EL MORALISMO: UTILIZACIÓN OLIGÁRQUICA DE LA CLASE MEDIA
Jorge Enea Spilimbergo – setiembre de 1955 – publicado más tarde como apéndice en «Nacionalismo oligárquico y nacionalismo revolucionario», en 1956.
El contubernio oligárquico ha encontrado su tema: la moral. No hay político «democrático» ni usufructuario en general del 16 de septiembre que no presente al gobierno caído como a una banda de facinerosos que logró mantenerse diez años en el poder, gracias a la ignorancia de los más y al silencio impuesto sobre las minorías «ilustradas».
Si antes del pronunciamiento militar la campaña servía para socavar las bases del gobierno peronista, derrocado éste, las comisiones investigadoras y la prensa se apresuran a publicar los escándalos para justificar la dictadura y obtener el apoyo de la opinión pública.
Pero, quiénes han ejecutado el golpe de septiembre? El pueblo? No: la oligarquía y cómo la oligarquía, la venal y corrupta oligarquía, se erige en custodio de la austeridad republicana y en censora atrabiliaria de sus enemigos, los gobiernos populares? Porque necesita aliados, un mínimo de pueblo, en suma, para poder triunfar. Va a buscarlos a la clase media, cuya debilidad y confusión explota, ocultando sus propios fines tras el canto de sirena de dos otras consignas eficaces.
La «moral» es una de ellas; vale decir, la lucha contra la «corrupción» del peronismo: gobierno y sindicatos. Que se trata de un pretexto destinado a legitimar el alzamiento en armas contra un gobierno de mayoría popular, lo dice quien lo esgrime: el grupo social más comprometido por sus fraudes, peculados y entregas.
No obstante, el recurso obtiene resultados inmediatos e inflama el corazón de ciertos sectores de la pequeño-burguesía: tienen éstos su lista de agravios contra el movimiento de las masas, justos algunos, hijos de la miopía o el resentimiento los más. La propaganda oligárquica moviliza este sector social a modo de fuerza de choque, tras banderas especiosas como «moralizar», «restaurar las libertades», etc.
El resultado está a la vista: conquistado el poder, luchan en el conglomerado heterogéneo clases y sectores para copar la situación. Y, por lógica inflexible, ella cae en manos de quienes laboraron para sí, mientras se desplazan al llano las fuerzas que practicaron la enajenación como conducta sistemática. Así, el nacionalismo católico desemboca en el plan Prébisch; la democracia de Frondizi, en las ejecuciones de junio; la pulcritud moral de unos y otros, en el gobierno controlado por los agiotistas de la «década infame».
Resultado de estos errores, fue la presencia de grupos minoritarios, aunque populares, en el pelotón septembrino. Explicar la ilusión acelera su disipamiento, de todas maneras inevitable pues la experiencia que hoy se vive vale más que cien sermones «democráticos» y administrativamente «morales».
Por eso, nos hemos propuesto examinar, en primer término, a la clase social que ha hecho profesión de pureza inmaculada cuando se trata de juzgar al adversario. Veremos seguidamente la inconsistencia del moralismo como cartabón político. Y, por último, las razones de su éxito momentáneo en las filas de la clase media argentina.
LA MORAL OLIGÁRQUICA VISTA POR DENTRO
EL SAQUEO DE LAS TIERRAS PÚBLICAS
Decía León Trotzky que cuando un pequeño-burgués habla de moral hay que echar mano al bolsillo, porque la cartera está en peligro [1]. Pero el pequeño-burgués opera aquí -aunque no lo sepa- por cuenta ajena. La oligarquía aparenta un código estricto para juzgar a sus adversarios, llámense éstos Yrigoyen o Perón, Paz Estensoro o Vargas. Pero, qué hay de ella?.
La nobleza antigua simbolizaba en escudos el origen de sus linajes. De aplicarse el método a nuestra aristocracia terrateniente, junto a la vaca consabida, habría que poner una ganzúa. La historia de las tierras públicas, base de la fortuna y el poder oligárquicos, no es sólo una historia de robos» sino de escándalos administrativos y complicidades gubernamentales. Bajo Rivadavia y Rosas, bajo Mitre y los gobiernos que lo sucedieron, los allegados al poder se abalanzaron sobre las tierras fiscales –las mejores y más extensas-, sin pagar un centavo o abonando precios irrisorios[2].
Esas tierras se valorizaron varios miles de veces en un siglo por el cómodo expediente de hacer trabajar a los demás. Nació así, de golpe, una desmesurada fortuna en pocas manos, que por imperio económico gozaron también del poder político.
LA «DÉCADA INFAME»
Qué uso hicieron esas «200 familias del gobierno así conquistado? Olvidemos el «Régimen», que estigmatizó Yrigoyen. La «década infame» fue el reinado del soborno y de la entrega.
La amenaza inglesa de suplantar carne argentina por la de sus dominios, produjo el pánico en la oligarquía, que sacrificó sin vacilar intereses nacionales a sus propios intereses de clase.
Vino así el tratado «Roca-Ruciman», por el que Inglaterra compró lo mismo, pero pagó mucho menos, es decir, descargó sus crisis sobre nuestro pueblo. Consecuencia del pacto fueron la ley de Banco Central, redactada en Londres traducida y empeorada por Pinedo y Prébisch[3], que enajenó al capital inglés nuestra soberanía financiera y crediticia; el Instituto Movilizador -700 millones de antes, repartidos entre la oligarquía y los bancos ingleses-; las Juntas Reguladoras, que «regularon» según la ley del pez grande; la conversión de la deuda externa, pacto secreto con la casa Bemberg que produjo pérdidas netas por miles de millones (sólo a la provincia de Buenos Aires 500 millones.); la concesión de la CADE -8.000 millones regalados a SOFINA- que gastó 14 para «adquirir» el Concejo Deliberante[4]; la escandalosa evasión de impuestos sucesorios de la familia Bemberg, que encontró cómplices en los tres poderes y la administración; la Corporación de Transporte, ese despojo a colectiveros y empresarios argentinos perpetrado en aras del monopolio inglés; los cien millones de la cláusula oro del puerto de Rosario (con que remató su medio siglo una empresa extranjera que no puso un centavo de capital y fue la más próspera del mundo; los convenios del petróleo, que redujeron a YPF a la impotencia, confirmando a Manuel Ugarte cuando decía que en la Argentina el proteccionismo regía para el capital extranjero.
A qué seguir? Por cada una de esas operaciones, el pueblo argentino perdía más dinero y bienestar que cuanto pudieron sustraerle en diez años aquellos jerarcas enriquecidos del peronismo.
Que quienes así obraban eran grandes señores incapaces de robar un céntimo?[5] Que nos despojaban sin cobrar comisión a los ingleses ? Allá ellos con su pobreza o riqueza. Lo que al pueblo le interesa es el resultado general de una política, el influjo que ejerce sobre sus condiciones de existencia. La «moral » oligárquica no reputa indigno que un hombre público sea abogado de las empresas extranjeras, como lo fueron Ortiz, cuya candidatura proclamó la Cámara de Comercio Británica; o Fresco, asalariado del ferrocarril inglés; o aquel Guillermo Leguizamón, jefe virtual de la delegación argentina a Londres (pacto Roca-Ruciman), presidente de media docena de ferrocarriles y otras empresas británicas, lo que no le impidió «representar» el interés argentino, decir que nuestra patria era la «joya más preciada» de la Real Corona, y recibir el título de Lord por sus beneméritos servicios.
Frente a esta formidable conjuración de bandoleros (muy de cuello duro, pero bandoleros), qué insignificante aprendiz ese señor Jorge Antonio, sobre el cual se cebó la algazara cipaya de los últimos meses.
Pero ya volveremos sobre el tema, que desasosiega a las vestales de septiembre.
LA INCONSISTENCIA DEL MORALISMO
NACIONALIZACIÓN DEL ROBO
No hace mucho, un enemigo del peronismo ha tenido la franqueza de afirmar que Perón «nacionalizó el robo». Esta fórmula, que no aspira a ser cortés, encierra un panegírico.
El sistema que caducó el 3 de junio tenía sumido a nuestro pueblo al peor vasallaje de su historia. Como resultado de improductivas servidumbres extranjeras, el país pagaba anualmente a Gran Bretaña una suma que excedía en muchos millones el valor de nuestra producción de carne. El cuarenta por ciento de nuestras exportaciones se destinaba a pagar la deuda externa, rescatada luego por Perón.
El peronismo -cuya política limitada y vacilante frente al capital extranjero es harina de otro costal- redujo ese drenaje agotador. Hubo enriquecimientos ilícitos; pero la «nacionalización del robo» no excluyó los altos salarios, las conquistas sociales efectivas y el pleno empleo resultante de la industrialización.
Aún admitiendo que los millones rescatados los hubiese acaparado en su totalidad (!) una burocracia ladrona, esa burocracia puso fábricas argentinas, dio trabajo a obreros argentinos, consumió productos argentinos, reactivó el proceso económico. El dinero que se va en libras o en dólares, llena de humo los cielos de Inglaterra y Estados Unidos; y todos sabemos lo que eso significa para el país semicolonial condenado al atraso agrícola-ganadero.
Por eso, mal puede la oligarquía acusar de corrupción al peronismo, cuando ella ha practicado y practica la peor de las corrupciones: la que une al peculado propio la entrega incondicional a la rapiña extranjera.
No piensan así los miembros de nuestra «aristocracia» de un modo u otro, en estos doce últimos años, ellos han vivido «la tragedia del importador de autos».
LA TRAGEDIA DEL IMPORTADOR DE AUTOS
El importador de automóviles -uno de los engranajes comerciales del sistema oligárquico– desea, naturalmente, que cuanto dólar obtenga el país se destine a la adquisición de su mercancía para cobrar sobre ella el riguroso treinta por ciento de su ganancia «honorable». No cabe duda que este deseo es perfectamente «moral», aunque signifique anteponer un interés egoísta, de clase, a los intereses generales del pueblo. El honrado importador monta en furia cuando aparece un gobierno que restringe la compra de autos en el exterior para ahorrar divisas destinadas a la industria. Su indignación llega al paroxismo si se entera que «su» ganancia, su robo legal logrado en una intermediación estéril pasa ahora a un adicto al gobierno que se enriquece con el negocio de las órdenes. Y ya no puede más al saber que «sus» coches, sus queridísimos coches, norteamericanos, serán producidos en la Argentina, dando trabajo a obreros argentinos y ahorrando divisas en un renglón importante de la producción.
Pero el importador no se desanima: busca el lado flaco y lo encuentra. El país utilizó mejor sus dólares. Se ha creado una industria de fundamental importancia. No obstante, he aquí que tales y cuales burócratas se han beneficiado personalmente con esa política. Como Harpagón, nuestro tendero de automóviles exclama: “Al ladrón, al ladrón!», cuando en realidad piensa: «Mi dinero, mi dinero (y después, justicia)». Y así, consumido de indignación, sale a la calle en busca de salvadores, financia diarios… y otras cosas, para destruir ese engendro moral que se llama burócrata de los automóviles.
Ni tanto ni tan rápido! No es la moral lo que preocupa a ese hijo de la década infame. Tras el pretexto bulle la enconada oposición a una política nacional que lo deja fuera de juego. Como la política es inatacable (aunque susceptible de sustanciales mejoras), procura descalificarla sin polémica apuntando a su deformación burocrática.
LA CORRUPCIÓN ES INHERENTE AL SISTEMA CAPITALISTA
Hemos visto que la oligarquía utiliza el peculado que acompaña a una política intrínsecamente justa, para filtrar sus propios objetivos, que ni son los del pueblo, ni están libres de pesada responsabilidad histórica.
De este modo, conceptos claros se tergiversan, y no sorprenda que, confundidos los términos, como remedio de males nos propongan aceptar otros peores.
A qué obedece la moderna corrupción burocrática? Al fraude de los hombres o a la naturaleza de las instituciones? Sin responder con verdad a esta pregunta, mal puede aspirarse a una limpieza a fondo de tantos aprovechados y vividores como hoy pululan en la administración y en los gobiernos.
Quien se tome el trabajo de estudiar los vínculos entre los trusts y el poder político en los países imperialistas, encontrará que en ellos el Estado es sucursal de un puñado de monopolios. Jefes de estas gigantescas empresas ocupan puestos claves en la administración y el gobierno. Inversamente, los hombres públicos que «han cumplido» obtienen, al retirarse, alguna gerencia que les asegura la vejez. Para decirlo en pocas palabras, las burguesías yanqui-europeas, maduras y rapaces, gravitan decisivamente sobre sus Estados, y convierten la política en cárcel de obreros y flagelo de colonias. La burguesía, en aquellos países, crea el Estado, organizándolo a su imagen y semejanza [6].
A su vez, las naciones oprimidas, para romper o aligerar el yugo que las asfixia, necesitan concentrar al máximo sus energías políticas, económicas y culturales. Carecen de clases nacionales diferenciadas y maduras, y la presión imperialista obra como poderoso disociador. Esto es particularmente cierto en lo que se refiere a las burguesías nativas. En nuestros países existe una política nacional -reacción ante el insoportable vasallaje- antes de que aparezca una burguesía nacional madura. Pero mientras esa política no cuestione la estructura capitalista que, aunque atrasada, predomina en las semicolonias, tendrá un inevitable contenido burgués. De ahí que el Estado nacional, falto de una burguesía sobre la cual sustentarse, se vea en la necesidad de crearla por el doble método del proteccionismo y el aburguesamiento de la burocracia.
Este proceso, en cuanto tiene de corrupción, no es específico. La corrupción es el rasgo típico de todo Estado burgués, por cuanto la sociedad capitalista, basada en la competencia, impele al enriquecimiento privado, no a la solidaridad social. Lo que varía es la forma. En Estados Unidos la corrupción se manifiesta como influjo decisivo de los trusts sobre el gobierno, mediante sobornos, infiltración de adictos y «acomodo» de funcionarios en la industria privada. En las semicolonias el proceso es inverso: el Estado, buscando un apoyo burgués que no existe o es insuficiente, coloca a sus elementos en la jerarquía de la nueva clase de patrones industriales.
Por censurable que resulte el «sistema» de Jorge Antonio, el capitalismo burocrático es inherente a toda revolución burguesa en un país atrasado. Lejos de atenerse a una pasividad descriptiva, corresponde luchar por formas superiores, proletarias, de organización social. En último análisis, la verdadera lucha contra la corrupción pública, se liga a la conquista de un exhaustivo control popular sobre el Estado, la economía y la cultura.
Pero cuando los agentes del gran capital vienen a moralizar contra la administración peronista como pretexto para desprestigiar la bandera nacional y empujarnos nuevamente a la dictadura del dólar o la libra, hay que responderles: «Señores, el pueblo mismo se encargará de barrer con las deformaciones burocráticas; de cruzar los límites burgueses de la revolución nacional. Pero mientras se elabora una conciencia colectiva a ese respecto (y por que así ocurra somos nosotros los que luchamos, no ustedes), preferimos que nos piquen las pulgas antes de que nos devoren los tigres disimulados de corderos».
EL MORALISMO TRANSFORMA AL HOMBRE EN CHIVO EMISARIO DE LA BURGUESÍA, A LA QUE ABSUELVE
Nuestra aristocracia descubrió que Yrigoyen y Perón eran jefes de funcionarios corrompidos. A su vez, la izquierda oligárquica, canoniza a Yrigoyen y lo presenta como un justo. Unos y otros reservan a Perón el papel de villano. Admirable sorpresa! cómo es que un ladrón y un justo, antípodas morales, llegan a un mismo resultado? Tan irrelevante es la moral individual de los jefes, sobre la que el moralismo erige su tabla de valores políticos? No será que la crítica debe hacerse a los sistemas, objetivamente considerados? Y cuál es el sistema que empuja a la corrupción? EI gobierno popular? Ya hemos visto que las minorías «ilustradas» sobrepasaron los peores escándalos del peronismo o el yrigoyenismo; las constantes se anulan, y queda en pie la diferencia entre una política nacional y otra antinacional, entre el saqueo organizado y la defensa económica frente al capital extranjero.
No es la «tiranía», ni la «demagogia»; tampoco el «intervencionismo» ni el ‘aluvión zoológico», sino que nuestros gobiernos populares, a pesar de serlo, no rompieron el sistema del poder burgués, que aquí como en todo el mundo asocia el ejercicio del gobierno con el fraude administrativo.
La estrechez «moralista» conduce a descargar sobre determinados hombres las responsabilidades de un sistema, con lo cual una saludable dosis de inconformismo, que debió aplicarse a superar por adentro el proceso revolucionario popular empujándolo más allá de su etapa burguesa, pasa a gravitar en el bando opuesto, maniobrada por una oligarquía que no busca liquidar la propiedad burguesa sino afianzarla en sus formas más reaccionarias y parásitas: el capital imperialista y el latifundio.
Este es el más grave cargo que merecen los apóstoles del moralismo, los Frondizi y compañía que nos prometen un gobierno burgués limpio de polvo y paja. ¡Ridícula utopía de ingenuos o de pillos[7].
BASES SOCIOLÓGICAS DEL MORALISMO PEQUEÑO-BURGUES
SUBJETIVISMO IDEALISTA
La predisposición de la pequeña burguesía a absorber la propaganda moralista surge de sus propias condiciones de existencia.
Tratase, por lo general, de una clase desligada del esqueleto de toda sociedad: la producción. Al revés de lo que ocurre con los burgueses industriales y el proletariado, su actividad se despliega en el terreno de la superestructura. Sin experiencia concreta de las causas y condicionantes reales, tiende a suplantar la consideración objetiva de los fenómenos por «sistemas» ideales. A la sociología antepone la especulación ética. Hemos visto, por ejemplo, que la corrupción burocrática es inherente al Estado burgués. El teórico de la clase media ignora este hecho, y la interpreta como una enfermedad moral, como una libre elección entre alternativas posibles, en el sentido de la más perniciosa.
Esta tendencia al subjetivismo idealista es reforzada por la atomización de las clases medias, las cuales, en contraste con el proletariado, carecen de la estructura y organización colectivas que dan la gran industria y los sindicatos.
La clase obrera busca en la lucha gremial, en la elevación de la clase en su conjunto, satisfacción a los problemas individuales de sus componentes. Su realismo es esencialmente colectivista.
El pequeño burgués finca su elevación en la competencia, es decir, en su actividad individual. Al voluntarismo práctico de la clase corresponde el voluntarismo ético de sus teóricos.
Ambas tendencias, la subjetiva y la voluntarista, se conjugan para provocar una visión ética de los fenómenos sociales, envolviendo con la nube del moralismo las fuerzas que condicionan el hacer individual de los hombres, los partidos y los gobiernos.
Pero en el marco de esta predisposición general actúan factores más concretos cuyo análisis es imprescindible.
INFLACIÓN
Ninguna semicolonia puede industrializarse sin un proceso inflacionario que entregue a la naciente burguesía medios adicionales para expandir su industria. El crédito suplanta aquí las formas clásicas de industrialización burguesa. Al mismo resultado se llegaría despojando a los sectores no industriales para respaldar los subsidios. Pero ese camino choca con la garantía constitucional de la propiedad privada. La inflación constituye un despojo indirecto, una expropiación legal.
El gobierno peronista quitó a terratenientes, chacareros, algunos sectores de clase media, etc., parte de las riquezas (mediante la inflación, el IAPI, la congelación de arrendamientos y alquileres, etc.) para crear un fondo de industrialización (malversado en parte por la burocracia) y llevar a cabo una política de altos salarios, base de la estabilidad del régimen.
Por sobre estas medidas, la recuperación y defensa económicas frente al imperialismo dieron un sello de abundancia al proceso en su conjunto. Las sangrías no mataron a ningún paciente.
La inflación peronista afectó a ciertos sectores de clase media, especialmente a aquellos de renta fija, los cuales, al par que sufrían un empobrecimiento relativo y hasta absoluto, presenciaban el surgimiento de una nueva «oligarquía» de industriales, y, como subproducto del proceso, el aburguesamiento individual de la burocracia.
Las nuevas fortunas aparecen ante el pequeño burgués como hijas de una formidable dilapidación de dineros públicos y privados; como un atentado directo a su bolsillo; como una subversión general de los valores.
En realidad, los «nuevos ricos» son la burguesía industrial, clase más progresista que la terrateniente, que nace al favor de la protección del Estado y del favoritismo de la burocracia nacionalista.
RESENTIMIENTO
Por otra parte, un sector importante de la clase media vivió durante décadas como parásito del sistema oligárquico. Cuando el país era una estancia y Buenos Aires su desagüe hacia Europa, algo de la renta nacional derivaba hacia esa clase media de empleados públicos y de empresas imperialistas, pequeños comerciantes y horteras, rentistas, tenedores de cédulas, jubilados del gobierno y de servicios públicos, que constituían el sistema conjuntivo del aparato oligárquico, y que, junto a los profesionales de todo tipo y pelambre, eran la aristocracia barrial de la ciudad-puerto [8].
Lectora de «La Prensa» y «La Nación», admiradora de oídas de cuanto figurón oligárquico circule, inmersa en el «somos un país agrícola-ganadero» y «los ingleses administran mejor», electora a ratos de diputados socialistas, esta clase media entra en el nuevo período sin comprender nada, y observa que sus «privilegios de pobras», su estabilidad relativa en un país que a diez cuadras del centro, en el corazón de Puerto Nuevo, erigía las latas de Villa Desocupación, se eclipsa ante una clase obrera industrial poderosa en política y sindicalmente organizada, que goza de buenos salarios hasta el punto de eliminar los antiguos desniveles.
Celosa de su «categoría», no admite un cuello duro ni un juego de comedor por debajo de sus pies; y lo que más la indigna es ver a un «cabecita» ganando lo que ella, vistiendo dignamente, comiendo todos los días. Si en la nueva burguesía ve una cáfila de aventureros enriquecidos, en el proletariado encuentra a los cómplices políticos del «saqueo».
Este moralismo expresa en fórmulas «elevadas» la sorda indignación por la «falta de sirvientas».
CONCLUSIÓN
El tema del moralismo en la política argentina es parte de la táctica oligárquica de dividir el frente del pueblo, aislando a sus sectores más revolucionarios y consecuentes: el proletariado y las masas pobres del interior, de la pequeña burguesía urbana y rural.
Esta táctica utiliza las inconsecuencias de una jefatura política transitoria, para descalificar en su conjunto al movimiento de las masas, y manchar sus banderas de lucha.
Al mismo tiempo, presenta al conglomerado contubernista como ejemplo de pulcritud moral, espíritu democrático y eficiencia económico-administrativa.
Ya hemos visto cómo la clase media es arrastrada a pactar con la aristocracia y sus personeros, a través de fáciles demagogos como el jefe del radicalismo «intransigente». No obstante, la contradicción entre la pequeña burguesía y el proletariado, por momentos tan áspera, no es esencial sino el resultado de contingencias históricas.
El yugo oligárquico exprime al país en su conjunto, y no es la clase media, por cierto, la que saldrá mejor parada de esta tentativa de imponer a los argentinos una nueva década infame.
Más que las palabras, confiamos en la experiencia colectiva. Más que en nuestros discursos sobre la moral hipócrita y la mentida «democracia» de estos dignos descendientes de la emigración unitaria, son sus actos de gobierno los que se encargan de disipar equívocos, y mostrar quiénes son los amigos, y dónde están los explotadores.
La restauración oligárquica, que agrava sin resolverlos todos los problemas argentinos, producirá su antítesis, en la que los trabajadores tienen la última palabra.
Confiamos en que entonces sabrá elegir la clase media con más acierto que en 1930, en 1945 y en septiembre de 1955.
NOTAS:
[1] León Trotzky, «Su moral y la nuestra».
[2] Véase José Luis Torres, «La oligarquía maléfica».
[3] Otto Niemeyer, su real autor, era alto funcionario de la Vickers, trust inglés de armamentos, al cual, como «premio» encargó Justo le construcción del crucero «La Argentina». El ante-proyecto se conoció en Londres antes de que tuviera de él noticia el gobierno argentino.
[4] Comenta Torres: «Hicieron volar con sobornos el Congreso de la Nación, y también convirtieron en ruina moral los tribunales de justicia, encontrándose los miembros de la Corte Suprema entre los primeros en capitular ante la seria ofensiva».
[5] Era curiosa la probidad de estos caballeros. Al investigarse el escándalo de la CADE, «pudo comprobarse con la declaración de Mauro Herlitzka, que él, como dirigente principal del monopolio de la «ANSEC había entregado dinero a tres presidentes argentinos: Justo, Alvear y Ortiz». (J. L.. Torres, 00. cit., pág. 192).
Asesor de los ferrocarriles ingleses, Pinedo obtuvo por un simple peritaje 10 mil libras esterlinas oro; Culaciatti, otro “regiminoso», cobraba cientos de miles por cada firma que estampaba en su carácter de abogado de la empresa Puerto de Rosario.
[6] Puede consultarse a Selden («Los amos de la prensa» y «Mil Norteamericanos»), y a Daniel Guerin: «¿Adónde va el pueblo norteamericano?». Para el aspecto teórico: Lenin, «El Imperialismo, etapa superior del capitalismo» y «El Estado y la revolución».
[7] No se trata de asentar un mecanismo sociológico, una causación absoluta. Pero es evidente que la conducta, individual está condicionada por sistemas y estructuras sociales que responden a leyes propias. La interpretación voluntarista (y el moralismo es una de sus expresiones más estrechas, pues circunscribe la ética a la moral) equivale, en cierto modo, a las explicaciones animistas de los fenómenos sociales. Pero en uno y otro caso, sólo reconociendo el principio de necesidad es posible desarrollar una auténtica libertad creadora. Aun en su etapa inicial, la burocratización peronista se hubiera restringido de existir un sistema de partidos revolucionarios apoyando independientemente al gobierno, lo que hubiera facilitado el juego dialéctico de las clases «antiimperialistas». En última instancia, la responsabilidad de las «izquierdas», incluido el radicalismo yrigoyenista de hoy, por no haber prestado al peronismo y a la C.G.T. el apoyo que ofrecieron a la Unión Democrática, es decisiva en este punto. Buena parte de los rasgos reaccionarios del peronismo, como partido y como gobierno, son consecuencia de su deserción. Por último, el signo de abundancia bajo el cual transcurre la década revolucionaria, retardó la maduración ideológica del proletariado, y permitió a la burocracia afianzarse en sus posiciones.
[8] Un personaje de Roberto Arlt, muy de camiseta y panzón, discute en una esquina con una lavandera. Menudean los insultos. De pronto, el personaje corta en seco la disputa con estas palabras: «No olvide usted que está hablando con un jubilado!». Se non é vero é ben trovato.
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