LITERATURA Y REVOLUCIÓN
Una perspectiva obrera solo puede ser una perspectiva socialista
Manuel Cruz Tamayo
Publicado en el periódico “LUCHA OBRERA” – 15 de noviembre de 1965 – Año II N° 16
“Los majaderos declarados repiten con los demagogos la fórmula de la aparente simplificación proletaria. Pero esto ya no es marxismo, sino una ideología reaccionaria y populachera, teñida de “proletaria”. El arte para el proletariado no puede ser de segunda categoría”
León Trotsky
No tememos exagerar si afirmamos que, para los lectores inquietos de las nuevas generaciones, la versión castellana de este libro de Trotsky, prácticamente desconocido entre nosotros (hay una muy vieja y mutilada edición española), constituirá una verdadera y estimulante novedad. La lectura de Literatura y Revolución (Jorge Alvarez Editor, Buenos Aires, 1964) muestra, en efecto, otra faceta brillante en la personalidad de su autor; confirma una vez más la riqueza del marxismo para proyectarse como auténtica “concepción del mundo” en otros campos culturales que no son exclusivamente la economía y la política; reactualiza la problemática literaria y artística planteada en una de las épocas más fecundas de nuestro siglo, e indica los métodos conceptuales más idóneas para zanjar disputas que la conciencia contemporánea continúa sintiendo en lo vivo, como las que se relacionan con el destino social del artista, el arte y las masas, arte e industria, arte y política, nuevas formas del lirismo, etc.
Terminado de escribir en 1923, apenas disipadas las humaredas de la Revolución y la guerra civil, el libro de Trotsky es testimonio de las cálidas discusiones que apasionaban a los escritores en la recién nacida sociedad soviética, cuando todas las opiniones se ponían a prueba y se confrontaban en el inmenso laboratorio de la revolución de Octubre. Pero si los años heroicos de esa revolución pertenecen hoy a las páginas de la historia, no sucede lo mismo con la mayor parte de las cuestiones que ella se planteó en el dominio de la creación artística, por la razón de que, en una u otra forma, permanecen no resueltas para la cultura de nuestro tiempo, condenada a prolongar el periodo de crítica y de diagnóstico, y a intentar en vano la solución de tales problemas desde el terreno imposible de la estética misma.
El libro de Trotsky ofrece tal variedad de temas y tal riqueza de enfoques, que hace imposible un comentario en detalle. Por ello, aquí destacaremos sólo algunos de los aspectos principales.
EL ARTISTA Y LA SOCIEDAD
Desde fines del siglo XIX, la conciencia crítica ha venido poniendo de relieve la dramática escisión operada entre el artista y la sociedad, escisión que, sin bien comenzó convirtiendo al artista en arquetipo de personalidad y en héroe del favor público como un correlato de la división del trabajo, terminó segregándolo de la comunidad y condenándolo a una subjetividad gratuita corroída por la sospecha de la propia inutilidad. Si en los tiempos del Clasicismo y del Romanticismo el productor estético hacía de figura heroica y hasta podía alentar la creencia de estar cumpliendo un sacerdocio especial ante vastos sectores de una sociedad pujante, hoy ha descendido al papel nada airoso de juglar, destinado a llenar los ocios de un público restringido y millonario.
Apuntando agudamente a la contradicción que existe entre la riqueza del creador estético y su desajuste con el marco social, Trotsky observa: “la sociedad burguesa había separado con una valla el trabajo intelectual del trabajo manual: la revolución la hicieron los trabajadores manuales, y uno de sus fines más importantes, es zanjar el abismo entre las dos formas del trabajo”.
La tajante diferenciación entre trabajo intelectual y trabajo manual, consagrada por el desarrollo de la sociedad burguesa, en efecto, terminó por invalidar lo que esa división tuvo de progresividad en sus comienzos, y contribuyó, por contraste, a revestir con los caracteres míticos de una edad de oro a esa época del Primer Renacimiento, cuando el hombre no escindido, el hombre universal tenía sus representantes típicos precisamente en aquel sector social en que el trabajo intelectual y el trabajo manual permanecían indisolublemente ligados: el sector de los trabajadores artistas, vinculado a la sociedad antigua por la corporación y a la sociedad nueva por la personalidad. Homo faber y homo theoreticus a un mismo tiempo, ese personaje hoy ideal (Alberti, Piero, Leonardo, Miguel Angel) reunía en una sola experiencia el mundo de la teoría y el de la práctica, mundos que el desarrollo capitalista separó primero y enfrentó después como antagónicos, haciendo del trabajador manual un proletario enajenado en su producto, y empujando al intelectual y al artista hacia la torre de marfil, en otra forma simétrica de alineación.
EL ARTE, LA REVOLUCIÓN Y LAS MASAS
Pero la revolución la hacen los trabajadores manuales, y uno de sus fines es “zanjar el abismo entre las dos formas de trabajo” ¿Cómo? Aquí hacen su aparición los temas de “culturas de clase”, “arte de la revolución”; “arte proletario”, “estilo del futuro”, etc. La posición de Trotsky, nunca dubitativa, se pronuncia tanto contra las tendencias del puro esteticismo (“el arte no puede salvarse a sí mismo”), como contra el grosero determinismo de la relación directa entre el arte y la clase, determinismo que por los años 20 comenzó a teorizar sobre un “arte proletario” y que luego terminaría en la degradación del llamado “realismo socialista” de la era staliniana. “Es de todo punto desprovisto de fundamento –sostiene Trotsky- oponer a la cultura y el arte burgués la cultura y el arte proletario. Este último no existirá jamás, puesto que el régimen proletario es de transición”. Y la actitud de este régimen debe fundarse en la completa libertad para la espontaneidad artística, frente a todas las tendencias, sin otro requisito que éstas asimilen el hecho de la revolución.
La actitud de Trotsky, en consecuencia, no se funda en un punto de vista “proletario”, sino en un punto de vista “socialista”, diferenciación sustancial que en el orden político tiene su expresión en el pensamiento leninista, y a la que el propio Lenin dedicó la mayor parte de su famoso “¿Qué hacer?”
La auténtica posición marxista en este terreno no conduce, por eso, a la fácil simplificación de la “cultura de clase” ni a los slogans demagógicos del “arte de masas” o de la “cultura de mayorías”, tan gratos al izquierdismo difuso de todos los populismos. La tarea revolucionaria supone, ante todo, la libre disposición de todos los medios de cultura por parte del proletariado y del pueblo, pero los fines socialistas de esa tarea no se proponen ni restringir la cultura a una clase ni mucho menos “masificarla”; sino, por el contrario, suscitar el incremento de “la conciencia subjetiva de la personalidad”. Al respecto, afirma Trotsky: “Sería verdaderamente pueril sostener que la literatura burguesa resulta nociva para la solidaridad de una clase. Lo que Shakespeare, Goethe, Puchskin o Dostoievsky darán al obrero es, antes que nada, el concepto de la complejidad psicológica del hombre, de sus pasiones y sentimientos; comprenderá entonces con más profundo y elaborado sentido sus fuerzas físicas, la intervención del instinto, etc. Y el resultado será un enriquecimiento interior”. En parejo sentido se había expresado Lenin, cuando en una nota del “¿Qué hacer?” escribía: “…es necesario que los obreros no se encierren en el marco artificialmente restringido de la “literatura para obreros”, sino que aprendan a asimilar más y más la “literatura general”.
FUTURISMO Y FORMALISMO
Las páginas dedicadas al fenómeno del futurismo ruso y a la gran figura de Maiakovsky, así como las consagradas al examen del formalismo poético, cuentan quizá entre las más brillantes del libro, y nos muestran un Trotsky dotado de singular refinamiento no sólo para apreciar el hecho estético singular sino también para remontarse a la comprensión general y social de la creación literaria y artística, sin el menor asomo de las restricciones partidistas que podrían suponerse en un político.
Así, por ejemplo, al tocar el tema de la disputa entre arte “puro” y arte “de tendencia”, sostiene que la dialéctica materialista se ubica en un plano superior. “El arte –dice- enriquece la experiencia individual y la experiencia de la comunidad, afina el sentimiento, lo vuelve más sutil, más adecuado; amplía anticipadamente el volumen del pensamiento y nos transmite el método personal de la experiencia acumulada; educa al individuo, al grupo social, a la clase y a la nación. Y todo esto lo hace independientemente del hecho de aparecer en un caso determinado bajo la bandera del arte “puro” o del arte declaradamente de tendencia”.
En el apéndice de esta edición se han reunido diversos escritos de Trotsky sobre el arte de la revolución, sobre Siloni, sobre la obra de André Malraux, sobre Jack London, sobre el Materialismo Dialéctico y la Ciencia, y sobre muchos otros temas. Entre estas páginas merece destacarse, por su singular profundidad, el extraordinario ensayo de 1908 destinado a caracterizar medularmente la obra de Tolstoi.
Muestra excepcional de las posibilidades que el pensamiento marxista ofrece para la crítica de la literatura y el arte, el libro de Trotsky es de por si una brillante plataforma metodológica, en contraste con los titubeantes métodos de la crítica llamada “profesional”, habitualmente fundada en el eclecticismo o en el ingenio, y para cuyos próceres la sola mención del nombre de Trotsky ha constituido siempre un “tabú”, sin encontrar otros ecos que la mención desdeñosa, como en el caso de Juan Paul Sartre, o la total omisión bibliográfica, como sucede en la obra de Hauser. Salvo rarísimas excepciones, los intelectuales de izquierda –los dotados de talento y también los otros- parecen haber obedecido en esto más las órdenes respetables del Kremlin que las voces de su propia conciencia crítica.
Complementa el volumen un excelente prólogo de Jorge Abelardo Ramos, donde se recuerda la actitud de Marx frente a los artistas y se analiza la parábola de la degeneración escolástica a que el marxismo ha sido sometido en esta materia, hasta concluir en los úkases absurdos del “realismo socialista” y en las indescriptibles reacciones de la burocracia actual frente al arte moderno.
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