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RASPUTINISMO Y PEQUEÑO BURGUESÍA

lopecitoJorge Abelardo Ramos
Publicado en la revista “Izquierda Nacional” N° 25 – Agosto de 1973  

La reacción inmediata de los partidos ante la renuncia de Cámpora fue de una hipócrita perplejidad. El impagable Alfonsín, paradigma del lugar común pequeño burgués, habló de un “golpe de derecha”, lo mismo que el Partido Comunista. En realidad, el equipo de espantajos de la vieja política rechinó los dientes ante la evidencia de que Perón, en definitiva, volvería al gobierno. Sin duda que las intimidades de la renuncia de Cámpora eran inconfesables. Nadie ignora que la camarilla rasputiniana (1) de López Rega, Rucci y Gelbard proyectaba lanzar sobre el gobierno de Cámpora una ofensiva fulminante para exigir su renuncia y obligarlo a abandonar el poder bajo el oprobio y el descrédito. Esta conspiración fue descubierta a tiempo por Cámpora y sus hombres de confianza y les sugirió la idea de ganarles de mano anticipando sus renuncias.

¿Qué los oponía a Cámpora? Naturalmente que no los impulsaba el loable anhelo de restablecer en toda su pureza la “voluntad general” mediante la instalación de Perón en el poder. La hostilidad de los rasputinianos hacia el gobierno del 11 de marzo se fundaba en dos hechos: 1) el carácter democrático que inesperadamente había adquirido el gabinete anterior; 2) el velado antagonismo entre Cámpora y Perón, determinado por la naturaleza bicéfala del nuevo poder.
Rápidamente se crearon dos camarillas palaciegas. Los “jóvenes” rodearon a Cámpora y los “rasputinianos” a Perón. En el primer caso, el ministerio de Cámpora representaba de alguna manera el vuelco político de grandes sectores de la pequeña burguesía hacia el peronismo y su presión para que en la nueva etapa el Movimiento Justicialista en el poder adquiriese los perfiles de nacionalismo democrático de que había estado desprovisto en la época anterior. Por esa razón la política exterior y la política interior revistieron el carácter antiimperialista conocido, como lo testimoniaron en otro plano las amnistías, los indultos, la derogación de la legislación represiva y la intervención Puiggrós a la Universidad de Buenos Aires. Sin embargo, el propio Perón sostuvo desde el 25 de mayo, tanto en el gobierno de Cámpora como en el de Lastiri, la línea económica de Gelbard y Gómez Morales.
Al parecer, Cámpora alimentó la esperanza de gobernar los cuatro años mediante el ejercicio de un poder vicario, que recibiría la divina inspiración del patriarca emitida desde su glorioso crepúsculo. Pero el patriarca, por sí y azuzado por los rasputinianos, ansiaba el gobierno directo y no quería ni oír hablar de atardeceres. Esto, por lo demás, desde el punto de vista de las grandes masas y de la justicia histórica, que supera aunque no excluye la petite histoire, significaba llevar hasta su conclusión natural el proceso de representatividad por el cual había luchado el pueblo argentino durante más de tres lustros. El candidato presidencial del FIP, es útil recordarlo, así lo había preconizado antes del 11 de marzo, lo que llenó de confusión a la pequeña burguesía ilustrada, que nunca entiende las cosas simples si se trata de temas fundamentales.
El “gang” rasputiniano representaba sin duda la parálisis, la corrupción y el compromiso con la vencida dictadura, pero de algún modo encarnaba la decadencia del movimiento y esta circunstancia lo vinculaba con el peronismo real, ansioso de gozar de un poder sin nuevos sobresaltos, un peronismo despojado de “epos” y terroristas. Los jóvenes abogados que rodearon a Cámpora, en cambio, pretendían hacer un “gobierno peronista ideal”. El ministro Righi representó las fantasías de la juventud universitaria que se había precipitado hacia el FREJULI hacía pocos meses y de cuya desesperación ante la crisis que castigaba al país había brotado una esperanza quimérica: el oscuro deseo de que el peronismo fuese algo parecido a la revolución mexicana en marcha al socialismo. El general Perón sería una especie de Pancho Villa, Evita, una Rosa Luxemburgo y Cámpora un afable León Trotsky. Pero, ay, si aquí había rasputines, la revolución rusa no aparecía por ninguna parte y aunque se perpetraban mejicaneadas, no había mejicanos revolucionarios. Es cierto que Rucci y sus amigos de la generación del 45 (calibre 45) expresaban un peronismo archicorrompido, pero de todos modos provenían del peronismo. No podía decirse algo parecido de los jóvenes idealistas, hijos de la clase media gorila, que bajo los brutales golpes del cesarismo oligárquico se habían desplazado hacia el movimiento nacional llevando consigo sus propias ilusiones. Pues perseguir la novelería de encontrar el verdadero socialismo en el peronismo sólo podía termi-nar con el amargo descubrimiento de que Rucci y sus muchachos de gatillo rápido eran la encarnación de la admirable doctrina. La pequeña burguesía no había comprendido la naturaleza social del peronismo cuando lo combatía y tampoco lograba entenderlo al plegarse a él. Sin duda, resultaba más tentador buscar el camino del socialismo a través del nacionalismo burgués en situación inminente de llegar al poder, que hacerlo por medio de la dura lucha de un partido revolucionario. Perón, al regresar 18 años después de su caída, (gracias al Cordobazo) debía poner las cosas en su lugar con la rudeza de su estilo habitual.
Ante este cuadro, numerosos “frejulistas” (o sea, los sectores de la pequeña burguesía que votaron por Cámpora sin convertirse al peronismo) se formularon las siguientes preguntas:
1º) ¿Perón se ha vuelto reaccionario o, en verdad, nunca ha dejado de serlo?
2º) ¿Perón es prisionero de los rasputinianos?
En sus estudios sobre la revolución china, sostenía Trotsky que la burguesía de los países atrasados deriva hacia el campo de la revolución -o de la contrarrevolución- bajo la presión de sus intereses de clase. No puede renunciar a sus enfrentamientos con el imperialismo pues sus intereses le dictan la voluntad de ensanchar el marco de su dominio en el mercado interior, que el imperialismo pugna por ocupar. El contenido social de la política económica del peronismo fue y es el que responde a la burguesía nacional. Al regresar al poder lleva a cabo una política estabilizadora en el orden monetario, que demuestra no sólo hasta qué punto los “burgueses nacionales” del equipo económico detestan a la clase asalariada, sino que también mide su temor a la oligarquía terrateniente y su estupidez profunda. Pues esta política económica conduce a la recesión, remacha el estancamiento y pone en peligro el crédito de que goza el peronismo entre las grandes masas que en otra época se beneficiaron con una política exactamente inversa. Pero de estos hechos a formular la hipótesis, a la que es tan propensa la izquierda cipaya, de que Perón se ha vuelto “reaccionario”, es ignorar los múltiples cambios de frente que la burguesía y los movimientos nacionales realizan en los países semicoloniales en sus relaciones contradictorias con el imperialismo externo y las masas que integran tales movimientos.
Los ataques de Perón a su izquierda juvenil, en segundo lugar, son un reaseguro para que la ideología socialista no gane la conciencia de los obreros y los empuje a considerar objetivos más avanzados que los que Perón desea fijarle a su movimiento. Esto era más fácil de conseguir en tiempos de prosperidad -1945- 1955- que en las actuales horas de crisis. Por eso Perón conserva a su lado a Rucci, a Gelbard y a López Rega. Los rasputinianos nada valen por sí mismos, ni han creado cerco alguno alrededor de Perón. Es Perón quien ha construido dicho cerco para establecer los límites de su política. Ha designado a cortesanos sin representatividad para simbolizarla. Si Perón podrá mantener esta conducta o se verá obligado a reemplazarla para no caer con ella, sólo podrán decirlo los acontecimientos.
Por otra parte, los rasputinianos son prisioneros de Perón, ya que si disponen del poder sindical es sólo porque Perón hasta ahora no ha creído conveniente intervenirlos y convocar a elecciones libres. En cuanto a Gelbard, debe su presencia en el gobierno a la voluntad de Perón. Nunca la burguesía ha ejercido en nuestro país un poder directo. Únicamente ha encontrado oportunidad para enriquecerse mediante los gobiernos nacionales, en particular durante el régimen peronista. De ahí que la insignificancia política de la burguesía sea completa, tanto ayer cuando aborrecía al peronismo, como hoy, cuando parece haber caído en sus brazos sollozando de amor. Como la estupidez infatuada y el charlatanismo seudo revolucionario han devastado (con la ayuda del stalinismo) la tradición marxista, recordaremos el pensamiento de Engels: “Veo cada vez más claramente que el burgués no se siente dispuesto a tomar el control efectivo; por lo tanto, la forma normal de gobierno es el bonapartismo, a no ser que, como en Inglaterra, una oligarquía pueda tomar a su cargo la tarea de guiar al Estado y la sociedad con arreglo a los intereses burgueses, a cambio de una rica recompensa. Una semi-dictadura, según el modelo bonapartista, conserva los principales intereses de la burguesía, aun en oposición a la burguesía misma, pero no le deja ninguna participación en el control de los asuntos. Por otra parte, la dictadura se ve obligada, en contra de su voluntad, a adoptar los intereses materiales de la burguesía”(2).
Desde su llegada el 20 de junio, todos los discursos de Perón se han dirigido a subrayar tajantemente su total hostilidad a toda concomitancia con la perspectiva socialista, con la “patria socialista” y con las variantes múltiples del famoso “socialismo nacional”. De este modo, Perón imparte a los jóvenes que deseen seguirlo a partir de ahora otra clase de “conducción”: y es que una cosa es estar en la oposición y alimentar las esperanzas de todos los flancos, incluso del flanco izquierdo, y otra muy distinta es estar en el poder. Una vez llegado a ese alto lugar, pueden dejarse a un lado las frases de “izquierda”, lo mismo que a aquéllos que las sostienen. Asimismo, Perón arrojó sobre los hombros de la juventud peronista la responsabilidad de la masacre de Ezeiza, de la que fue víctima la misma juventud peronista, y exculpó a la banda de Osinde, que practicó dicha masacre escudada en la designación que Perón le había otorgado para custodiar el famoso palco de la inútil espera. En materia de realismo político, Perón no debe haber dejado insatisfecho a ningún viejo peronista. En cuanto a los jóvenes y recientes peronistas, los ha reducido a polvo. ¿Sabrá el jefe justicialista que ha aplastado muy rápidamente al primer apoyo proveniente de clases que si otrora le fueron hostiles, poco podrá esperar ahora de ellas, pues las ha herido no como adversario, sino como jefe? El camino del socialismo no puede hacerse al márgen de estas experiencias profundas y vitales. Las “formaciones especiales” que hoy reciben este premio de aquel que las bautizó, también encontrarán razones para meditar en esta “derrota en la victoria”.
La política del nacionalismo burgués y popular de Perón desenvuenta en el período de asombrosa prosperidad de la post¬guerra no puede ponerse en práctica en la nueva etapa, pues faltan “las condiciones materiales”.
Para realizar la “justicia distributiva” ya no se puede contar con las divisas acumuladas entre 1939 y 1945. La guerra ha terminado, lo mismo que las reservas. Sería preciso acudir a la adopción de medidas revolucionarias contra la oligarquía terrateniente y el capital imperialista, a fin de realizar en nuestros días una política obrera semejante a la que distinguió al peronismo durante sus dos primeros gobiernos. ¿Será capaz el gobierno de Perón de emprender esta tarea? Exclusivamente la acción de las masas que logró derribar a la dictadura militar y su intervención en la política argentina podrá decidir ese dilema. Lo que está fuera de duda para nosotros es que sólo el movimiento histórico real, o sea la clase obrera y el pueblo, pueden resolver en un sentido u otro sus relaciones con el peronismo.
El pueblo peronista se ha creado una tradición de victorias resonantes y dolorosas derrotas. Esta tradición ejerce un peso indudable en las esperanzas que aun deposita en la posible acción liberadora de un nuevo gobierno del justicialismo. En un país semicolonial, el socialismo como pensamiento y como trabajo orgánico únicamente puede abrirse paso como ala revolucionaria del movimiento nacional. Tenderá a disputar a la dirección burguesa su derecho a la hegemonía en la prueba de la lucha misma.
El partido revolucionario que sea digno de tal nombre, debe saber distinguir lo fundamental de lo accesorio, el incidente de la ley, y no olvidar que su meta es la conquista de la clase obrera y del pueblo, que hoy son peronistas, para las banderas del socialismo. Esta conquista no puede realizarse desde adentro del peronismo, como suponen algunos, ni enfrentado con él, como creen otros. La regla es marchar separados y golpear juntos. Hay que permanecer organizativa y políticamente fuera del peronismo, pero situarse junto a él en los enfrentamientos con los adversarios comunes del país. Sólo así podr¬mos dirigirnos con autoridad moral a las grandes masas que lo s¬guen.
Nuestro apoyo a la candidatura presidencial de Perón no implica identificarnos con tal o cual aspecto de su política, sino contribuir a la restauración plena de la soberanía popular. Supone, asimismo, que del mismo modo que la fraseología ocasionalmente “socialista” del justicialismo no cambia su naturaleza de clase, ni lo convierte en socialista, tampoco las expresiones de un reaccionarismo anticomunista circunstancial transforman al peronismo en una corriente reaccionaria. El marxismo debe servir para ver las cosas como son, más allá del impresionismo psicologista de la pequeña burguesía y de las microsectas impotentes.
La Izquierda Nacional se coloca, como lo ha hecho desde 1945, en el lado popular, nacional y revolucionario de la sociedad argentina. Desde allí y sólo desde allí podremos avanzar hacia el futuro.
Notas:
(1) Designo con el nombre de “rasputinismo” a las camarillas palaciegas que intrigan en todo fin de régimen y que carecen de poder real propio, salvo el que le es delegado, que usan en beneficio del mandante, y como es natural, en su propio beneficio.
(2) Gustavo Mayer, Engels, Editorial Intermundo, Buenos Aires, 1946, pág. 196