabilidad del estropicio que nos rodea recae en lo esencial sobre nuestras espaldas. Pues, ¿quiénes sino nosotros hubiéramos consentido que nos manejen quienes nos manejan? ¿De dónde saldría nuestra clase dirigente si no es de nuestras entrañas?

El correlato obligado de estas interrogaciones es, en definitiva: ¿cuándo vamos a aprender a ser adultos y a no echar la culpa de lo que nos pasa en una entelequia llamada “los otros”?

Como reclamo al orden y a la asunción de nuestros deberes, esta exigencia es válida. Pero, con perdón de quienes exhiben este saber superior y un tanto desdeñoso, nos parece que aposentarse sólo en este tipo de evaluación implica una renuncia a examinar la naturaleza del decurso histórico de nuestra nación y una incapacidad para tomar en cuenta sus contradicciones.

Es decir, la naturaleza de su formación orgánica, que estuvo lejos de ser idílica y se encontró sometida a presiones brutales, tanto internas como externas, las cuales tuvieron una importancia decisiva en la conformación del país contrahecho que tenemos. Y en el desconcierto psicológico que se nos atribuye.
Achacar la culpa de todo lo que nos pasa a cierta irresponsabilidad, a la indisciplina social y a la sensualidad fácilmente tentable con la corruptela en razón de una suerte de fatalidad orgánica, es demasiado simple.
Sí, desde luego, esos factores existen y gravan con pesadez nuestro espíritu, aflojando o haciendo imposible esa tonicidad muscular que cabe percibir en las sociedades que están “en forma”. Pero atribuir tan sólo a estos rasgos, forzando su definición como “atributos nacionales”, la culpa de una decadencia que viene pronunciándose desde hace medio siglo es incurrir, por lo menos, en un abuso de confianza. Y en una falta de respeto para quienes componen la inmensa mayoría de la población y que no se manchan las manos con operaciones sucias, se esfuerzan por efectuar su aporte cotidiano y conservan una fe de carretero en la grandeza, latente, de su patria.
El escepticismo crítico (para llamarlo de alguna manera) al que nos referimos, tiende a ignorar o a no mencionar un par de palabras que, sin embargo, están en la base de la deformación argentina: oligarquía y dependencia. Dependencia del imperialismo, para ser directos.

La primera, oligarquía, alude a la casta que conformó al país de acuerdo a una concepción limitada de éste, usándolo para ponerlo al servicio de un núcleo de intereses que se asentaba en el litoral de la República y miraba hacia afuera.
La segunda, la dependencia, representa el principio conductor de la anterior, el referente necesario para que la sociedad fuera articulada de acuerdo a una visión excéntrica que la convertiría en un organismo alienado, coartado en sus posibilidades de progreso y empujado a una dicotomía ideológica y psicológica que encontraría su fórmula mágica en la contraposición entre la civilización y la barbarie. La negación de la realidad mezclada que era el país, a partir de ese apotegma maniqueo propulsado por el estamento “ilustrado”, costó horrores, pues implicó negar un componente que era consustancial a nuestra sociedad, el pueblo llano del interior.

 

Este concepto sigue pesando y manifestándose hoy, de una manera solapadamente racista; por ejemplo en esa atribución de nuestras desdichas a una suerte de perversidad o de dejadez genética “propia de los argentinos”, que sería determinante de nuestra incapacidad para elegir a nuestros gobiernos…
La guillotina. Vamos a ver. ¿Cuántas oportunidades han tenido los argentinos de elegir con libertad a sus gobernantes? ¿Y en cuántas de las contadas ocasiones en que lo hicieron esa tentativa no fue cortada de un tajo por pronunciamientos militares o económicos, o ambos a la vez?
Uno de los atributos de la democracia es el reconocimiento del derecho a equivocarse. A través del error se puede arribar al conocimiento, si el ser que yerra tiene la posibilidad de reconocer su falta y enmendarla.
Esa posibilidad le ha sido negada de forma sistemática al pueblo argentino. Sin decir que muchas veces esos errores sólo fueron parciales y que, en cualquier caso, la tendencia general de esas experiencias populares (que iban a ser rebatidas y destruidas invocando esas faltas de detalle) era positiva y presumía un progreso capaz de autoenmienda…
La tentativa de edificar una sociedad más democrática que de alguna manera expresaba el yrigoyenismo, y el ensayo socialmente más profundo y abierto a una reformulación geopolítica del vínculo con América latina, supuesto por el primer peronismo, fueron hachados por las contrarrevoluciones de setiembre de 1930 y del mismo mes de 1955. Los golpes económicos efectuados contra los restos del Estado de Bienestar en 1975, 1989 y 1990 por el establishment empresario y financiero, en connivencia con las políticas neoliberales fogoneadas por el sistema capitalista global, con sede en el Primer Mundo, acabaron con lo que quedaba de lo logrado durante las experiencias de las décadas anteriores.

Terapia de choque. La “doctrina del choque”, como denomina Naomi Klein a los procedimientos que el imperialismo y sus socios locales aplican para conseguir sus fines, tiene total vigencia en el mundo y va desde las emboscadas económicas a las provocaciones sistemáticas, capaces de generar reacciones desmedidas que a su vez sirven para aplicar con multiplicado rigor las premisas que sirven al Imperio.

Los argentinos sufrieron una procesión de experiencias de este tipo. Desde la brutal represión de las resistencias interiores en la época de una organización nacional –que configuró al país como una dependencia del Puerto y por consiguiente de una casta inmovilista vinculada a los poderes externos–, a la vacuna antisubversiva aplicada con salvajismo en la década de 1970.
Este escarmiento paralizó por un buen rato las resistencias populares y dejó indefenso al país frente a la penetración de las políticas neoliberales que en un par de décadas lo someterían a una operación equivalente a un verdadero genocidio social, quizá peor que el consumado durante la guerra sucia, pues afectó no ya a miles sino a millones de argentinos.

¿De qué forma se supone que esa masa de gente, víctima de una agresión permanente, puede tener una conciencia clara de sus objetivos? ¿Y cómo puede recomponer sus opciones de progreso cuando éstas desaparecen en una oferta política vacía, que promete más de lo mismo o que, en el mejor de los casos, apunta a paliar el estropicio pero sin señalar con precisión sus causas y, por consiguiente, delata su poca o ninguna voluntad para combatirlas?

La crítica a que nos referíamos al principio, que dispara en rededor de manera genérica e indistinta y que no se ocupa de poner las responsabilidades donde de veras están, no sólo es en el fondo acomodaticia, detrás de su aparente intransigencia, sino que también es cómplice, pues se inscribe como instrumento de una erosión mental que apunta a mantener las cosas tal como están, autoamnistiándose por su impotencia atribuyendo esa misma impotencia a los demás.
Por suerte, en el pueblo de nuestro país hay reservas no exploradas. Hay muchos que lo saben. Y por eso no se cansan de propagar el derrotismo o el cinismo como expedientes para desalentar su búsqueda.