REFORMISMO SINDICAL Y PARTIDO REVOLUCIONARIO
Jorge Enea Spilimbergo Publicado en el periódico “LUCHA OBRERA” – 15 de mayo de 1966 – Año II N° 28 La vanguardia obrera no puede diluirse en el océano nacional. Los sindicatos ocupan una función dual en la sociedad capitalista. Por un lado, encuadran y movilizan a los trabajadores en pos de sus reivindicaciones inmediatas, establecen el primer grado de enfrentamiento con las clases opresoras, tienden a reunir al conjunto de la clase trabajadora sin distinción de niveles de conciencia, opiniones y particularismos. Por el otro, los sindicatos permanecen ligados a las condiciones de la explotación capitalista, ya que tanto en las huelgas como en las negociaciones se proponen mejorar las condiciones salariales y de trabajo sin discutir la relación capital-salario como tal. Es que, para gravitar en su función, los sindicatos deben reunir al conjunto de los trabajadores de su respectiva rama, incluso a los sectores medios y relativamente atrasados. De ahí que el sindicalismo, espontáneamente, tienda a generar políticas que son variantes de la política burguesa, y que los líderes sindicales, en cuanto tales, hagan de las organizaciones grupos de presión dentro del orden capitalista y no instrumentos de una estrategia revolucionaria para la clase oprimida. Los sindicatos norteamericanos sirven al Departamento de Estado; los británicos refuerzan el centro y la derecha del Partido Laborista al cual están integrados; los alemanes han impuesto a su Social-democracia la renuncia al viejo programa declarativamente socialista. En todos estos casos, ellos han funcionado como mecanismo de integración del proletariado a un horizonte “nacional” común, es decir, imperialista. En las semicolonias, allí donde la penetración imperialista se efectúa erigiendo e injertando una plataforma modernizada que incluye una clase obrera marginal (servicios públicos, industrias de exportación, etc.) suele suceder que los sindicatos renuncien a ensamblar a las formaciones obreras con el conjunto de la nación oprimida, y procuren en cambio arrancar prerrogativas dentro de la plataforma imperialista, a cambio de su adhesión y sometimiento. La hostilidad del viejo sindicalismo frente a Irigoyen y Perón no reconoce otro origen. Su “independencia” y su lenguaje “clasista” cesaban frente a los intereses básicos de la colonia agropecuaria. De ahí que los procesos de crecimiento interno descolocasen al viejo sindicalismo pro-imperialista, y que la alianza nacional del 45, obrero-burguesa, abriese un nuevo período para el movimiento sindical. Los rasgos diferenciales del nuevo sindicalismo fueron: 1) Su carácter masivo, en contraste con los viejos sindicatos minoritarios; 2) El predominio de los gremios de industria, acorde con las transformaciones económicas a partir de la gran crisis, desplazando a los de servicios públicos, etc.; 3) La unidad, que se logró aglutinando a las viejas y nuevas formaciones obreras; a las de origen inmigrante y a las de procedencia provinciana en torno a la jefatura bonapartista y el programa nacionalista-burgués de Perón. 4) La institucionalización del movimiento sindical, es decir, protección y control simultáneos del estado burgués; 5) La inestabilidad contradictoria de las direcciones sindicales, sometidas a la doble presión vertical y de la bases; 6) La despolitización ideológica, modo de control bonapartista, al par que reflejo de la prosperidad transitoria en el marco de un capitalismo nacional. La derrota de 1955 enfrentó a este movimiento, nacido en el cauce de una movilización nacional-democrática, con una tentativa que ya sólo podía ser parcial de restauración oligárquica. El gobierno de Frondizi procura sancionar este compromiso mediante la nueva Ley de Asociaciones y la entrega negociada de la CGT. Pero la contradicción básica no puede resolverse: por un lado, el movimiento sindical está incorporado a la tradición y conciencia nacionales tan profundamente que ya es parte de la “constitución real”; por el otro, el sistema carece de margen de maniobras para negociar la integración de jefaturas sindicales encargadas de “graduar” las tensiones de clase: lo impide la quiebra de la estructura semicolonial argentina. Pero el peronismo (por tradición, estructura, ideología) no contribuye a superar sino a afianzar las tendencias burguesas generadas espontáneamente por todo aparato sindical. Esta contradicción ha empujado al movimiento sindical más allá de sus “limites naturales”, llevándolo a cuestionar la estructura misma de la sociedad oligárquica y dependiente, por mera presencia “incompatible”, por acciones de lucha y por planteos formales (aunque, nótese bien, nunca ideológicos). Pero, al mismo tiempo, las direcciones no consiguen desplegarse con fuerza operativa frente al régimen: vacilan, se desorientan, entran en crisis, se corrompen, carecen de una estrategia de poder (aún si formulan programas “avanzados”), y terminan a la zaga de cualquier combinación burguesa. La contradicción se superará, únicamente, cuando una nueva selección de cuadros, aglutinada en torno a un eje socialista-revolucionario, pueda a su vez vertebrar, imprimirle un derrotero propio (que no quiere decir aislado, “corporativo”) a la política sindical. La clase obrera no puede diluirse en el movimiento nacional (en el frente antiimperialista) porque éste necesita de la jefatura de la clase obrera para poder triunfar; pero la clase que aspira a un liderazgo debe empezar por afirmar su propia autonomía e independencia. Ahora bien: si esta independencia ha de conquistarse ha de ser creando los órganos a través de los cuales el común denominador sindical impreso al todo por los niveles medios y bajos de conciencia política que predominan en la afiliación masiva, no paralice a los elementos de vanguardia. El partido revolucionario resulta así el órgano de la vanguardia del proletariado, que si le preexiste en germen sólo se plasma, educa y realiza por él y a través de él. La vanguardia es una función de la clase, solo se delimita de ella para poder reunificarla en la asunción de su misión histórica. Y esta función requiere su órgano, el partido revolucionario, es decir un sistema estable y firme de cuadros, relaciones, centralización, ideología, programa, experiencias, medios, selección, jerarquías, tácticas, nexos con el conjunto de la clase, política de alianzas, etc. El aparato sindical no puede suplir esta organización específica. Dirigentes con tensión e ideas revolucionarias al frente de un sindicato, si carecen del instrumento operativo de un partido revolucionario se exponen a no poder trascender (aunque subjetivamente lo deseen) el “techo” del reformismo sindical. El fondo de la cuestión es entonces que el nivel sindical conquistado en 1945 ahora debe ser defendido apelando a una estrategia de poder. Pero la presión de las clases dominantes, sus enormes recursos, su influencia ideológica sobre los sectores medios y atrasados, si bien, al coincidir con su crisis y decadencia, no les permite asimilar al movimiento sindical -cuya mera presencia es así revolucionaria- sí les permite paralizarlo, hasta tanto del cauce de ese movimiento emerja la vanguardia que le infunda una estrategia. Ante este problema tan decisivo importa recordar a cierto oportunismo un par de verdades tan antiguas como olvidadas: es la idea la que crea los cuadros, no hay acción revolucionaria sin ideología revolucionaria.
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